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Habíamos aminorado la marcha y nos acercábamos a un pequeño café -un bungalow blanco- que se alzaba aislado a un lado de la autopista. Era el tipo de lugar que uno imagina frecuentado por camioneros que se detienen un rato para tomarse un bocadillo; cuando Christoff entró en el patio delantero de suelo de grava, sin embargo, no había ningún vehículo aparcado.

– ¿Es aquí el almuerzo? -pregunté.

– Sí. Nuestro pequeño círculo lleva reuniéndose aquí años. Verá que todo es muy informal…

Nos bajamos del coche y caminamos hacia el café. Al acercarme pude ver, colgados de la marquesina, unos brillantes carteles de cartón que anunciaban varias ofertas especiales.

– Todo es muy informal -repitió Christoff, abriendo la puerta del local e invitándome a pasar-. Por favor, considérese en su casa.

La decoración interior era bastante básica. Grandes ventanales rodeaban el local; aquí y allá, había pósters con anuncios de refrescos y cacahuetes pegados en la pared con celo. Algunos estaban descoloridos por el sol, y uno no era ya sino un rectángulo de un desvaído azul. Incluso ahora, con el cielo nublado, había cierta crudeza en la luz que inundaba el recinto.

Había ocho o nueve hombres sentados a las mesas del fondo. Tenían delante sendos boles humeantes de algo que parecía puré de patatas. Al entrar los había visto comer ávidamente con largas cucharas de madera, pero habían dejado de hacerlo y me miraban con fijeza. Uno o dos hicieron ademán de levantarse, pero Christoff les saludó jovialmente y les hizo una seña con la mano para que siguieran sentados. Luego, volviéndose a mí, dijo:

– Como ve, el almuerzo ha empezado sin nosotros. Pero dada nuestra tardanza, estoy seguro de que no tendrá inconveniente en disculparles. En cuanto a los que faltan, bueno, seguro que no tardarán mucho. En cualquier caso, no deberíamos perder más tiempo. Si hace el favor de acercarse, señor Ryder: voy a presentarle a estos buenos amigos.

Iba a acercarme hacia ellos cuando advertí que un hombre corpulento, con barba y delantal a rayas nos dirigía furtivas señas desde detrás de la barra.

– Muy bien, Gerhard -dijo Christoff, volviéndose al hombre barbudo con un encogimiento de hombros-. Empezaré por ti. Éste es el señor Ryder.

El hombre barbudo me estrechó la mano y dijo:

– Su comida estará lista en un momento, señor. Debe de estar hambriento.

Le susurró a Christoff unas palabras rápidas, mirando mientras lo hacía hacia el fondo del café.

Christoff y yo seguimos la mirada del hombre barbudo. Como si hubiera estado esperando que nuestra atención se fijara en él, un hombre que estaba sentado a solas en el último rincón del local se levantó de su asiento. Era robusto y de pelo gris, de unos cincuenta y tantos años, con camisa y una brillante chaqueta blanca. Empezó a acercarse hacia nosotros y, de pronto, se detuvo en mitad del salón y sonrió a Christoff.

– Henri -dijo, y alzó los brazos en ademán de saludo.

Christoff miró fríamente al hombre, y luego desvió la mirada.

– Aquí no se te ha perdido nada -dijo.

El hombre de la chaqueta blanca pareció no oír lo que Christoff le había dicho.

– He estado observándote, Henri -continuó afablemente, señalando con un gesto el exterior del café-. Te he visto por la ventana cuando venías desde el coche. Sigues andando encorvado. En un tiempo era una especie de pose, pero ahora parece que va en serio. Y no hay por qué, Henri. Las cosas pueden no irte bien, pero no tienes por qué encorvarte.

Christoff continuó dándole la espalda.

– Vamos, Henri. No seas infantil.

– Ya te lo he dicho -dijo Christoff-. No tenemos nada que decirnos.

El hombre de la chaqueta blanca se encogió de hombros y avanzó unos pasos hacia nosotros.

– Señor Ryder -dijo-, en vista de que Henri no tiene ninguna intención de presentarnos, me presentaré yo mismo. Soy el doctor Lubanski. Como ya sabe, Henri y yo fuimos íntimos en un tiempo. Pero ahora, como puede ver, ni siquiera se digna a hablarme.

– No eres bienvenido aquí. -Christoff seguía sin mirarle-. Nadie quiere verte aquí.

– ¿Ve, señor Ryder? Henri siempre ha tenido ese lado infantil. Ese lado tan tonto. Yo hace ya tiempo que asumí el hecho de que nuestros caminos se habían bifurcado. Hubo un tiempo en que solíamos sentarnos a charlar durante horas. ¿No es cierto, Henri? Analizábamos esta obra o aquella, discutíamos cada aspecto de una u otra sentados en la Schoppenhaus, con una jarra de cerveza. Aún recuerdo con cariño aquellos días de la Schoppenhaus. A veces desearía incluso no haber tenido el buen juicio de disentir de ti entonces. Poder volver a sentarme contigo esta noche, pasarnos horas hablando y discutiendo de música, de cómo preparas esta o esa pieza. Vivo solo, señor Ryder… Y ya puede imaginarse -rió tímidamente-, la vida puede volverse demasiado solitaria en ocasiones… Y entonces pienso para mí: qué estupendo sería poder sentarse otra vez con Henri para charlar de alguna partitura que estuviera preparando. Hubo un tiempo en que Henri no hacía nada sin consultarme antes. ¿No es cierto, Henri? Vamos, no seas niño… Seamos civilizados, al menos.

– ¿Por qué tiene que pasar esto hoy precisamente? -gritó de pronto Christoff-. ¡Nadie te quiere aquí! ¡Todo el mundo está aún furioso contigo! ¡Mira! ¡Compruébalo por ti mismo!

El doctor Lubanski, haciendo caso omiso de este estallido, abordó otra parcela de la memoria relativa a ambos. El meollo de la historia pronto escapó a mi comprensión, y me sorprendí mirando más allá del doctor Lubanski, hacia las personas que contemplaban con nerviosismo la escena desde las mesas del fondo. Ninguna de ellas parecía tener más de cuarenta años. Tres eran mujeres, y una de ellas, concretamente, me miraba con especial intensidad. Tendría poco más de treinta años, vestía largas ropas negras y llevaba gafas de pequeños y gruesos cristales. Habría seguido estudiando más detenidamente a las demás, pero en ese preciso instante volví a recordar el atareado día que me esperaba, y lo imperioso de mantenerme firme con mis anfitriones si no quería ser retenido en aquel lugar más tiempo del estrictamente necesario.

Cuando el doctor Lubanski hizo una pausa, toqué el brazo de Christoff y le dije con voz suave:

– Me pregunto si los demás tardarán mucho en llegar.

– Bueno… -Christoff paseó la mirada en torno. Y luego dijo-: Parece que por hoy vamos a ser sólo los que estamos…

Me dio la impresión de que esperaba que lo contradijeran. Pero cuando vio que nadie decía nada se volvió a mí con una breve carcajada.

– Una reunión muy reducida… -dijo-. Pero qué más da, tenemos aquí a las mejores mentes de la ciudad, se lo aseguro. Por favor, señor Ryder…

Empezó a presentarme a sus amigos. Uno tras otro, a medida que Christoff fue mencionando los nombres, me sonrieron con nerviosismo y me dedicaron un saludo. Mientras se hacían las presentaciones vi que el doctor Lubanski se dirigía despacio hacia el fondo del café, sin apartar la mirada del grupo en ningún momento. Entonces, cuando Christoff ultimaba ya las presentaciones, soltó una sonora carcajada que hizo que Christoff interrumpiera lo que estaba haciendo y le lanzara una mirada de fría cólera. El doctor Lubanski, que ya se había sentado a su mesa del rincón, soltó otra carcajada y dijo:

– Bien, Henri, veo que sea lo que fuere lo que has perdido en el curso de los años, no has perdido el temple. ¿Vas a repetirle toda la saga Offenbach al señor Ryder? ¿Al señor Ryder? Sacudió la cabeza.

Christoff siguió mirando con fijeza a su antiguo amigo. Parecía a punto de asomarle a los labios alguna demoledora réplica, pero en el último momento apartó la mirada sin decir nada.

– Échame de aquí si quieres -dijo el doctor Lubanski, volviendo a su puré de patatas-. Pero empiezo a tener la impresión… -movió en abanico la cuchara de madera-, tengo la impresión de que no a todo el mundo le molesta tanto mi presencia. Podríamos votar. Me marcharé gustosamente si de verdad no quieren que me quede. ¿Qué tal si lo hacemos a mano alzada?

– Si quieres quedarte, me tiene sin cuidado -dijo Christoff-. No me importa en absoluto. Tengo mis hechos. Los tengo aquí. -Levantó una carpeta azul que había sacado de alguna parte y le dio unos golpecitos con la palma-. Yo estoy muy seguro de mis razones. Tú puedes hacer lo que te venga en gana.

El doctor Lubanski volvió los ojos hacia los demás con un encogimiento de hombros que parecía decir: «¿Qué se puede hacer con un hombre como éste?» La mujer de las gafas de cristales gruesos apartó de inmediato la mirada, pero sus compañeros parecían sobremanera confusos, y hubo incluso algunos que le devolvieron una tímida sonrisa.

– Señor Ryder -dijo Christoff-, por favor, tenga a bien sentarse y ponerse cómodo. Gerhard volverá enseguida con su almuerzo. Y ahora… -Dio una palmada, y su voz adoptó el tono de quien se dirige a un gran auditorio-: Señoras y señores, en primer lugar, y en nombre de todos los aquí presentes, debo agradecer al señor Ryder el haber aceptado venir a mantener un debate con nosotros interrumpiendo el normal curso de su estancia en nuestra ciudad, sin duda breve y llena de compromisos…

– No, no has perdido el temple -exclamó el doctor Lubanski desde su rincón-. No te intimida mi presencia; ni siquiera te intimida el señor Ryder. Qué valor el tuyo, Henri…

– No estoy intimidado -replicó Christoff-, ¡porque tengo aquí los hechos! ¡Y los hechos son los hechos! ¡Son la prueba! Sí, hasta el señor Ryder… Sí, señor -se volvió hacia mí-, hasta un hombre de su reputación… ¡Hasta un hombre como usted está obligado a remitirse a los hechos]

– Bien, esto va a ser digno de verse -dijo el doctor Lubanski dirigiéndose a los otros-. Un violoncelista provinciano dando lecciones al señor Ryder. Estupendo. Oigámosle, oigámosle.

Durante uno o dos segundos, Christoff vaciló. Luego, ya con cierto aplomo, abrió la carpeta y dijo:

– Si se me permite, empezaré por un caso concreto que a mi juicio nos conduce al quid de la controversia relativa a las armonías en anillo.

Durante los minutos que siguieron Christoff expuso los antecedentes del caso de cierta familia de negociantes locales. Hojeaba los papeles de la carpeta y de cuando en cuando leía una cita o aportaba un dato estadístico. Parecía presentar el caso de forma bastante competente, pero había algo en su tono -su exposición innecesariamente despaciosa, su modo de explicar las cosas dos o tres veces…- que me crispó los nervios de inmediato. Y pensé que, ciertamente, el doctor Lubanski tenía un punto de razón. Había algo de ridículo en el hecho de que aquel músico fracasado de provincias pretendiera aleccionarme.

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