– ¿Y a eso lo llamas un hecho? -le interrumpió el doctor Lubanski. Christoff estaba leyendo un pasaje de las actas de una reunión de cierto comité cívico-. ¡Ja! Los «hechos» de Henri son siempre harto interesantes, ¿no les parece?
– ¡Dejadle acabar su exposición! ¡Dejad que Henri le exponga el caso al señor Ryder!
Quien había hablado era un joven mofletudo que llevaba una chaqueta corta de cuero. Christoff le sonrió con ademán aprobador. El doctor Lubanski alzó la mano y dijo:
– De acuerdo, de acuerdo.
– ¡Que termine su exposición! -volvió a decir el joven mofletudo-. Luego veremos. Veremos lo que el señor Ryder saca en limpio de todo esto. Y entonces lo sabremos de una vez por todas.
Al parecer Christoff tardó unos cuantos segundos en asimilar las implicaciones de estas últimas palabras. Al principio se quedó paralizado, con la carpeta levantada entre las manos. Luego fue paseando la mirada por las caras de quienes le escuchaban como si las viera por primera vez en la vida. Los ojos de los presentes seguían clavados en él, expectantes. Por espacio de un instante Christoff pareció seriamente «tocado». Al cabo miró hacia otra parte y murmuró, casi para sí mismo:
– Son, en efecto, hechos. He recopilado pruebas. Cualquiera de vosotros puede verlas, examinarlas detenidamente. -Miró en la carpeta que tenía delante-. Estoy resumiendo las pruebas para no extenderme. Eso es todo. -Luego, tras un esfuerzo, pareció recuperar su aplomo-. Señor Ryder -dijo-, si es tan amable de tener un poco de paciencia conmigo…, creo que no tardaré mucho en aclarar cumplidamente las cosas.
Christoff siguió desgranando su argumentación con un punto de tensión en la voz, aunque con un tenor muy parecido al precedente. Mientras seguía hablando, recordé cómo la noche anterior había yo renunciado a unas preciosas horas de sueño a fin de avanzar en mi investigación de las condiciones locales; cómo, pese a mi gran cansancio, había entrado en el cine y había hablado con los líderes ciudadanos sobre los problemas de la ciudad. Las repetidas alusiones de Christoff a mi presunta ignorancia -en aquel preciso instante se embarcaba en una larga digresión encaminada a explicar un punto para mí absolutamente obvio- estaban consiguiendo llevarme poco a poco a la exasperación.
Pero al parecer yo no era el único impaciente. Varios de los presentes se movían incómodos en sus asientos. Advertí que la mujer joven de las gafas de cristales gruesos desplazaba su mirada airada de la cara de Christoff a la mía, y que -a juzgar por su semblante- varias veces estuvo a punto de interrumpir la perorata. Pero al final fue el hombre de pelo muy corto que estaba sentado a mi espalda quien intervino diciendo:
– Un momento, un momento. Antes de seguir, dejemos algo bien claro. De una vez por todas.
La risa del doctor Lubanski nos llegó de nuevo desde el fondo del café.
– Claude -dijo Christoff-, éste no es momento…
– ¡No! Ahora que está aquí el señor Ryder, quiero que la cuestión quede zanjada.
– Claude, no es momento de volver a sacar eso a colación… Estoy exponiendo mis razones para demostrar…
– Quizá sea trivial. Pero dejémoslo zanjado. Señor Ryder, ¿es cierto que las tríadas pigmentadas poseen valores emocionales intrínsecos con independencia del contexto? ¿Es usted de esa opinión?
Sentí que me convertía de súbito en el centro del recinto. Christoff me dirigió una rápida mirada, algo parecido a una súplica mezclada con miedo. Pero a la vista de la sinceridad de la pregunta -y, por descontado, del presuntuoso proceder de Christoff hasta el momento-, no vi razón alguna para no responder con la mayor de las franquezas. Así pues, dije:
– Una tríada pigmentada no posee propiedades emocionales intrínsecas. De hecho, su color emocional puede cambiar significativamente no sólo según el contexto, sino también según el volumen. Es mi opinión personal.
Nadie dijo nada, pero el impacto de mi afirmación era claramente perceptible. Una tras otra, las miradas se volvieron a Christoff, que ahora fingía ensimismarse en su carpeta. Al cabo el hombre llamado Claude dijo con voz apacible:
– Lo sabía. Siempre lo he sabido.
– Pero te convenció de que estabas equivocado -dijo el doctor Lubanski-. Te forzó a creer que estabas equivocado.
– ¿Qué tiene eso que ver con lo que estamos hablando? -clamó Christoff-. Claude, nos has llevado a una cuestión completamente tangencial. Y al señor Ryder no le sobra el tiempo. Hemos de volver al caso Offenbach.
Pero Claude parecía enfrascado en sus pensamientos. Al final se volvió y miró hacia el doctor Lubanski, que asintió con la cabeza y le dirigió una sonrisa grave.
– El señor Ryder dispone de muy poco tiempo -volvió a decir Christoff-. Así que si no os importa, trataré de resumir mis argumentos.
Christoff empezó a exponer los -a su juicio- puntos clave de la tragedia de la familia Offenbach. Había adoptado un aire como de indiferencia, aunque para entonces resultaba ya evidente que se hallaba profundamente trastornado. En cualquier caso, a estas alturas yo ya había dejado de escucharle; su comentario sobre mi escasez de tiempo disponible, sin embargo, me había hecho recordar de pronto que Boris seguía sentado en aquel pequeño café, esperándome.
Caí en la cuenta de que, desde que lo había dejado allí solo, había transcurrido un lapso de tiempo considerable. Visualicé al pequeño al poco de mi partida, sentado en un rincón del local con su bebida y su pastel, aún lleno de expectación ante la excursión que le esperaba. Podía verlo mirando alegremente hacia los clientes sentados en la soleada terraza, y de cuando en cuando más allá, hacia el tráfico de la calle, al que pronto se incorporaría él camino del antiguo apartamento. Volvería a recordar una vez más el antiguo apartamento, el armario de la esquina de la sala donde -cada día estaba más seguro- había dejado la caja que contenía al Número Nueve. Luego, con el paso de los minutos, las dudas que siempre se habían mantenido al acecho en alguna parte, las dudas que hasta entonces había conseguido mantener bien soterradas, empezarían a reptar hacia la superficie. Pero Boris aún conseguiría seguir un tiempo más sin dejarse vencer por el desánimo. Me habían demorado inesperadamente, eso era todo. O me había ido a alguna parte a comprar algo de comer para la excursión. En cualquier caso, al día aún le quedaban muchas horas por delante. Luego, la camarera escandinava le preguntaría si quería tomar algo más, y al hacerlo delataría cierto tono de preocupación que a Boris no le pasaría inadvertido. Y él intentaría un renovado despliegue de despreocupación, quizá pidiendo bravuconamente otro batido. Pero los minutos seguirían pasando, inexorables. Boris vería que, fuera en la terraza, clientes que habían llegado mucho más tarde que él doblaban el periódico, se levantaban y se marchaban. Vería cómo el cielo se iba nublando, cómo el día avanzaba hacia la tarde. Volvería a pensar en el antiguo apartamento que tanto había amado, en el armario de la sala, en el Número Nueve, y poco a poco, a medida que iba apurando lo que quedaba del pastel de queso, empezaría de nuevo a hacerse a la idea de que una vez más iba a fallarle, de que no íbamos a llevar a cabo la excursión proyectada.
Varias voces gritaban a mi alrededor. Un joven de traje verde se había levantado y trataba de llamar la atención de Christoff sobre determinado punto, mientras al menos otros tres agitaban los dedos en el aire tratando de hacer hincapié sobre algo.
– Pero eso no viene a cuento -les decía Christoff a voz en cuello-. Y, en todo caso, es sólo la opinión personal del señor Ryder…
Ello concitó una lluvia de virulentas críticas en su contra; casi todos los presentes querían responder al mismo tiempo. Pero al final Christoff volvió a acallar a gritos la protesta.
– ¡Sí! ¡Sí! ¡Me doy perfecta cuenta de quién es el señor Ryder! ¡Pero las condiciones locales, las condiciones locales! ¡Ésa es otra cuestión! ¡Él aún desconoce nuestras particulares condiciones! Pero yo… Yo tengo aquí…
El resto de su alegato fue ahogado por las protestas de los presentes, pero Christoff alzó la carpeta por encima de la cabeza y la blandió en el aire.
– ¡Qué temple! ¡Qué temple! -gritó el doctor Lubanski desde el fondo del café, y soltó una risotada.
– Con el debido respeto, señor -decía ahora Christoff dirigiéndose a mí directamente-. Con el debido respeto, me sorprende que no muestre más interés por informarse de nuestras condiciones locales. De hecho, estoy sorprendido… Estoy sorprendido de que, pese a su saber y competencia, se limite simplemente a sacar conclusiones…
Volvió a oírse, más furioso incluso que antes, el coro de protestas.
– Por ejemplo -gritó Christoff por encima del clamor-. Por ejemplo, me sorprendió mucho que permitiera que la prensa…, ¡le fotografiara ante el monumento a Sattler!
Para mi consternación, esto hizo que el clamor cesara de pronto por completo.
– ¡Sí! -Era evidente: Christoff estaba encantado con el efecto que había logrado crear en los presentes-. ¡Sí! ¡Yo mismo le he visto! Cuando fui a recogerle hace un rato. Estaba de pie frente al monumento a Sattler. ¡Sonriendo, señalándolo con gestos!
El conmocionado silencio continuaba. Algunos de los presentes parecían sentirse violentos, mientras otros -incluida la joven de las gafas de cristales gruesos- me miraban con mirada inquisitiva. Sonreí, y a punto estaba de hacer un comentario al respecto cuando la voz del doctor Lubanski, ahora preñada de autoridad y autodominio, nos llegó desde el fondo del local:
– Si el señor Ryder ha decidido hacer algo así, su gesto sólo puede significar una cosa. Que la magnitud de nuestra desorientación es aún mayor de lo que sospechábamos.
Los ojos de los presentes se volvieron hacia él: el doctor Lubanski avanzó unos pasos hacia el grupo, se detuvo e inclinó la cabeza hacia un lado como si escuchara los sonidos ahogados de la autopista. Y luego prosiguió:
– El mensaje que nos dirige es algo que todos deberíamos tener muy en cuenta. ¡El monumento a Sattler! ¡Claro, tiene razón! ¡No se trata de ningún exceso, no señor! ¡Miraos a vosotros mismos, tratando aún de aferraras a las ideas necias de Henri! Hasta los que hemos comprendido al fin lo que valen, hasta nosotros, digo, hemos seguido mostrándonos complacientes con ellas. ¡El monumento a Sattler! ¡Sí, exacto! Nuestra ciudad se halla en un momento crítico. ¡Crítico!
Resultaba gratificante que el doctor Lubanski hubiera puesto de relieve de inmediato lo absurdo de la denuncia de Christoff, al tiempo que subrayaba el enérgico mensaje que yo había querido transmitir a la ciudad. Mi indignación contra Christoff, con todo, era ahora tan viva que decidí que había llegado el momento de bajarle los humos. Pero los presentes se habían puesto de nuevo a gritar todos a un tiempo. El hombre llamado Claude golpeaba una y otra vez la mesa con el puño para recalcar determinado punto ante un hombre de pelo entrecano con tirantes y botas embarradas. Al menos cuatro personas, desde diferentes partes del local, gritaban a Christoff. La situación parecía abocada al caos, y se me ocurrió que aquel era un momento tan bueno como el que más para largarme. Pero en el preciso instante en que me estaba levantando, la joven de gafas de cristales gruesos se «materializó» ante mí y dijo: