Cuando salí a la terraza, no vi por ninguna parte al periodista del pelo largo. Me paseé entre los veladores, mirando las caras de las personas que los ocupaban. Una vez explorada toda la terraza, me detuve a considerar la posibilidad de que el periodista hubiera cambiado de opinión y se hubiera marchado. Pero tal posibilidad se me antojaba extraordinariamente insólita, y volví a mirar a mi alrededor. Había varios clientes leyendo el periódico ante sus tazas de café. Un anciano hablaba con las palomas que se arremolinaban a sus pies. Entonces oí que pronunciaban mi nombre y, al volverme, vi al periodista sentado a una mesa situada a mi espalda. Conversaba abstraídamente con un hombre rechoncho y moreno, que supuse era el fotógrafo. Soltando una exclamación, me acerqué a ellos, pero extrañamente los dos hombres siguieron hablando sin levantar la vista para mirarme. Acerqué la silla libre y tomé asiento, pero el periodista -ahora en la mitad de una frase- no me dedicó sino una mirada rápida. Luego, volviéndose al fotógrafo rechoncho, continuó:
– Así que no le insinúes en ningún momento lo importante que es el edificio. Tendrás que limitarte a inventar alguna justificación de orden artístico, alguna razón que exija que se mantenga delante de él todo el tiempo.
– Lo haré, no te preocupes -dijo el fotógrafo asintiendo con un movimiento de cabeza-. No hay ningún problema.
– Pero no le presiones demasiado. Al parecer ahí es donde falló Schulz el mes pasado en Viena. Y recuerda: como todos los personajes de su especie, es sumamente vanidoso. Así que simula ser un gran admirador suyo. Dile que el periódico no lo sabía cuando te encargó el trabajo, pero que da la casualidad de que le admiras enormemente. Con eso seguro que te lo ganas. Pero no se te ocurra mencionar el edificio Sattler hasta que hayamos intimado un poco.
– De acuerdo, de acuerdo -dijo el fotógrafo sin dejar de asentir con la cabeza-. Pero pensaba que ya lo habías arreglado. Pensaba que ya te había dado su consentimiento.
– Iba a tratar de arreglarlo por teléfono, pero Schulz me advirtió de lo difícil que es esta mierda de tío.
Al decir esto, el periodista se volvió hacia mí y me dirigió una cortés sonrisa. El fotógrafo, por su parte, siguiendo la mirada de su compañero, me dedicó una ligera y distraída inclinación de cabeza. Y acto seguido continuaron con su charla.
– El problema de Schulz -dijo el periodista- es que nunca los adula lo bastante. Y además tiene esos modos…, como si estuviese tremendamente impaciente, incluso cuando no lo está. Con estos tipos lo que hay que hacer es no dejar de adularles ni un momento. Así que cada vez que saques una foto, grita: «¡Fantástico!» Y no pares de soltar exclamaciones. No dejes de alimentar su ego ni un instante.
– De acuerdo, de acuerdo. No te preocupes.
– Empezaré con… -el periodista lanzó un suspiro de hastío-. Empezaré hablando de su actuación en Viena, o de algo por el estilo. Tengo aquí algunas notas sobre el tema y me las ingeniaré para irle embaucando. Pero no perdamos demasiado tiempo. Al cabo de unos minutos, finge que has tenido la inspiración de que vayamos al edificio Sattler. Yo, al principio, fingiré que me incomoda un poco, pero luego admitiré que se trata de una magnífica idea.
– De acuerdo, de acuerdo.
– Así que ya lo sabes. No cometamos errores. Recuerda que ese bastardo es muy susceptible.
– Entiendo.
– Si algo empieza a ir mal, dile algo adulador.
– Muy bien, muy bien.
Los dos hombres se dirigieron mutuos asentimientos de cabeza. Luego el periodista inspiró profundamente, dio una palmada y se volvió hacia mí, y al hacerlo se le iluminó la cara.
– ¡Ah, ya está usted aquí, señor Ryder! Es tan amable de su parte concedernos un poco de su precioso tiempo. ¿Y el jovencito? Se lo estará pasando bien ahí dentro, supongo…
– Sí, sí. Ha pedido un enorme pastel de queso.
Los dos hombres rieron con afabilidad. El fotógrafo rechoncho esbozó una mueca risueña y dijo:
– Pastel de queso. Mi preferido. Desde que era un niño.
– Oh, señor Ryder, éste es Pedro.
El fotógrafo sonrió y me tendió la mano con ademán solícito.
– Mucho gusto en conocerle, señor. Soy muy afortunado, se lo aseguro. Me acaban de asignar este trabajo esta mañana. Cuando me levanté de la cama, lo único que me esperaba era otra sesión de fotos en las dependencias municipales. Y entonces, mientras me duchaba, he recibido la llamada. ¿Te gustaría encargarte de ello? ¿Que si quería encargarme de ello? Pero si ese hombre ha sido mi héroe desde que yo era un chiquillo…, les he dicho. ¿Que si quiero encargarme de ello? Santo Dios, lo haría gratis. Pagaría por hacerlo, les digo. Vosotros sólo decidme adonde tengo que ir. Juro que jamás me ha hecho vibrar tanto ningún encargo de trabajo.
– Si he de serle sincero, señor Ryder -dijo el periodista-, el fotógrafo que estaba conmigo anoche en el hotel…, bueno, después de esperar unas cuantas horas empezó a impacientarse. Como es natural, me puse furioso: «Me parece que no te das cuenta», le dije, «de que si el señor Ryder tarda será porque estará atendiendo otros compromisos de la mayor importancia. Si es tan amable de concedernos un poco de su tiempo y tenemos que esperarle un rato, pues le esperamos y se acabó.» Le aseguro, señor, que me enfadé de veras. Y cuando volví al periódico le dije al director que no estaba contento con ese individuo. «Búscame otro fotógrafo para mañana por la mañana», le exigí. «Quiero alguien que sepa apreciar cabalmente la categoría del señor Ryder, y que le muestre su gratitud del modo que se merece.» Sí, supongo que perdí los nervios un poco. Pero aquí tenemos a Pedro, que además resulta que es un admirador suyo casi tan devoto como yo.
– Más, más -protestó Pedro-. Cuando me llamaron por teléfono esta mañana, no me lo podía creer. Mi héroe está en la ciudad, y voy a poder fotografiarle. Dios santo, voy a hacer el mejor trabajo de toda mi vida. Eso es lo que me he dicho a mí mismo mientras seguía dándome la ducha. Una celebridad como ésa…, tendré que realizar el mejor reportaje de mi vida. Le llevaré al edificio Sattler. Así es como visualicé la cosa. Mientras terminaba de ducharme, podía ver la composición, la tenía toda en la cabeza.
– Vamos, Pedro -dijo el periodista, mirándole con gesto severo-. Dudo mucho que el señor Ryder quiera ir hasta el edificio Sattler sólo para que podamos sacar esas fotos. Cierto que en coche tardaríamos a lo sumo unos minutos, pero unos minutos pueden suponer mucho tiempo para alguien con la apretada agenda del señor Ryder. No, Pedro, tendrás que hacer lo que puedas aquí mismo: sacar unas cuantas fotos del señor Ryder mientras hablamos en esta mesa. De acuerdo, la terraza de un café resulta algo muy trillado: apenas registrará el carisma único que emana del señor Ryder. Pero tendrá que bastar. He de admitir que tu idea del señor Ryder ante el edificio Sattler me parece genial. Pero no hay más que hablar, porque el señor Ryder no dispone de tiempo en este momento. Tendremos que conformarnos con una imagen mucho más común de su persona.
Pedro se golpeó en la palma de la mano con el puño y sacudió la cabeza.
– Supongo que tienes razón. Dios, pero es duro. Una oportunidad de fotografiar al ilustre señor Ryder, una oportunidad que sólo se presenta una vez en la vida, y tener que conformarse con otra escena de café… Así es como la vida reparte suerte…
Volvió a sacudir la cabeza con tristeza. Luego los dos hombres se quedaron mirándome unos instantes.
– Bien -dije al cabo-. Ese edificio del que hablan, ¿está literalmente a unos minutos de aquí?
Pedro se incorporó en su silla bruscamente, con la cara iluminada por el entusiasmo.
– ¿Habla en serio? ¿Posará ante el edificio Sattler? ¡Dios, qué suerte! ¡Sabía que era usted un gran tipo!
– Un momento…
– ¿Está seguro, señor Ryder? -dijo el periodista cogiéndome del brazo-. ¿De verdad está seguro? Sé que tiene un montón de compromisos. ¡Vaya, es fantástico! Se lo garantizo: en taxi no tardaremos más que unos tres minutos. De hecho quédese aquí, iré ahora mismo a parar uno. Pedro, ¿por qué no sacas de todas formas unas fotos del señor Ryder mientras espera aquí sentado?
El periodista se alejó apresuradamente. Instantes después lo vi en el borde de la acera, inclinado hacia el tráfico, con un brazo alzado hacia lo alto.
– Señor Ryder, por favor…
Pedro estaba agachado, con una rodilla en tierra, y me miraba a través del objetivo de la cámara. Me senté como es debido en la silla -adopté una postura relajada, aunque no excesivamente lánguida- y compuse una sonrisa afable.
Pedro apretó el obturador de la cámara unas cuantas veces. Luego retrocedió unos pasos y se volvió a agachar, esta vez junto a una mesa vacía, ahuyentando a una bandada de palomas que picoteaban unas migas. Me disponía a cambiar de postura cuando el periodista volvió casi a la carrera.
– Señor Ryder, no consigo encontrar un taxi, pero acaba de parar un tranvía ahí mismo. Vamos, dése prisa. Pedro, el tranvía.
– ¿Pero será tan rápido como el taxi? -pregunté. -Sí, sí. De hecho, con este tráfico, llegaremos antes en tranvía. En serio, señor Ryder, no tiene por qué preocuparse. El edificio Sattler está muy cerca. De hecho… -alzó una mano, se la colocó a modo de pantalla sobre los ojos y miró hacia lo lejos-, de hecho casi se ve desde aquí. Si no fuera por aquella torre gris de allá lejos, veríamos el edificio Sattler en este mismo momento. Está muy cerca, como ve. Si alguien de una altura normal, no más alto que usted o yo, se subiera al tejado del edificio Sattler, se estirara y levantara un palo, una fregona de la cocina, por ejemplo, en una mañana como ésta, lo veríamos desde aquí perfectamente por encima de la torre gris. Así que ya ve, estaremos allí en un abrir y cerrar de ojos. Pero, por favor, el tranvía, debemos darnos prisa.
Pedro estaba ya en el bordillo de la acera. Lo vi con la bolsa del equipo al hombro, tratando de convencer al conductor del tranvía para que nos esperara. Salí de la terraza tras el periodista y subí al tranvía.
El tranvía reanudó la marcha y los tres avanzamos por el pasillo central en dirección al fondo. El vehículo iba lleno, y nos fue imposible sentarnos los tres juntos. Logré sentarme muy apretado en la parte de atrás, entre un hombre mayor y menudo y una madre madura con su retoño en el regazo. El asiento era asombrosamente cómodo, y al cabo de unos segundos, en lugar de estar molesto, empecé más bien a disfrutar del trayecto. Frente a mí había tres ancianos leyendo un solo periódico, que el del centro mantenía abierto. El traqueteo del tranvía les dificultaba la lectura, y a veces discutían para hacerse con el control de una determinada página.