– Ah, sí. Y han vuelto a esperar esta mañana. Sí, sí, el recepcionista me lo ha dicho.
– Esta mañana ha vuelto a haber otro malentendido -dijo el hombre de pelo largo encogiéndose de hombros-. Nos han dicho que volviéramos dentro de una hora. Así que nos hemos sentado en ese café a matar el tiempo, el fotógrafo y yo… Pero le hemos visto pasar y me he preguntado si no podríamos hacerle la entrevista y las fotografías ahora mismo. Así no tendríamos que volver a molestarle. Nos damos cuenta, por supuesto, de que, para alguien como usted, hablar con un pequeño periódico local como el nuestro no se cuenta entre sus prioridades más inmediatas…
– Muy al contrario -me apresuré a decir-. Yo siempre concedo la máxima importancia a los periódicos como el suyo. Ustedes poseen las claves del sentir local. Cuando llego a una ciudad, la gente como ustedes se cuenta entre mis más válidos contactos.
– Es muy amable de su parte decir eso, señor Ryder. Y si me permite decirlo, harto perspicaz.
– Pero le iba a decir que, desafortunadamente, en este momento estoy ocupado.
– Por supuesto, por supuesto. Por eso le estaba sugiriendo que dejáramos el asunto listo en este mismo instante, en lugar de tener que volver a molestarle en un momento u otro del día. Nuestro fotógrafo, Pedro , está en ese café. Puede sacarle unas fotografías rápidas mientras yo le pregunto unas cuantas cosas. Luego usted y este caballerete podrán seguir su camino de inmediato. Nos llevará tan sólo unos cuatro o cinco minutos. Creo que será, con mucho, la mejor solución.
– Mmmm… ¿Sólo unos minutos, dice?
– Oh, sí, nos bastarán unos minutos. Nos hacemos cargo de la cantidad de cosas importantes a las que deberá dedicar su tiempo. Como le digo, no tardaremos nada. Es allí, en aquel café.
Señalaba un punto situado a escasa distancia, un grupo de mesas y sillas desplegadas en la acera. No era lo que yo llamaría el lugar ideal para una entrevista, pero pensé que tal vez era el modo más sencillo de zanjar el asunto de los periodistas.
– Muy bien -dije-. Pero debo hacer hincapié en que tengo un programa muy apretado esta mañana.
– Es tan generoso de su parte, señor Ryder. ¡Y con un pequeño y humilde periódico como el nuestro! Bien, acabemos cuanto antes. Por aquí, por favor.
El periodista de pelo largo nos condujo por la acera, tropezando casi con otros peatones en su impaciencia por volver al café. Nos adelantó varios pasos, y aproveché la ocasión para decirle a Boris:
– No te preocupes, no nos llevará mucho tiempo. Me ocuparé de que así sea.
Boris seguía con expresión contrariada, y añadí:
– Mira, puedes sentarte a tomar lo que te apetezca mientras esperas. Un helado, o un pastel de queso… Y nos iremos enseguida.
Llegamos a una terraza estrecha llena de sombrillas.
– Aquí es -dijo el periodista, señalando con un gesto una de las mesas-. Vamos a sentarnos.
– Si no le importa -dije-, primero le buscaré un sitio a Boris dentro. Volveré en un minuto y me sentaré con ustedes.
– Excelente idea.
Aunque muchos de los veladores de la terraza estaban ocupados, el interior del café estaba vacío. La decoración era liviana y moderna, y la luz del sol inundaba el local. Una camarera joven y regordeta, de aspecto nórdico, estaba de pie detrás de una barra de cristal en cuyo interior se exhibía un surtido de pastas y pasteles. Boris se sentó a la mesa situada en un rincón, y la joven regordeta vino hacia nosotros con una sonrisa.
– ¿Qué vas a tomar? -le preguntó a Boris-. Esta mañana tenemos los pasteles más frescos de toda la ciudad. Recién hechos: los acaban de traer hace diez minutos. Todo está recién hecho.
Boris procedió a interrogar concienzudamente a la camarera acerca de sus existencias de dulces, y al cabo se decidió por un pastel de queso con chocolate y almendras.
– Estupendo -dije-. No tardo nada. Voy a hablar con esa gente y vuelvo enseguida. Si necesitas algo, estoy ahí fuera.
Boris se encogió de hombros con la mirada fija en la camarera, ahora afanada en extraer un barroco pastel de la vitrina de la barra.