Desperté y vi que el intenso sol entraba a través de las persianas verticales, y me invadió el pánico al darme cuenta de que había perdido gran parte de la mañana. Pero entonces recordé mi decisión de la noche pasada de visitar a la señorita Collins, y me levanté de la cama mucho más calmado.
La habitación era más pequeña y estaba peor ventilada que la anterior, y volví a sentirme enojado con Hoffman por haberme obligado a mudarme. Pero el asunto de la habitación no me pareció ya tan importante como me había parecido la mañana anterior, y mientras me lavaba y vestía no me resultó difícil centrarme mentalmente en la crucial visita a la señorita Collins, visita de la que a mi juicio ahora tantas cosas dependían. Para cuando abandoné la habitación, había dejado ya de preocuparme por haberme quedado dormido -estaba seguro de que, a la larga, aquel descanso de más resultaría inestimable-, y lo que deseaba de veras era un buen desayuno ante el que organizar mis pensamientos sobre los temas que quería tratar con la señorita Collins.
Al llegar a la sala del desayuno me sorprendió oír el ruido de una aspiradora. Las puertas estaban cerradas, y cuando las empujé un poco hasta entreabrirlas vi las mesas y las sillas apiladas contra las paredes y a dos mujeres en mono limpiando la alfombra. La perspectiva de tener que mantener una entrevista tan crucial con el estómago vacío no me hacía muy feliz, así que volví al vestíbulo bastante disgustado. Pasé ante un grupo de turistas norteamericanos y llegué al mostrador de recepción. El recepcionista estaba sentado leyendo una revista, pero al verme se levantó de inmediato.
– Buenos días, señor Ryder.
– Buenos días. Estoy un tanto decepcionado al ver que no sigue sirviéndose el desayuno.
El recepcionista se quedó un momento perplejo. Y luego dijo:
– Normalmente, señor, incluso a esta hora podría haber alguien que le sirviese el desayuno. Pero, claro, siendo el día que es, la mayoría de los empleados están en la sala de conciertos ayudando en los preparativos. El propio señor Hoffman está allí desde muy temprano. Me temo, pues, que estamos trabajando a media máquina. Por desgracia también hemos cerrado el atrio hasta la hora del almuerzo. Claro que si se trata sólo de café y unos bollos…
– Está bien, no se preocupe -dije con frialdad-. No tengo tiempo para esperar a que lo organicen todo para servírmelos. Tendré que pasarme sin desayuno esta mañana.
El empleado empezó a disculparse, pero le corté con un movimiento de la mano y me alejé de la recepción.
Salí del hotel al sol de la calle. No fue hasta después de haber caminado cierta distancia bordeando el denso tráfico cuando caí en la cuenta de que no recordaba bien la dirección de la señorita Collins. No había prestado mucha atención cuando habíamos ido con Stephan hasta su apartamento, y además ahora, con las calles atestadas de peatones y el denso tráfico, todo me resultaba irreconocible. Me detuve un momento en la acera y consideré la idea de preguntar a algún viandante. Razoné que la señorita Collins era lo suficientemente conocida en la ciudad como para que no resultara descabellado preguntar dónde vivía. A punto estaba de abordar a un hombre trajeado que se acercaba hacia mí cuando sentí que alguien me tocaba el hombro a mi espalda.
– Buenos días, señor.
Me volví y vi a Gustav, cargado con una gran caja de cartón cuyas dimensiones ocultaban prácticamente la parte superior de su cuerpo. Jadeaba pesadamente, aunque no sabría precisar si era debido sólo al peso que acarreaba o también al hecho de haber corrido para alcanzarme. En cualquier caso, cuando le saludé y pregunté adonde iba tardó algunos segundos en responderme.
– Oh, llevo esto a la sala de conciertos, señor -dijo al fin-. Las cosas de mayor tamaño las llevaron en furgoneta anoche, pero se necesitan aún montones de cosas. Llevo yendo y viniendo del hotel a la sala de conciertos desde esta mañana temprano. Allí todos están ya muy ilusionados, puedo asegurárselo. Hay un ambiente francamente bueno.
– Me alegra oírlo -dije-. Yo también espero con expectación el acontecimiento. Pero ahora me pregunto si podrá usted ayudarme. Tengo una cita en el apartamento de la señorita Collins, pero me temo que me he extraviado un poco…
– ¿La señorita Collins? Entonces no está muy lejos. Es por aquí, señor. Iré con usted, si no le importa. Oh, no, no se preocupe, señor, me viene de camino.
La caja no era quizá tan pesada como parecía, porque en cuanto echamos a andar Gustav se mantuvo sin dificultad a mi lado.
– Me alegra haber coincidido con usted, señor -siguió diciendo-, porque, si he de ser franco, hay algo que quiero exponerle. De hecho quiero pedírselo desde que lo conocí, pero con una cosa y otra no he tenido ocasión de hacerlo. Y ahora casi tenemos encima la velada y aún sigo sin pedírselo. Es algo que surgió hace unas semanas en el Café de Hungría, en una de nuestras reuniones dominicales; no mucho después de que nos enteráramos de que usted vendría a la ciudad, y, claro, no hacíamos más que hablar de ello, como todo el mundo. Y alguien, creo que Gianni, dijo que había leído que usted era una persona como es debido, todo lo contrario de esos tipos que son como prima donnas, que usted tenía fama de preocuparse seriamente por los ciudadanos de a pie. Estaba diciendo todo esto, señor, y estábamos en la mesa unos ocho o nueve, Josef no estaba esa noche, y mirábamos la puesta de sol sobre la plaza, y creo que a todos se nos ocurrió lo mismo al mismo tiempo. Al principio nos quedamos allí sentados en silencio, sin que nadie se atreviera a decirlo en voz alta. Y al final fue Karl, muy típico de él, quien dijo lo que todos estábamos pensando: «¿Por qué no se lo pedimos?», dijo. «¿Perdemos algo con hacerlo? Al menos deberíamos pedírselo. Parece un tipo totalmente diferente de aquel otro. A lo mejor accede, nunca se sabe. ¿Por qué no se lo pedimos? Puede que jamás se nos vuelva a presentar la ocasión de hacerlo.» Y entonces nos vimos de pronto hablando y hablando de ello, y desde entonces, señor, si he serle sincero, nunca hemos estado juntos mucho tiempo sin que acabara surgiendo el tema. Estábamos hablando de cualquier otra cosa, y todo el mundo riendo, por ejemplo, y de pronto se hacía un silencio y caíamos en la cuenta de que estábamos pensando en ello de nuevo. Y empecé a sentir cierta lástima de mí mismo, señor, porque, como yo le había visto unas cuantas veces, era a mí a quien correspondía el honor de hablar con usted, y, ya ve, hasta hoy no he tenido el valor necesario para hacerlo. Y henos aquí, a apenas unas horas del evento, y aún no se lo he pedido. ¿Cómo explicárselo a los chicos el domingo? De hecho, señor, me he levantado esta mañana y me he dicho: tengo que encontrarle, al menos tengo que planteárselo al señor Ryder… Los chicos dependen de ello. Pero entonces ha habido tanto que hacer, y usted tenía una agenda tan apretada…, que he pensado, bien, es muy probable que haya perdido mi última oportunidad. Así que ya ve, estoy tan contento de que hayamos coincidido… Espero que no le importe que se lo exponga, y, por supuesto, si juzga que le estamos pidiendo algo imposible, entonces no habrá nada más que hablar, como es lógico, y los chicos lo aceptarán perfectamente, oh, sí, no hay duda de eso…
Habíamos doblado una esquina y entrado en un bulevar lleno de gente. Gustav se quedó callado al cruzar un paso de peatones, y siguió en silencio hasta la otra acera, y cuando pasábamos por delante de una hilera de cafés italianos dijo:
– Seguro que ha adivinado lo que voy a pedirle, señor. Lo que necesitamos es una breve mención. Eso es todo, señor.
– ¿Una breve mención?
– Sólo una breve mención, señor. Como sabe, muchos de nosotros hemos trabajado años y años por intentar cambiar la actitud de esta ciudad en relación con nuestra profesión. Puede que hayamos conseguido algo, pero en conjunto no hemos logrado un gran impacto general, y, bueno, sentimos, como es lógico, cierta frustración al respecto. Nos vamos haciendo viejos, y tenemos la sensación de que quizá la situación no cambie nunca. Pero si esta noche usted dice unas palabras, señor… Eso podría cambiar el curso de las cosas. Podría constituir un hito histórico en nuestra profesión. Así es como lo ven los chicos. De hecho, señor, algunos de ellos creen que se trata de la última oportunidad, al menos para nuestra generación. ¿Cuándo se nos volverá a presentar una ocasión semejante? Se lo preguntan una y otra vez. Así que ya está, ya se lo he pedido, señor. Por supuesto que si no le parece pertinente… Yo lo entendería perfectamente, dado que ha venido usted a tratar temas de tanta importancia, y que la cuestión de la que le hablo es tan nimia… Si le resulta imposible, por favor dígamelo y será la última vez que oirá hablar del asunto.
Me quedé pensativo unos instantes, consciente de que Gustav me estaba mirando con intensidad desde un lado de la caja.
– ¿Me está sugiriendo… -dije al cabo- que haga una pequeña mención de ustedes… durante mi alocución a la gente de esta ciudad?
– Nada más que unas palabras. Como mucho.
Ciertamente, la idea de ayudar al viejo mozo y a sus colegas de aquel modo tenía su atractivo. Pensé en ello unos instantes, y luego dije:
– Muy bien. Me encantará decir algo en su favor.
Oí cómo Gustav aspiraba profundamente mientras asimilaba el impacto de mi respuesta.
– Le quedaremos eternamente agradecidos, señor.
Iba a decir algo más, pero por alguna razón que desconozco decidí frustrar momentáneamente su intento de seguir expresándome su gratitud.
– Sí, pensemos un instante en ello, ¿cómo podríamos hacerlo? -dije inmediatamente, adoptando un aire preocupado-. Sí, al subir al estrado podría decir algo como: «Antes de empezar, hay un modesto aunque importante punto que me gustaría tratar.» Algo así. Sí, no sería nada difícil…
De pronto vi con absoluta nitidez el grupo de hombres mayores, fuertes y robustos, congregados en una mesa de café, con expresión de incredulidad, de inefable dicha en el semblante ante el anuncio de la nueva por parte de Gustav. Me vi a mí mismo acercándome a ellos, callada y discretamente, y vi sus caras volviéndose para mirarme. Mientras lo veía todo mentalmente, era consciente de que Gustav seguía a mi lado, muriéndose de ganas de concluir su expresión de agradecimiento, pero yo proseguí mi discurso.
– Sí, sí… «Un modesto aunque importante punto», podría decirles. «Hay algo que, habiendo visitado muchas otras ciudades en el mundo, encuentro harto peculiar en ésta…» Quizá «peculiar» sea demasiado fuerte. Quizá debería decir «excéntrico»…