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– Oh, sí, señor -me interrumpió Gustav-. «Excéntrico» sería un término estupendo. No queremos suscitar antagonismos de ningún tipo. Precisamente por eso constituye usted una oportunidad única para nosotros. ¿Lo ve? Porque aunque dentro de unos años otra celebridad como usted accediera a venir a esta ciudad, y aunque lográramos persuadirle para que hablara en nuestro favor, ¿qué probabilidades habría, señor, de que tuviera su tacto? «Excéntrico» sería un término perfecto, señor.

– Sí, sí -continué-. Y aquí haría quizá una pausa, y miraría a la gente con expresión ligeramente acusadora, de forma que todo el mundo, el auditorio entero, guardaría silencio a la espera de mis palabras. Y al final podría decir algo como…, bueno, déjeme pensar…, podría decir: «Señoras y señores, para ustedes, vecinos de esta ciudad durante muchos años, tal vez resulten normales ciertas cosas que a un forastero se le antojarían decididamente llamativas…»

Gustav, de pronto, se detuvo. Al principio pensé que quizá lo hacía porque su urgencia por expresarme su agradecimiento se había vuelto irrefrenable. Pero luego le miré y me di cuenta de que no se trataba de eso. Se había quedado paralizado en la acera, con la cabeza pegada a la caja, con la mejilla aplastada de plano contra uno de sus lados. Tenía los ojos cerrados, apretados, y la expresión ceñuda, como si tratara de realizar un cálculo mental complicado. Entonces, mientras lo estaba mirando, la nuez se le empezó a mover despacio de arriba abajo, una, dos, tres veces…

– ¿Se siente bien? -le pregunté, pasándole un brazo por la espalda-. Santo Dios, debería sentarse en alguna parte.

Empecé a liberarle de la caja, pero las manos de Gustav no la soltaban.

– No, no, señor -dijo, con los ojos aún cerrados-. Estoy perfectamente.

– ¿Está seguro?

– Sí, sí. Estoy perfectamente.

Siguió unos cuantos segundos completamente inmóvil. Luego abrió los ojos y miró a su alrededor, soltó una débil risita y echó de nuevo a andar.

– No se hace idea de lo que esto va a significar para nosotros, señor -dijo después de avanzar varios pasos a mi lado-. Al cabo de todos estos años… -Sacudió la cabeza, sonriendo-. Les comunicaré la nueva a los chicos en cuanto pueda. Esta mañana tengo un montón de trabajo, pero bastará con que llame por teléfono a Josef. Él se lo contará a los demás. ¿Se imagina, señor, lo que significará para ellos? Oh, allí es donde tiene que torcer. Yo tengo que seguir un poco más. Pero no se preocupe, señor, estoy perfectamente. El apartamento de la señorita Collins, como sabe, está justo por allá, a su izquierda. Bueno, señor, no alcanzo a expresar lo agradecido que le estoy. Los chicos van a esperar el acto de esta noche como no han esperado nada en toda su vida. Lo sé, señor.

Deseándole un buen día, tomé la calle que me había indicado. Cuando, después de unos cuantos pasos, miré por encima del hombro vi que Gustav seguía de pie en la esquina, mirándome desde un lado de la caja. Al ver que me volvía me dirigió un gesto enérgico con la cabeza -la caja le impedía decirme adiós con la mano- y siguió su camino.

La calle era sobre todo residencial. Después de unas cuantas manzanas se hizo más tranquila, y empecé a ver las casas de pisos con balcones de estilo español que recordaba haber visto la noche en que recorrimos la calle en el coche de Stephan. Eran manzanas y manzanas de casas del mismo estilo, y mientras seguía andando temí no poder reconocer la casa frente a la cual habíamos esperado Boris y yo aquella noche. Pero de pronto me vi parado ante un portal que me resultaba decididamente familiar, e instantes después subí los escalones y miré a través de los cristales que flanqueaban la puerta.

El portal estaba decorado de un modo neutro, y apenas lo reconocí. Entonces recordé que aquella noche había observado cómo hablaban durante unos segundos Stephan y la señorita Collins en la sala que daba a la calle antes de desaparecer en el interior del apartamento, y a riesgo de ser tomado por un merodeador pasé una pierna por encima del múrete y asomé el cuerpo hacia un costado para mirar por la ventana más cercana. El intenso sol me dificultaba la visión del interior de la vivienda, pero alcancé a vislumbrar a un hombre menudo y robusto con camisa blanca y corbata, sentado a solas en un sillón, con la vista dirigida casi directamente hacia la ventana. Sus ojos parecían fijos en mí, pero tenía una expresión vacía y era difícil decir si me había visto o simplemente se hallaba absorto en sus pensamientos. Nada de aquello me decía gran cosa, pero cuando retiré la pierna del múrete y volví a mirar la puerta me convencí de que, en efecto, no me equivocaba, y toqué el timbre del apartamento de la planta baja.

Al cabo de unos segundos vi con agrado, a través de uno de los paneles acristalados, que la figura de la señorita Collins venía hacia la puerta.

– Ah, señor Ryder -dijo al abrirla-. Me preguntaba si le vería esta mañana.

– ¿Cómo está, señorita Collins? Después de pensarlo bien, he decidido aceptar su amable invitación para que la visitara.

Pero veo que tiene ya una visita -dije, señalando hacia la sala-. Tal vez prefiera que vuelva en otro momento.

– Ni lo mencione siquiera, señor Ryder. En realidad, aunque le parezca que estoy muy ocupada, esta mañana, comparada con cualquier otra, podría calificarse de tranquila. Como ve, sólo hay una persona esperando. Ahora estoy con una pareja joven. Llevo ya hablando con ellos una hora, pero sus problemas están tan hondamente anclados, tienen tanto de que hablar (no han podido hacerlo hasta hoy), que no he tenido corazón para meterles prisa. Pero si no le importa esperar en la sala, no tardaré mucho. -Luego, bajando la voz, añadió-: El caballero que está esperando…, pobre hombre, se siente tan perdido y solo que necesita que alguien le escuche unos minutos, eso es todo. No me llevará mucho tiempo; lo despediré enseguida. Viene prácticamente todas las mañanas, y no le molesta que de vez en cuando le meta prisa. Suelo dedicarle mucho tiempo. -Su voz, entonces, volvió a recuperar el tono normal, y prosiguió-: Bien, por favor, pase, señor Ryder, no se quede ahí fuera, aunque ya veo que hace un día espléndido. Si le apetece, y si no hay nadie esperando, luego podemos ir a pasear al Sternberg Garden. Está muy cerca, y tenemos mucho de que hablar, estoy segura. De hecho, llevo ya bastante tiempo pensando en su situación…

– Cuan amable de su parte, señorita Collins. En realidad, sabía que estaría ocupada esta mañana, y no habría venido a verla si no me viera apremiado por cierta urgencia. Verá, el caso es que… -dejé escapar un fuerte suspiro y sacudí la cabeza-, el caso es que, por una u otra razón, no he podido ocuparme de las cosas según lo tenía planeado, y ahora aquí me tiene, el tiempo se me acaba y… Bueno, para empezar, como ya sabe, está la charla de esta noche, y si he de serle franco, señorita Collins… -llegué casi a callarme, pero vi que me miraba con expresión afable e hice un esfuerzo para continuar-: Para serle franco, señorita Collins, hay una serie de temas, de temas locales, sobre los que me gustaría consultarle antes de que…, antes de terminar… -hice una pausa para tratar de atajar el temblor de mi voz-, antes de terminar de preparar mi discurso. Después de todo, esa gente tiene puestas en mí tantas expectativas…

– Señor Ryder, señor Ryder… -dijo la señorita Collins, poniéndome una mano en el hombro-. Cálmese. Y no se quede ahí, por favor. Por aquí, así está mejor. Ahora deje de preocuparse. Es perfectamente comprensible que se encuentre un poco agitado a estas alturas. Es natural que así sea. De hecho, resulta digno de elogio el que se preocupe tanto. Hablaremos de esos temas, de esos temas locales, no se preocupe, nos ocuparemos de ello enseguida. Pero déjeme decirle lo siguiente, señor Ryder: creo que se preocupa usted innecesariamente. Sí, esta noche tendrá sobre sus espaldas un montón de responsabilidades, pero ya se ha enfrentado a situaciones similares otras muchas veces, y según tengo entendido siempre salió airoso del empeño. ¿Por qué habría de ser diferente ahora?

– Pero lo que le estoy diciendo, señorita Collins -dije, interrumpiéndola-, es que esta vez es completamente diferente. Esta vez no he podido ocuparme de ello… -Volví a suspirar-. El hecho es que no me ha sido posible preparar mi discurso como suelo hacerlo…

– Hablaremos de ello enseguida. Pero estoy segura, señor Ryder, de que está sacando las cosas de quicio. ¿Por qué tiene que preocuparse tanto? Posee una maestría sin par, es un hombre de genio reconocido internacionalmente, así que la verdad, no sé de qué tiene miedo. Lo cierto es que… -volvió a bajar la voz- la gente de una ciudad como ésta le quedaría agradecida por cualquier cosa que usted se dignara ofrecerle… Limítese a hablarles de sus impresiones generales; no van a quejarse. No tiene por qué tener miedo.

Asentí con la cabeza, consciente de que no carecía de razón, y casi inmediatamente sentí que crecía en mi interior cierta zozobra.

– Pero hablaremos detenidamente de ello más tarde. -La señorita Collins, con la mano aún en mi hombro, me hacía pasar a la salita-. Le prometo no tardar. Por favor, siéntese y póngase cómodo.

Entré en una pequeña sala cuadrangular llena de sol y de flores frescas. La variedad dispar de los sillones evocaba la sala de espera de un dentista o un médico, lo mismo que las revistas que había sobre la mesita. Al ver a la señorita Collins, el hombre robusto se levantó inmediatamente, bien por cortesía o bien porque pensaba que le iba a hacer pasar en aquel mismo momento. Pensé que nos iba a presentar, pero el protocolo parecía ser el de rigor en toda sala de espera, porque la señorita Collins se limitó a sonreírle antes de desaparecer por la Puerta que daba al interior del apartamento, susurrando una disculpa -según me pareció- dirigida a ambos:

– No tardo nada.

El hombre robusto volvió a sentarse y fijó la mirada en el suelo. Por un momento pensé que iba a decir algo, pero cuando vi que permanecía en silencio me volví y tomé asiento en un sofá de mimbre bañado por el sol y situado en la ventana salediza por la que antes había atisbado el interior del apartamento. Cuando me acomodé en el sofá, el mimbre crujió agradablemente. Una ancha franja de sol caía sobre mi regazo, y vi, muy cerca de mi cara, un gran jarrón con tulipanes. Me sentí cómodo inmediatamente, y en un estado anímico completamente diferente al de sólo minutos antes, al tocar el timbre de la puerta. La señorita Collins, por supuesto, tenía razón. Una ciudad como aquella agradecería cualquier cosa que se me ocurriera ofrecerle. Era casi inimaginable que la gente se pusiera a analizar a fondo -y menos aún a criticar- mis opiniones. Y como la señorita Collins había señalado, yo me había visto incontables veces en situaciones similares. Aun con el discurso menos preparado de lo que yo juzgaba deseable, sería capaz de articular una alocución de cierto fuste. Allí sentado al sol, fui tranquilizándome por momentos, al tiempo que me asombraba más y más de haber podido verme sumido en tal estado de desasosiego.

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