El camino desde el hotel a la ciudad antigua -un paseo de unos quince minutos- apenas tenía alicientes. Gran parte de él discurrió entre grandes bloques acristalados de oficinas a uno y otro lado y por calles ruidosas con el tráfico de la tarde avanzada. Pero cuando llegué al río y empecé a atravesar el arqueado puente que daba acceso a la ciudad antigua, tuve la sensación de estar entrando en una atmósfera completamente distinta. Podía ver en la orilla opuesta toldos y parasoles de bar multicolores, y distinguir las idas y venidas de los camareros y las carreras de los niños corriendo en círculo. Un chucho diminuto empezó a ladrar alborotadamente en el pequeño muelle, tal vez al advertir mi llegada.
Minutos más tarde penetraba en el corazón de la ciudad antigua. Las estrechas calles empedradas estaban llenas de gente que paseaba sin apresuramiento. Estuve un rato dando vueltas al azar, pasando por delante de numerosas tiendecitas de recuerdos, confiterías, panaderías…, y también frente a tantos cafés que por un instante temí tener alguna dificultad para encontrar el que me había indicado el mozo del hotel. Pero de pronto salí a una plaza en el centro del barrio y apareció inconfundible el Café de Hungría. El despliegue de mesas que ocupaba el ángulo más distante de la plaza emanaba, como pude observar, de una puerta más bien pequeña resguardada por un toldo a rayas.
Me paré un instante para recuperar el resuello y observar los alrededores. El sol empezaba a ponerse sobre la plaza. Reinaba, como me había advertido Gustav, un vientecillo fresco que de cuando en cuando ondulaba los parasoles que rodeaban el café. A pesar de ello, la mayoría de las mesas estaban ocupadas. Muchos de los clientes parecían turistas, pero pude ver también un buen número de parroquianos locales con aspecto de acabar de salir del trabajo, que tomaban tranquilamente un café mientras leían el periódico. Y ciertamente me crucé en la plaza con grupitos de oficinistas, todos con sus correspondientes portafolios, que charlaban animadamente unos con otros a la salida del trabajo.
Al llegar a donde estaban las mesas, pasé entre ellas dando algunas vueltas, buscando a alguien con aspecto de ser la hija de Gustav. Dos estudiantes comentaban una película. Un turista leía el Newsweek . Una anciana echaba miguitas de pan a unas cuantas palomas que se habían congregado a sus pies. Pero no pude ver a ninguna joven morena con el pelo largo y acompañada de un niño. Pasé, pues, al interior del café y descubrí un local más bien pequeño y oscuro en el que habría sólo cinco o seis mesas. Comprendí entonces que el problema de atestamiento del local mencionado por Gustav podía ser muy real en los meses fríos del año, pero en esta ocasión el único cliente era un anciano con boina que se hallaba sentado a una mesa adosada a la pared del fondo. Decidido a abandonar aquella gestión, regresé al exterior y estaba buscando un camarero para pedir un café cuando oí una voz que me llamaba por mi nombre.
Al volver la cabeza vi a una mujer sentada junto a un niño, que me hacía señas desde una mesa próxima. La pareja encajaba tan perfectamente con la descripción que me había hecho el mozo que no pude comprender cómo no los había visto antes. Me desconcertó un poco, también, el hecho de que parecieran estar esperándome, por lo que tardé unos segundos en devolverles el saludo y ponerme a caminar hacia ellos.
Aunque Gustav se había referido a su hija como una «joven», Sophie era una mujer de mediana edad, rondando tal vez los cuarenta. Aun así, la encontré más atractiva de lo que había supuesto. Era alta, de constitución esbelta, y su larga melena oscura le daba cierto aire agitanado. El niño que la acompañaba era más bien regordete y en aquel preciso momento miraba a su madre con expresión enfurruñada.
– ¿Y bien? -me preguntó Sophie alzando hacia mí una mirada sonriente-. ¿No vas a sentarte?
– Sí, sí -respondí, reparando en que había permanecido de pie con aire dubitativo-. Es decir, si no les molesto -añadí dirigiendo al chaval una sonrisa, que él me pagó con una mirada desaprobadora.
– ¡Pues claro que no nos molestas!, ¿verdad, Boris? Anda, Boris…, saluda al señor Ryder.
– Hola, Boris -dije tomando asiento.
El pequeño seguía mostrándome su desaprobación, que ahora expresó preguntando a su madre:
– ¿Por qué le has dicho que podía sentarse? Te estaba explicando una cosa…
– Es el señor Ryder, Boris -le dijo Sophie-. Un amigo muy especial. Naturalmente que puede sentarse con nosotros, si quiere.
– Pero es que te estaba contando la misión del Voyager, mamá… Ya veo que no me escuchabas. Tendrías que aprender a prestar atención.
– Lo siento, Boris -respondió Sophie intercambiando una fugaz sonrisa conmigo-. Trataba de poner mis cinco sentidos en lo que me explicabas, pero todos esos temas científicos están muy por encima de mi comprensión. Y ahora…, ¿por qué no saludas al señor Ryder?
Boris me miró un instante y luego dijo malhumorado:
– Hola.
Y apartó la mirada de mi persona.
– No querría ser causa de ningún enfado -dije-. Por favor, Boris…, continúa con lo que estabas diciendo. De hecho me interesaría mucho saber cosas sobre esa aeronave…
– No es una aeronave -me corrigió Boris en tono de hastío-. Es una sonda para explorar los espacios interestelares. Aunque me imagino que tampoco usted comprenderá la diferencia mucho mejor que mi madre.
– ¿Sí? ¿Cómo sabes que no voy a entenderla? Tal vez tenga una mente científica. No deberías juzgar a la gente tan a la ligera, Boris.
El pequeño dejó escapar un fuerte suspiro sin volverse a mirarme.
– Seguro que será usted como mamá -dijo-. Incapaz de concentrarse.
– Vamos, vamos, Boris… -intervino Sophie-. Deberías ser un poco más amable. El señor Ryder es un buen amigo.
– Más aún: soy amigo de tu abuelo. -Por primera vez el chiquillo me miró interesado-. ¡Oh, sí! Nos hemos hecho muy amigos tu abuelo y yo. Me alojo en su hotel.
Boris comenzó a estudiarme cuidadosamente.
– Anda, Boris -insistió su madre-. ¿Por qué no saludas amablemente al señor Ryder? Aún no te has mostrado educado con él… No querrás que se marche pensando que eres un jovencito de malos modales, ¿verdad que no?
El escrutinio de Boris sobre mi persona se prolongó un rato más. Hasta que, de pronto, se dejó caer de bruces sobre la mesa y escondió la cabeza entre los brazos. Debía de estar, a la vez, balanceando las piernas debajo, porque podía oír el golpeteo de sus zapatos contra la pata metálica de la mesa.
– Lo siento mucho -se excusó Sophie-. Tiene un mal día hoy.
– Lo cierto es que… -empecé a decir en voz baja- deseaba comentar cierto asunto con usted. Pero… -Hice un gesto con los ojos en dirección a Boris. Sophie lo captó y trató de obligar a incorporarse al pequeño diciéndole:
– Boris… Tengo que hablar un momento con el señor Ryder. ¿Por qué no vas a ver los cisnes? Sólo un minuto.
Boris seguía con la cabeza entre los brazos, como si estuviera dormido, aunque su pie seguía golpeando la pata rítmicamente. Sophie lo sacudió con suavidad por el hombro.
– Anda, Boris -le instó-. Tienen también un cisne negro. Ve y quédate un rato junto a la barandilla, donde están aquellas monjas. Seguro que podrás verlos desde allí. Y regresa dentro de unos minutos para contarnos lo que has visto.
Durante unos segundos no hubo respuesta por parte de Boris. Luego se incorporó, soltó otro gran suspiro de resignación y abandonó su silla. Por alguna razón que sin duda él conocería mejor que nadie, adoptó unos andares de borracho y se alejó de la mesa tambaleándose.
Cuando el chico estuvo a suficiente distancia, me volví a Sophie. No sabía por dónde empezar y dudé unos instantes. Pero, al cabo, Sophie sonrió y rompió el silencio:
– Tengo buenas noticias. El tal señor Mayer llamó esta mañana por teléfono a propósito de la casa. Acaban de ponerla a la venta. Parece que hay excelentes perspectivas. Llevo todo el día dándole vueltas. Algo me dice que esto podría ser lo que hemos estado buscando durante tanto tiempo. He quedado con él en que iría a verla mañana a primera hora. Realmente parece perfecta. A una media de hora del pueblo a pie, en lo alto de una colina, tres pisos… El señor Mayer dice que la vista que tiene sobre el bosque es la más bonita que ha contemplado en años. Ya sé que estás muy ocupado ahora…, pero si resulta tan extraordinaria como parece, te llamaré y tal vez puedas venir a verla. Con Boris. Quizá sea justamente lo que llevábamos tantísimo tiempo buscando. Nos ha costado dar con ella, ya sé… Pero quizá la tengamos por fin.
– Ah, sí… Excelente.
– Tomaré el primer autobús que salga de aquí por la mañana. Tendremos que darnos prisa. No estará mucho tiempo en venta.
Comenzó a darme más y más detalles acerca de la casa en cuestión. Y yo permanecí en silencio, pero sólo en parte porque no supiera qué responder. El hecho es que, a medida que seguíamos sentados allí, el rostro de Sophie empezaba a resultarme cada vez más familiar, hasta el punto de que me pareció recordar vagamente otras conversaciones anteriores entre ella y yo acerca de su plan de comprar una casa como aquélla en el bosque. Aunque algún desconcierto debió de ver en mi cara, porque al cabo de un rato cambió de repente de tono y me preguntó con voz menos resuelta, titubeante:
– Lamento lo de la última conversación por teléfono. Espero que no estés enfadado por ello…
– ¿Enfadado? ¡Oh, no!
– He estado pensándolo. No debería habértelo dicho. Confío en que no te lo tomaras a pecho. Después de todo…, ¿cómo va uno a quedarse en casa justamente ahora? ¿En qué casa? ¡Y con esa cocina en semejante estado! Aparte de que he empleado tanto tiempo, tanto tiempo en buscar algo para nosotros… Por eso tengo tantísimas esperanzas en esa casa que veré mañana.
De nuevo siguió hablándome de la casa. Y, mientras lo hacía, yo trataba de recordar algo de aquella conversación telefónica a que acababa de aludir. Tardé un rato, pero al cabo surgió en mí la incierta memoria de haber oído ya su voz… -o más bien una versión más dura y airada de ella- al otro extremo del hilo telefónico, en un pasado no muy distante. Y hasta me pareció recordar cierta frase gritada por mí al aparato: «¡Vives en un mundo tan pequeño!» Ella había seguido la discusión y yo había seguido repitiéndole en tono despectivo: «¡Un mundo tan pequeño! ¡Vives en un mundo tan condenadamente pequeño!» Pero, para mi frustración, no conseguía reconstruir nada más de aquella conversación nuestra.