Mis ojos, entonces, advirtieron un movimiento y, al mirar de nuevo hacia el bloque de apartamentos, vi que se abría el portal. La señorita Collins acompañaba a su visitante a la puerta de la calle. Y aunque los dos se despedían amistosamente, algo en su actitud sugería que la entrevista había finalizado con una nota discordante. La puerta se cerró enseguida y Stephan regresó apresuradamente al coche.
– Lamento haberme entretenido tanto -dijo, acomodándose en su asiento-. Espero que Boris se encuentre bien. -Apoyó las manos en el volante y dejó escapar un suspiro de preocupación. Luego esbozó una sonrisa forzada y exclamó-: ¡En marcha, pues!
– El caso es que Boris y yo hemos tenido un cambio de impresiones en su ausencia -observé-. Creemos que, después de todo, será mejor volver al hotel.
– Si me permite decirlo, señor Ryder, creo que es una decisión muy acertada. Así que al hotel. Estupendo. -Consultó su reloj-. Estaremos allí en un abrir y cerrar de ojos. Los periodistas no tendrán motivo de queja. Ninguno en absoluto.
Stephan accionó la llave de contacto y el coche arrancó. Mientras recorríamos las calles solitarias, empezó a llover de nuevo y Stephan tuvo que poner en marcha los limpiaparabrisas. Al cabo de un rato, comentó:
– Me pregunto, señor Ryder, si no sería demasiado impertinente por mi parte recordarle la conversación que mantuvimos hace unas horas. Ya sabe…, cuando le saludé esta tarde en el atrio.
– ¡Ah, sí, sí! Hablamos de su recital de la noche del jueves.
– Se mostró usted muy amable conmigo, y me dijo que tal vez podría dedicarme unos minutos de su tiempo. Para escuchar mi interpretación de La Roche. Probablemente será del todo imposible, lo comprendo, pero…, en fin…, pensé que no se molestaría si se lo decía… El caso es que esta noche tenía previsto practicar un poco más en cuanto regresara al hotel. Y me preguntaba si, una vez que hubiera acabado usted con esos periodistas… Sin duda será una molestia para usted, pero si pudiera venir a escucharme unos minutos y darme su opinión… -Dejó la frase inacabada, y la prolongó con una risita.
Era evidente que el joven concedía a aquello una gran importancia, y me sentí inclinado a satisfacer su petición. Pero, tras pensarlo un instante, objeté:
– Lo siento muchísimo, pero esta noche estoy muy cansado. Es ineludible que me vaya a dormir cuanto antes. Pero no se preocupe; seguramente surgirá otra oportunidad muy pronto. Mire…, ¿por qué no dejamos el asunto así? No sé muy bien cuándo volveré a tener unos minutos libres; pero, en cuanto los tenga, telefonearé a recepción y pediré que le localicen. Si no está usted en el hotel en ese momento, volveré a intentarlo la próxima vez que esté libre…, y las que sean necesarias. Así acabaremos encontrando un momento que nos venga bien a los dos. Pero esta noche, la verdad… Dispénseme, se lo ruego… Necesito una buena noche de sueño.
– Por supuesto, señor Ryder… Me hago cargo. Hagamos lo que usted propone, por supuesto. Es muy amable de su parte. Aguardaré a recibir su aviso.
Las palabras de Stephan eran corteses, pero, al interpretar quizá mi respuesta como una negativa sutil, parecía excesivamente decepcionado. Era evidente que se hallaba en tal tensión nerviosa por su próxima actuación, que cualquier revés, por pequeño que fuera, tenía la virtud de desencadenar en él una oleada de pánico. Sentí cierta simpatía por él, y volví a decir para tranquilizarlo:
– No se preocupe. Seguro que pronto se nos presentará la ocasión.
La lluvia arreciaba mientras recorríamos las calles nocturnas. El joven llevaba un buen rato sin decir palabra, y temí que se hubiera enojado conmigo. Pero en un momento dado vislumbré su perfil a la luz cambiante y me di cuenta de que estaba rumiando un incidente que le había ocurrido años atrás. Era un episodio que había evocado muchas veces antes -a menudo en momentos de insomnio por la noche, o cuando conducía solo-, y que ahora volvía a su mente ante el temor de que yo fuera incapaz de ayudarle.
Ocurrió con ocasión del cumpleaños de su madre. Tras estacionar aquella noche su automóvil en el camino de entrada de la casa -el hecho se remontaba a sus primeros años de universidad, cuando estudiaba en Alemania-, se había armado de valor para pasar un par de horas ingratas. Pero su padre le había abierto la puerta y le había susurrado con entusiasmo:
– ¡Hoy está de buen humor! ¡De muy buen humor! -Luego había girado sobre sus talones para gritar al interior de la casa-: ¡Stephan ha llegado, cariño! Un poco tarde, pero ya está aquí. -Y de nuevo en voz baja-: De excelente humor. Del mejor en muchísimo tiempo.
El muchacho había pasado a la salita donde estaba su madre reclinada en un sofá, con un vaso de cóctel en la mano. Llevaba un vestido nuevo, y Stephan volvió a sentirse gratamente sorprendido por la femenina elegancia de su madre. No se levantó a saludarlo, lo que obligó a Stephan a agacharse para besarla en la mejilla, pero su cálido recibimiento y la forma de invitarle a tomar asiento en el sillón de enfrente le dejaron estupefacto. Detrás de él, su padre, complacido por aquel comienzo de la velada, había ahogado una risita, y luego, señalando el delantal que llevaba puesto, había salido apresuradamente hacia la cocina.
A solas con su madre, el primer sentimiento de Stephan había sido de absoluto terror: miedo a hacer o decir algo que arruinara aquella buena disposición, y que diera al traste con horas, o incluso días, de arduo esfuerzo por parte de su padre. Había comenzado, pues, a responder de manera concisa y tensa a las preguntas de su madre sobre su vida en la universidad; pero, al ver que la actitud de ella denotaba un interés genuino, sus explicaciones fueron haciéndose más y más extensas. En un momento dado se había referido a uno de sus profesores como «una versión mentalmente equilibrada de nuestro ministro de Asuntos Exteriores», frase de la que se sentía particularmente orgulloso y que ya había utilizado muchas veces con gran éxito ante sus condiscípulos, pero que jamás se hubiera arriesgado a pronunciar delante de su madre si la conversación no hubiera ido tan bien hasta entonces. Se había atrevido, pues, y el corazón le había dado un brinco al ver que el semblante de su madre se iluminaba con una chispeante mirada. Aun así tuvo una sensación de alivio cuando su padre entró anunciando que la cena estaba lista.
Habían pasado al comedor, donde el director del hotel había servido ya el primer plato. Comieron en silencio al principio, pero luego su padre -tal vez de forma un tanto brusca, en opinión de Stephan- se había puesto a contar una divertida anécdota de un grupo de huéspedes italianos alojados en el hotel. Cuando hubo terminado, animó a Stephan a contar alguna anécdota suya, y como Stephan comenzara a hacerlo con cierta inseguridad, su padre le apoyó riendo exageradamente. Y así había discurrido la cena: Stephan y su padre turnándose para narrar historias divertidas y apoyándose el uno al otro con cordiales plácemes. La táctica parecía funcionar de maravilla, porque -Stephan casi no podía dar crédito a sus ojos- su madre había empezado a tener largos accesos de risa. La cena, además, había sido preparada con el fanático cuidado del detalle tan característico del director del hotel, y constituía una extraordinaria muestra del arte culinario. También el vino era muy especial, y para cuando los comensales daban cuenta del plato fuerte -una exquisita combinación de ganso y bayas silvestres- la atmósfera de la velada era genuinamente festiva. Llegado un punto, el director del hotel, con el rostro congestionado por el vino y la risa, había inclinado el cuerpo sobre la mesa para decir:
– Habíanos otra vez de aquel albergue de juventud en que te alojaste, Stephan. Ya sabes…, el de los bosques de Borgoña.
Durante un segundo Stephan se había sentido horrorizado. ¿Cómo podía incurrir su padre en un desliz tan obvio, habiéndolo dirigido hasta entonces todo de manera tan impecable? La anécdota en cuestión incluía amplias referencias a la disposición de los cuartos de baño del hostal, y era claramente inadecuada para ser contada delante de su madre. Y, como él se mostrara renuente, su padre le hizo un guiño como diciéndole: «Sí, sí, confía en mí… Funcionará. Le encantará esa historia, será un éxito.» A pesar de sus serias dudas, la fe de Stephan en su padre era tal que se decidió a embarcarse en el relato. No llegó muy lejos, empero, sin que le asaltara el pensamiento de que la que hasta entonces había sido una velada milagrosamente perfecta, estaba a punto de venirse abajo hecha añicos. Sin embargo, incitado por las carcajadas de su padre, había proseguido y escuchado luego con asombro la franca risa materna. Al mirarla a través de la mesa pudo ver que no podía reprimirla, y que sus accesos iban acompañados de gestos de divertido asentimiento. Después, hacia el final de su relato, Stephan captó una mirada de ternura de ella dirigida a su padre. Fue breve, pero inconfundible. Y al director del hotel, a pesar de las lágrimas que la risa hacía saltar de sus ojos, no le había pasado inadvertida: volviéndose a su hijo, le dirigió otro guiño, esta vez con aire triunfal. En aquel instante el joven había sentido en su pecho una oleada de algo muy poderoso. Aún no había tenido tiempo de identificarlo con claridad cuando oyó que su padre le decía:
– Ahora, Stephan, tomémonos un pequeño descanso antes del postre. ¿Por qué no tocas algo dedicado a tu madre para celebrar su cumpleaños? -Acompañó sus palabras de un ademán en dirección a la pared donde se hallaba el piano vertical.
Aquel gesto…, aquel simple ademán señalando el piano del comedor…, quedaría grabado para siempre en la memoria de Stephan, que lo recordaría una y otra vez en el curso de los años. Cada vez que lo evocara volvería a experimentar el mortal escalofrío de entonces. Al principio había mirado a su padre con expresión de incredulidad, pero éste se había limitado a sonreírle, satisfecho, y a mantener inmóvil la mano que apuntaba hacia el piano.
– Vamos, Stephan… Algo que le guste a tu madre. Tal vez alguna pieza de Bach. O de un autor contemporáneo. De Kazan, quizá. O de Mullery…
Estirando el cuello para incluirla en su campo de visión, el joven había visto la cara de su madre suavizada por la sonrisa que le dirigía y por unos rasgos de jovialidad absolutamente nuevos para él. Luego ella, dirigiéndose más al director del hotel que al propio Stephan, había dicho:
– Sí, querido… Creo que Mullery vendría como anillo al dedo. Sería estupendo.