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– Adelante, Stephan -había insistido jovialmente el director del hotel-. Es el cumpleaños de tu madre, después de todo… No la decepciones.

Por la mente de Stephan cruzó como un relámpago la idea de que sus padres conspiraban en su contra, pero la rechazó al instante. Y, ciertamente, por la forma en que le miraban -tan llena de ilusionado orgullo-, era como si se les hubiera borrado por completo de la mente la angustiosa historia en torno a sus escarceos con el piano. En cualquier caso, la protesta que Stephan había empezado a formular quedó ahogada en sus labios, y el muchacho se había levantado de la mesa sin acabar de ser consciente de lo que estaba haciendo.

La situación del piano, adosado a la pared, era tal que cuando Stephan tomó asiento delante de él pudo ver por el rabillo del ojo a sus padres, que aguardaban con los codos apoyados encima de la mesa, ligeramente inclinados el uno hacia el otro. De hecho no pudo evitar volverse para mirarlos, para colmar su deseo de verlos así una última vez: juntos los dos y compartiendo unidos una felicidad sencilla. Luego se había encarado con el piano, abrumado por la certidumbre de que la velada estaba a punto de convertirse en un desastre. Curiosamente, al hacerlo, había comprobado también, que no le sorprendía lo más mínimo aquel último giro de los acontecimientos; que en realidad llevaba mucho rato esperándolo, y que le producía una inconfundible sensación de alivio.

Durante unos segundos, Stephan permaneció sentado ante el piano sin tocar, tratando desesperadamente de sacudirse de encima los efectos del vino y repasar mentalmente la pieza que se disponía a interpretar. Y en un instante de obnubilación hasta contempló la posibilidad de mostrar un nivel interpretativo jamás antes alcanzado -después de todo, la velada había sido tan pródiga en hechos excepcionales…-, y de que al finalizar la pieza vería a sus padres sonrientes, aplaudiendo y dirigiéndose miradas de profundo afecto. Pero le bastó acometer el compás inicial de Epicycloid, de Mullery, para comprender la extrema improbabilidad de tal cosa.

Sin embargo, había seguido tocando. Durante un buen rato -a lo largo de gran parte del primer movimiento- las figuras que entreveía a un extremo de su campo visual habían permanecido totalmente inmóviles. Luego había visto a su madre reclinarse ligeramente en su asiento y llevarse una mano a la barbilla. Algunos compases después, su padre había desviado la mirada y, con las manos cruzadas sobre el regazo, había bajado la cabeza como si estuviera estudiando algún punto concreto de la mesa.

Entretanto, la interpretación avanzaba, y aunque el joven sintió varias veces el deseo casi insuperable de abandonar la pieza a medias, intuía asimismo que esa era, de algún modo, la opción más terrible de todas. Y había continuado. Y, cuando hubo terminado, se quedó unos instantes contemplando el teclado antes de hacer acopio de valor para volverse y ver la escena que le aguardaba.

Ni su padre ni su madre le miraban. Él tenía ahora la cabeza tan hundida, que su frente tocaba casi el tablero de la mesa. Su madre miraba hacia el extremo más distante de la estancia, con aquella expresión de frialdad que le resultaba tan familiar a Stephan y que, asombrosamente, no había sorprendido en ella hasta aquel punto de la velada.

A Stephan le bastó un segundo para hacerse cargo de la situación. Luego, poniéndose en pie, se había apresurado a volver a la mesa, como si con ello pudiera borrar los minutos transcurridos desde que la dejara. Y durante un rato los tres permanecieron sentados en silencio, hasta que su madre se levantó y dijo:

– Ha sido una velada muy agradable. Gracias, gracias a los dos. Pero me siento algo cansada ahora y pienso que debería subir a acostarme.

Al principio pareció que el director del hotel no había oído sus palabras. Pero, cuando la madre de Stephan se dirigió a la puerta, el hombre alzó la cabeza y dijo en voz muy queda:

– El pastel, cariño… Falta el pastel. Y es algo… muy especial.

– Eres muy amable, querido, pero he comido demasiado… Ahora necesito dormir.

– Claro, claro… -asintió el director del hotel hundiendo de nuevo la mirada en la mesa con aire de resignación. Pero al momento siguiente, cuando ya la madre de Stephan salía del comedor, el hombre había erguido el cuerpo para decir en voz alta-: Por lo menos, querida, deja que te lo enseñe. Míralo, nada más… Como te digo, es algo muy especial.

Su madre había titubeado, pero accedido al fin:

– Está bien. Enséñamelo. Pero date prisa. De verdad que necesito dormir. Tal vez sea el vino, pero me encuentro muy cansada.

Al oír esto, el director del hotel se levantó como impulsado por un resorte, e instantes después acompañaba a su mujer fuera del comedor.

El joven oyó los pasos de sus padres camino de la cocina y, apenas un minuto después, volvió a oírlos regresar al pasillo y subir por la escalera. Stephan había permanecido algún tiempo sentado a la mesa. Le llegaron de arriba algunos ruidos, pero no oyó ninguna voz. Hasta que finalmente se le ocurrió que lo mejor que podía hacer era subir al coche y volver a Heidelberg aquella misma noche. Porque no había duda de que su presencia allí a la hora del desayuno difícilmente serviría de ayuda a su padre en la lenta e ingente tarea de recomponer el buen humor de su esposa.

Había salido ya del comedor en un intento de abandonar la casa sin que lo advirtieran cuando en el vestíbulo se encontró con su padre que bajaba la escalera. El director del hotel se había llevado un dedo a los labios, diciendo:

– Tenemos que hablar bajo. Tu madre acaba de acostarse.

Stephan informó a su padre de su intención de partir de inmediato, a lo que el director del hotel respondió:

– ¡Qué lástima! Mamá y yo pensábamos que ibas a quedarte más tiempo. Pero si, como dices, tienes clases por la mañana… Ya se lo explicaré a tu madre. Seguro que lo comprenderá.

– Espero que mamá haya disfrutado con la velada -había dicho Stephan.

Y su padre había sonreído, aunque durante un brevísimo instante antes de hacerlo Stephan sorprendió en su rostro una profunda desolación.

– ¡Oh, sí, claro que sí! Sé que lo ha pasado muy bien. ¡Estaba tan contenta de que hubieras podido tomarte un respiro en tus estudios para viajar hasta aquí…! Me consta que esperaba que te quedaras unos cuantos días, pero no te preocupes. Se lo explicaré.

Aquella noche, mientras conducía por las desiertas autopistas, Stephan había reconsiderado una y otra vez todos los aspectos de lo ocurrido en aquella velada… y seguirá haciéndolo luego, reiteradamente, en el curso de los siguientes años. Con el tiempo había ido menguando poco a poco la angustia que sentía al evocar aquella ocasión tan penosa, pero ahora la inexorable proximidad de la noche del jueves le había traído muchos de sus viejos terrores, y lo había hecho regresar, mientras viajábamos en la noche lluviosa, a aquella penosa velada vivida algunos años antes.

Sentí lástima por él, y rompí el silencio para decirle:

– Ya sé que no es asunto de mi incumbencia, y confío en que no tomará a mal mis palabras, pero pienso que sus padres han sido injustos con usted en lo relativo a su modo de tocar el piano. Mi consejo es que trate de disfrutar cuanto pueda tocándolo, que obtenga de ello satisfacción y sentido, con independencia de lo que ellos piensen.

El joven reflexionó unos momentos sobre mis palabras, y luego dijo:

– Le agradezco mucho, señor Ryder, que se interese por mi situación y demás… Pero, en realidad…, bien, para decirlo sin ambages…, me temo que no pueda usted entenderlo. Comprendo que, para un extraño, la actitud de mi madre aquella noche pueda parecer un poco…, ¿cómo diría?…, un poco desconsiderada. Pero sería injusto con ella, y lamentaría que se llevara usted una impresión equivocada. Ha de verlo todo en su contexto… Todo empezó cuando yo tenía cuatro años y la señora Tilkowski fue mi profesora de piano. Supongo que eso no tiene por qué decirle gran cosa, señor Ryder…, pero, comprenda…, la señora Tilkowski no es una profesora de piano cualquiera, sino un personaje muy estimado en esta ciudad. Sus servicios no se hallan a disposición de quien pueda pagarlos…, aunque, naturalmente, cobra por prestarlos. Quiero decir, que es muy seria en su trabajo y que sólo acepta como alumnos a los hijos de la élite artística e intelectual de nuestra ciudad. Por ejemplo, dio clases de piano a las dos hijas de Paulo Rozario, el pintor surrealista, que vivió aquí algún tiempo. Y a los hijos del profesor Diegelmann. Y también a las sobrinas de la condesa. Escoge muy cuidadosamente a sus alumnos, por lo que fui muy afortunado cuando me aceptó, en particular teniendo en cuenta que mi padre, en aquel entonces, no había alcanzado el estatus social de que hoy goza en nuestra comunidad. Pero supongo que mis padres ya estaban consagrados a las artes como lo están hoy. En los recuerdos de mi infancia los veo hablando siempre de artistas y de músicos, y de lo importante que era prestarles apoyo. Mamá casi no sale de casa ahora, pero entonces llevaba una vida social mucho más intensa. Si, por ejemplo, visitaba la ciudad algún músico o una orquesta, siempre se sentía obligada a hacer algo para agasajarles. No le bastaba con acudir al concierto, sino que procuraba verlos después en el camerino para expresarles de viva voz sus elogios. Y lo hacía incluso en las ocasiones en que el artista no se había lucido especialmente, a fin de brindarle unas palabras de ánimo y de ofrecerle algunas sugerencias amables. De hecho invitaba a menudo a los músicos a venir de visita a casa, o se ofrecía a acompañarlos para enseñarles la ciudad. Cierto que habitualmente las agendas de los visitantes eran muy apretadas y no disponían de tiempo para aceptar su ofrecimiento pero, como su propia experiencia podrá corroborar, esas invitaciones son de lo más oportunas para elevar la moral de un intérprete. En cuanto a mi padre, estaba siempre sumamente ocupado, pero también lo recuerdo poniendo su granito de arena. Si se ofrecía una recepción en honor de algún visitante célebre, papá se consideraba obligado a acompañar a mamá al acto, por absorbentes que fueran sus ocupaciones, para desempeñar su propio papel en la bienvenida. Así que compréndame, señor Ryder… Hasta donde alcanzan mis recuerdos, mis padres siempre han sido personas muy cultas, conscientes de la importancia que tienen las artes en nuestra sociedad… Y ésa debió de ser, con toda seguridad, la razón por la que la señora Tilkowski decidió finalmente aceptarme como discípulo. Ahora veo que aquello tuvo que representar entonces para mis padres un auténtico triunfo, y en especial para mamá, que fue probablemente quien se encargó de realizar las gestiones. ¡Y allí estaba yo, recibiendo lecciones de la señora Tilkowski en compañía de los hijos del señor Rozario y del profesor Diegelmann! Sin duda fue para los dos un motivo de orgullo. Y durante los primeros años lo hice realmente bien, hasta el punto de que la señora Tilkowski dijo de mí en cierta ocasión que era el más prometedor de todos los alumnos que había tenido en su vida… Las cosas fueron como una seda hasta…, bueno, hasta que cumplí los diez años.

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