La escalera descendía bruscamente entre altos setos y arbustos. Y al poco me vi junto a la carretera, contemplando la puesta de sol sobre el campo que se extendía al otro lado de la calzada. La escalera me había conducido a un punto donde la carretera describía una cerrada curva, pero después de caminar por ella un trecho vi que la vista se ensanchaba. Un poco más allá se divisaba la colina por cuya ladera había subido antes -la silueta de la pequeña cabana, cerca de la cima, se recortaba contra el cielo-, y vi el coche de Hoffman aparcado en el entrante del arcén donde me había dejado horas antes.
Caminé en dirección al coche pensando en la conversación que acababa de mantener con Pedersen. Recordé cómo lo había conocido en el cine, cuando la alta estima en que me tenía era patente tanto en su actitud como en sus palabras. Ahora, pese a sus buenos modos, también era patente que se sentía profundamente decepcionado en relación conmigo. El pensamiento me resultaba extrañamente turbador, y, mientras avanzaba por el arcén contemplando cómo se ponía el sol, iba sintiéndome más y más irritado por no haber procedido con mayor cautela en el asunto del monumento Sattler. Cierto que, como le había señalado a Pedersen, fue la decisión que me pareció más acertada en aquel momento. Pero no podía hurtarme a la mortificante sensación de que, pese a las limitaciones de tiempo, pese a las enormes presiones que había tenido que soportar, para entonces debería haber estado mucho mejor informado. Incluso ahora, tan tardíamente ya, con la crucial velada prácticamente encima, seguían existiendo ciertos aspectos de la problemática local que distaban mucho de estar claros. Ahora veía lo erróneo de no haberme entrevistado horas antes con el Grupo Ciudadano de Ayuda Mutua…, y todo por un ensayo -según había comprobado- perfectamente prescindible.
Cuando llegué al coche de Hoffman, me sentía cansado y descorazonado. Hoffman se hallaba al volante, escribiendo afanosamente en un cuaderno, y no se percató de mi llegada hasta que abrí la portezuela para subir al coche.
– Ah, señor Ryder -exclamó, apartando rápidamente el cuaderno-. ¿Qué tal le ha ido el ensayo?
– Oh, muy bien.
– ¿Y el sitio? -Puso el motor en marcha-. ¿Qué le ha parecido?
– Excelente, señor Hoffman, muchas gracias. Pero ahora debo llegar a la sala de conciertos tan pronto como sea posible. Nunca se sabe los ajustes que pueden ser necesarios en el último momento.
– Por supuesto. De hecho, también yo tengo que ir inmediatamente a la sala de conciertos. -Miró el reloj-. Debo supervisar el servicio de cocina. Cuando he estado allí hace una hora, me ha complacido comprobar que todo iba muy bien. Pero, claro, el desastre puede surgir en cualquier momento.
Hoffman dejó el arcén y salió a la calzada, y durante un rato condujo en silencio. La carretera, aunque con algo más de tráfico que en el viaje de ida, seguía bastante despejada, y Hoffman alcanzó enseguida una velocidad razonablemente alta. Me puse a contemplar los campos y traté de relajarme, pero mi mente volvía a la velada que tenía por delante. Al rato oí que Hoffman me decía:
– Señor Ryder, espero que no le importe que vuelva a mencionar el asunto. Un pequeño asunto. Seguro que lo ha olvidado…
Soltó una risita y sacudió la cabeza.
– ¿A qué se refiere, señor Hoffman?
– Me refiero a los álbumes de mi esposa. Quizá recuerde usted que le hablé de ellos cuando nos conocimos. Mi esposa lleva tantos años siendo admiradora suya…
– Sí, claro que me acuerdo. Tiene varios álbumes con recortes de mi carrera. Sí, sí, no lo había olvidado. De hecho, por muy atareado que haya estado, siempre he tenido muchas ganas de verlos…
– Se ha dedicado a su confección con verdadera devoción, señor. Durante muchos años. A veces le ha costado Dios y ayuda conseguir ciertos números atrasados de periódicos y revistas donde aparecían importantes artículos sobre usted. De verdad, señor, para mí ha sido una maravilla presenciar tal dedicación. Y para ella supondría tanto…
– Señor Hoffman, tengo intención de examinar esos álbumes sin tardanza. Como le he dicho, tenía muchas ganas de verlos. Sin embargo, en este preciso momento, querría aprovechar la ocasión para discutir ciertos aspectos, bueno, ciertos aspectos relativos al acto de esta noche…
– Como desee, señor. Pero puedo asegurarle que todo está preparado. No tiene que preocuparse en absoluto.
– Sí, sí, no lo dudo. Sin embargo, y dado que el acontecimiento se nos está echando ya encima, no estaría de más si nos ocupáramos un poco de todo ello. Por ejemplo, señor Hoffman, está el asunto de mis padres. Si bien tengo la mayor confianza en que la gente de esta ciudad sabrá brindarles todo el cuidado que precisan, el caso es que ambos tienen la salud precaria, y por tanto apreciaría sobremanera…
– Oh, por supuesto, lo entiendo perfectamente. Y si me permite decirlo, resulta de lo más conmovedor el que se preocupe usted tanto por sus padres. Me complace mucho asegurarle que se han hecho todos los preparativos necesarios para su comodidad y bienestar. Un grupo de encantadoras y competentes damas locales ha sido comisionado para cuidar de ellos durante su estancia entre nosotros. Y en cuanto al acto de esta noche, hemos planeado algo especial para ellos, una pequeña «fioritura» que espero sea de su agrado. Como sin duda sabe, nuestra empresa local Seeler Brothers, fabricantes de carruajes, fue célebre en su día por haber servido a una distinguida clientela tanto de Francia como de Inglaterra. Pues bien, la ciudad aún conserva algunos espléndidos ejemplos de su industria, y se me ocurrió que a sus padres les sería grato llegar a la sala de conciertos en uno de esos refinados carruajes, al cual engancharemos un par de engalanados purasangres. ¿Se imagina la escena, señor Ryder? A esa hora la explanada de la entrada de la sala de conciertos estará toda iluminada, y en ella se hallarán congregados todos los miembros destacados de nuestra comunidad, riendo y saludándose, con sus mejores galas, y se palpará la expectación en el ambiente. Los coches, claro está, no podrán entrar en la explanada, de modo que la gente irá llegando a pie desde los árboles cercanos. Y una vez que los asistentes se hayan agrupado en la explanada, junto a la entrada…, ¿se lo imagina, señor?, de la oscuridad del bosque llegará el sonido de unos caballos que se acercan. Las damas y caballeros dejarán de hablar de inmediato, y volverán la cabeza. El ruido de los cascos se hará más y más fuerte, se acercará gradualmente al retazo de luz de la explanada. Y entonces se harán visibles los espléndidos caballos, el cochero con frac y chistera, ¡el rutilante carruaje de los Seeler Brothers llevando en su interior a sus encantadores padres! ¿Se imagina la expectación, la agitación que embargará a los invitados en ese momento? Por supuesto, sus padres no tendrán que ir en el carruaje mucho tiempo, sólo el estrictamente necesario para recorrer la avenida central que atraviesa el bosque. Y, se lo aseguro, el carruaje al que me refiero es una lujosa obra maestra. Sus padres lo encontrarán tan seguro y cómodo como una limusina. Habrán de soportar, como es lógico, un ligero bamboleo, pero eso, en un carruaje de esa categoría, se convierte incluso en un elemento sedante. ¿Visualiza usted la escena, señor Ryder? He de confesar que, en un principio, pensé organizar este agasajo para usted, para su llegada, pero me di cuenta de que en esa fase temprana preferiría usted permanecer en segundo plano. Y, además, no quería que menguara ni un ápice el impacto de su aparición en el escenario. Luego, cuando supe la feliz nueva de que también sus padres nos honrarían con su visita, pensé inmediatamente: «¡Oh, la solución ideal!» Sí, señor, la llegada de sus padres abrirá la velada maravillosamente. No esperamos, como es lógico, que después de bajarse del carruaje vayan a quedarse de pie en la entrada como los demás invitados. Se les conducirá de inmediato a los asientos preferentes que ocuparán en el auditórium, y ello servirá de señal para que los invitados comiencen a entrar para tomar asiento en sus localidades. Y luego, poco después de esto, dará comienzo la parte formal de la velada. Empezaremos por un breve recital de piano a cargo de mi hijo Stephan. ¡Ja, ja! Admito que me he tomado una libertad quizá excesiva en este punto. Pero Stephan anhelaba tanto presentarse en un escenario, y yo entonces creía, quizá neciamente, que… Bien, no tiene sentido hablar de eso ahora. Stephan ofrecerá un pequeño recital, con el fin de crear una cierta atmósfera. Durante esta parte de la velada la luz permanecerá encendida para facilitar el que la gente encuentre sus asientos, se salude, charle en los pasillos y demás… Luego, una vez que todo el mundo se haya acomodado, las luces se harán más tenues. Se pronunciarán unas palabras formales de bienvenida. A continuación, y conforme al programa, saldrá la orquesta, tomará asiento en sus puestos, afinará sus instrumentos. Y entonces, tras una pequeña pausa, aparecerá en escena el señor Brodsky. Y…, y dirigirá la orquesta. Cuando termine de hacerlo, y cesen los…, esperemos, presumamos que así sea…, los atronadores aplausos, y el señor Brodsky haya hecho multitud de reverencias, seguirá un pequeño descanso. No un intermedio exactamente: no permitiremos que los asistentes abandonen sus asientos. Será más bien un breve período de cinco o seis minutos, en el que las luces volverán a encenderse a plena intensidad para que la gente pueda poner en orden sus pensamientos. Luego, mientras la gente sigue intercambiando puntos de vista, el señor Von Winterstein aparecerá en el escenario, delante del telón. Y procederá a una sencilla presentación. De no más de unos minutos (¿es necesaria acaso alguna presentación?). Y desaparecerá tras los bastidores. La sala de conciertos, entonces, se verá sumida en la oscuridad. Y llegamos al momento, señor. Al momento de su aparición. Éste es un punto, ciertamente, que deseaba tratar con usted, ya que, en cierta medida, su colaboración será esencial. Verá, señor, nuestra sala de conciertos es sumamente bella, pero al ser tan vieja carece de ciertas instalaciones que uno daría por descontadas en un edificio más moderno. Las de cocina, por ejemplo, como creo haber mencionado ya, distan de ser las adecuadas, y nos obligan a depender en gran medida de las del hotel. Pero a lo que voy, señor, es a lo siguiente: he tomado prestado del polideportivo, sumamente moderno y bien equipado, el marcador electrónico situado en lo alto del estadio. (¡En este momento el estadio debe de tener un aire muy desolado sin él! Con todos esos negros y feos cables colgando del lugar que normalmente ocupa…) Bien, volvamos a lo que estaba diciendo. El señor Von Winterstein, después de su presentación, desaparecerá tras los bastidores. El auditórium entero, por espacio de un instante, se sumirá en la oscuridad, y en el curso de ese instante se abrirá el telón y se encenderá un foco que iluminará el punto donde se halla usted, de pie tras el atril, en el centro del escenario. Entonces, obviamente, el auditorio estallará en arrebatados aplausos. Luego, cuando cesen los aplausos, y antes de que haya dicho usted ni una palabra…, siempre que, como es lógico, nos dé usted su conformidad…, una voz atronará la sala y formulará la primera pregunta. La voz será la de Horst Jannings, nuestro actor más veterano. Estará en el control de sonido, hablando a través del sistema de megafonía. Horst posee una bonita y rica voz de barítono, e irá leyendo despacio las preguntas. Y al hacerlo, ¡y ésta ha sido mi pequeña idea, señor!, las palabras irán apareciendo simultáneamente en el marcador electrónico, situado en lo alto del escenario, justo encima de su cabeza. ¿Se da usted cuenta? Hasta el momento, y debido a la oscuridad, nadie ha podido ver el marcador, de forma que será como si las palabras aparecieran en el aire, sobre su cabeza. ¡Ja, ja! Perdóneme, pero pensé que el efecto contribuiría al dramatismo de la ocasión, y al mismo tiempo ayudaría a aclarar un tanto las cosas. Las palabras en el marcador, me atrevo a aventurar, servirán para que algunos de los presentes recuerden la gravedad e importancia de los asuntos que usted estará a punto de tratar. Porque, la verdad, con toda esta excitación, será muy fácil que cierta gente pase por alto concentrarse. Bien, ya ve, señor, con mi pequeña idea no les será posible dejar de hacerlo. Cada pregunta estará allí, delante de sus ojos, en letras gigantescas. Así que, si nos da su aprobación, eso es lo que haremos. Se oirá la primera pregunta, que aparecerá en el marcador, y usted la responderá desde el atril, y, una vez que haya terminado, Horst leerá la siguiente pregunta, y así sucesivamente. Lo único que le pido, señor Ryder, es que al final de cada respuesta deje el atril y se acerque hasta el borde del escenario para saludar con una inclinación de cabeza. La razón de lo que le pido es doble. En primer lugar, y debido al carácter temporal de la instalación del marcador en este emplazamiento, existen ciertas, e inevitables, dificultades técnicas. El técnico electrónico tardará varios segundos en «cargar» cada pregunta en el marcador, y además habrá un desfase de otros quince o veinte segundos hasta que las palabras empiecen a aparecer en la pantalla electrónica. Así que, como ve, el hecho de acercarse al borde del escenario a saludar dará lugar al inevitable aplauso, con lo que podremos evitar la serie de incómodas pausas que de otro modo se producirían en los cambios de preguntas. Entonces, cuando los aplausos vayan cesando, la voz de Horst y el marcador formularán la siguiente pregunta, y usted tendrá tiempo suficiente para volver al atril. Hay además, señor, otra razón que hace recomendable esta estrategia. Al acercarse al borde del escenario para saludar, el técnico electrónico sabrá sin ambigüedades que usted ha finalizado su respuesta. Deseamos evitar a toda costa la eventualidad de que el marcador, por ejemplo, empiece a mostrar la siguiente pregunta mientras usted sigue hablando. Porque, como ya he dicho, debido al problema del desfase, podría darse muy fácilmente tal eventualidad. Usted parece haber terminado, cuando en realidad está haciendo una pausa, quizá a la espera de que se le ocurra una precisión final pertinente, y en el momento en que usted vuelve a hablar el técnico ya ha empezado a poner la siguiente pregunta en el marcador… ¡Ja! ¡Qué desastre! ¡Ni pensemos en ello siquiera! Así que, señor, permítame sugerirle la sencilla pero efectiva argucia de acercarse al proscenio al final de cada pregunta. De hecho, señor, y a fin de dar al técnico unos segundos más para «cargar» la siguiente pregunta, convendría también que pudiera dirigirle alguna casi imperceptible seña indicativa de que está a punto de llegar al final de la respuesta. Un discreto encogimiento de hombros, por ejemplo. Huelga decir, señor Ryder, que tales medidas se hallan supeditadas a su aprobación. Si no le agrada alguna de ellas, por favor, dígalo con franqueza.