Mientras Hoffman hablaba se había ido formando en mi cerebro una imagen enormemente vivida de la velada que me aguardaba. Podía oír los aplausos, el zumbido del marcador electrónico sobre mi cabeza… Me veía a mí mismo ejecutando el pequeño encogimiento de hombros, dirigiéndome hacia la cegadora luz del proscenio… Y al darme cuenta de lo poco preparado que estaba para el evento, me asaltó una curiosa, ensoñadora sensación de irrealidad. Vi que Hoffman esperaba mi respuesta, y dije cansinamente:
– Me parece estupendo, señor Hoffman. Lo tiene todo perfectamente planeado.
– Ah, ¿así que lo aprueba? Todos los detalles, todo… -Sí, sí -dije, moviendo la mano con impaciencia-. El marcador electrónico, el acercarme hasta el proscenio, el encogimiento de hombros, sí, sí… Todo muy bien planeado.
– Ah. -Hoffman siguió con expresión vacilante unos segundos, pero luego pareció convencerse de que le había hablado sinceramente-. Espléndido, espléndido. Todo arreglado, pues. -Asintió para sí mismo, y durante un rato guardó silencio. Luego le oí susurrar, de nuevo para sí mismo, sin apartar la vista de la carretera-: Sí, sí. Todo arreglado.
En el curso de los minutos siguientes Hoffman no me dijo nada, pero siguió mascullando cosas en voz muy baja. La mayor parte del cielo tenía ahora una tonalidad rosada, y a medida que la carretera fluctuaba a derecha e izquierda a través de las tierras de labrantío el sol daba de lleno en el parabrisas, inundando el habitáculo con su fulgor y haciéndonos parpadear. En un momento dado, miraba yo por la ventanilla cuando oí que Hoffman decía de pronto con voz entrecortada:
– ¡Un buey! ¡Un buey, un buey, un buey!
Lo había dicho en un susurro, como para sus adentros, pero sentí un sobresalto y me volví para mirarle. Y vi que Hoffman seguía inmerso en su propio mundo, con la mirada fija en la lejanía y asintiendo para sí mismo. Miré en torno a mí los campos, y aunque vi ovejas en muchos de ellos no alcancé a ver buey alguno. Recordé vagamente que en una ocasión anterior, yendo en coche con él, le había visto hacer algo semejante, pero pronto perdí interés en el asunto.
Poco después nos encontramos de nuevo en las calles de la ciudad, y el tráfico se transformó de pronto en una cansina caravana. Las aceras estaban llenas de gente que volvía del trabajo, y muchas tiendas habían encendido ya las luces de los escaparates. Viéndome de nuevo en la ciudad, sentí que recuperaba en parte la confianza en mí mismo. Pensé que, una vez en la sala de conciertos, una vez que hubiera tenido ocasión de pisar el escenario y supervisar los preparativos en curso, volverían a encajar muchas de las cosas que me preocupaban.
– Créame, señor -dijo de pronto Hoffman-. Todo va a estar en orden. No tiene por qué preocuparse. Esta ciudad va a tratarle a cuerpo de rey. Y en relación con el señor Brodsky, sigo teniendo plena confianza en él.
Decidí que debía dar alguna muestra de optimismo, y dije en tono alegre:
– Sí, estoy seguro de que el señor Brodsky estará espléndido esta noche. Hace un rato parecía en plena forma.
– Oh, ¿sí? -Hoffman me dirigió una mirada perpleja-. ¿Lo ha visto usted hace poco?
– En el cementerio, hace un rato. Y, como le digo, lo vi muy seguro de…
– ¿El señor Brodsky ha estado en el cementerio? Me pregunto qué habrá estado haciendo…
Hoffman me miró inquisitivamente, y por un momento pensé contarle el episodio del entierro y de la soberbia intervención de Brodsky. Pero finalmente no me vi con fuerzas para hacerlo, y me limité a decir:
– Creo que tiene una cita. Con la señorita Collins.
– ¿Con la señorita Collins? Santo Dios. ¿De qué diablos se trata?
Lo miré, un tanto sorprendido por su reacción.
– Al parecer existen ciertas probabilidades de que se reconcilien -dije-. Si se llega a tan feliz desenlace, señor Hoffman, será una cosa más de la que, en parte, podrá usted reclamar legítimamente la autoría.
– Sí, sí… -Hoffman, ceñudo, reflexionaba acerca de algo-. ¿El señor Brodsky está ahora en el cementerio? Es curioso, muy curioso.
A medida que nos adentrábamos en el centro de la ciudad, el tráfico se iba haciendo más denso, y en un momento dado, en una callejuela estrecha, tuvimos que detenernos. Hoffman parecía cada vez más preocupado, y se volvió hacia mí y me dijo:
– Señor Ryder, tengo que ocuparme de un asunto. Le veré luego en la sala de conciertos, pero ahora… -Miró el reloj con patente expresión de pánico-. Debo atender un…, cierto asunto… -Asió con fuerza el volante y se quedó mirándome fijamente-. Señor Ryder, verá: por culpa de este maldito sistema de direcciones únicas y del diabólico tráfico vespertino, tardaremos bastante en llegar a la sala de conciertos en coche. Mientras que a pie… -Señaló con el dedo a través de la ventanilla de mi lado-. Allí es. La tiene ante sus ojos. A no más de unos minutos a pie. Sí, señor, aquel tejado de allí…
Divisé un gran tejado en forma de cúpula que se alzaba sobre los edificios circundantes. Ciertamente no parecía muy lejos, apenas a unas cuantas manzanas.
– Señor Hoffman -dije-, si tiene algo urgente que hacer, iré muy gustoso a pie.
– ¿De veras? ¿Me disculpa la indelicadeza? El tráfico avanzó imperceptiblemente, y segundos después volvió a detenerse.
– Lo cierto es que me vendrá bien un paseo -dije-. La tarde parece agradable. Y, como usted dice, no está lejos.
– ¡Este infernal sistema de direcciones únicas! ¡Podríamos seguir aquí parados otra hora! Señor Ryder, le quedaré enormemente agradecido si no me lo toma en cuenta. Pero ya ve, hay algo que debo…, de lo que debo ocuparme…
– Sí, sí, por supuesto. Iré andando. Usted ya ha sido sumamente amable conmigo, trayéndome a la ciudad a esta hora punta. He de darle las gracias por sus desvelos.
– Llegará a la parte de atrás de la sala de conciertos. No tiene más que dirigirse hacia aquella cúpula. No la pierda de vista: no tiene pérdida.
– No se preocupe, por favor. No me perderé. Corté en seco su nuevo intento de excusarse, le di las gracias y me apeé en la acera.
Era una calle estrecha. Eché a andar y pasé por delante de una hilera de librerías especializadas y de las agradables fachadas de unos cuantos hoteles de turistas. No era difícil orientarse sin perder de vista la cúpula, y agradecí aquella oportunidad de pasear al aire fresco de la tarde.
Cuando llevaba recorridas dos o tres manzanas, sin embargo, me asaltaron unos cuantos pensamientos turbadores que no logré apartar de mi cabeza. Para empezar, había muchas probabilidades de que la tanda de preguntas y respuestas no saliera todo lo bien que uno podría desear. Ciertamente, si tomábamos como patrón la intensidad emocional mostrada por los deudos del cementerio, la posibilidad de escenas desagradables no podía en absoluto descartarse. Además, si la tanda de preguntas y respuestas tomaba derroteros verdaderamente peligrosos, era muy probable que mis padres, al presenciar la escena con creciente horror y embarazo, exigieran ser sacados de inmediato del auditórium. En otras palabras, se marcharían antes de que yo tuviera la oportunidad de tocar el piano, y en tal caso…, quién sabe cuándo volvería a presentárseles la ocasión de oírme… Y, lo que era aún peor, si las cosas se ponían realmente mal cabía la posibilidad de que alguno de ellos tuviera un ataque. Estaba seguro de que, segundos antes de que empezara a tocar, mi padre y mi madre se verían embargados por un absoluto asombro, pero, entretanto, la cuestión de las preguntas y respuestas seguía pareciéndome harto problemática.
De pronto caí en la cuenta de que me hallaba tan metido en estas preocupaciones que había perdido de vista la cúpula del auditórium. No me importó demasiado, porque supuse que pronto volvería a verla detrás de algún edificio. Pero a medida que avanzaba la calle se iba haciendo más estrecha y los edificios, de seis o siete pisos, cada vez más altos, de forma que apenas podía ver el cielo, y menos aún la cúpula del auditórium. Decidí tomar una calle paralela, pero después de doblar una esquina me vi vagando por una serie de pequeñas callejuelas, quizá en círculo, sin divisar en ningún momento la cúpula ni el edificio del auditórium.
Al cabo de unos minutos empezó a invadirme el pánico, y pensé en pararme y preguntar por dónde se iba. Pero después pensé que no era una buena idea. Durante todo el tiempo que me había pasado caminando, la gente se había vuelto -e incluso parado en seco en medio de la acera- para mirarme. Yo había sido vagamente consciente de ello, aunque en mi afán por encontrar el camino no le había concedido demasiada importancia. Pero ahora me daba cuenta de que, dada la inminencia del acto en la sala de conciertos, y dado todo lo que había en juego, no me convenía ser visto vagando por las calles, obviamente extraviado e indeciso. Hice un esfuerzo y erguí el cuerpo, y adopté el porte de quien, con todos sus asuntos bajo control, se está dando un relajante paseo por la ciudad. Me forcé a aminorar el paso y sonreí afablemente a quienes se volvían a mi paso para mirarme.
Al final torcí una esquina y vi, más cercana que nunca, la sala de conciertos. La calle que acababa de tomar era más ancha que las otras, con cafés y tiendas vivamente iluminadas en ambas aceras. La cúpula no se hallaba a más de una o dos manzanas, un poco más allá de donde la calle se perdía de vista tras una curva.
Me sentí no sólo aliviado, sino también mucho más seguro en relación con la velada que me aguardaba. La sensación que había experimentado antes -que todo encajaría cuando llegara a la sala y me viera sobre el escenario- me tranquilizó de nuevo, y empecé a recorrer la calle con ánimo muy cercano al entusiasmo.
Pero entonces, al doblar la esquina, me topé con algo realmente inesperado. Un poco más adelante había un muro de ladrillo que me cortaba el paso, que iba, de hecho, de un lado a otro de la calle. Mi primer pensamiento fue que tras el muro habría una vía férrea, pero enseguida me percaté de que los altos edificios de ambos lados continuaban por encima del muro hasta perderse de vista. Aquel muro despertó mi curiosidad, ciertamente, pero al principio no lo consideré un problema, porque pensé que cuando llegara a él encontraría un arco o pasadizo subterráneo que me permitiría el paso al otro lado. La cúpula, en cualquier caso, se hallaba ahora muy cerca, iluminada por focos y recortada contra el cielo del crepúsculo.
Pero cuando me acerqué y me vi ante el muro caí en la cuenta de que no existía tal paso. Las aceras de ambos lados de la calle se encontraban sin más con el muro de ladrillo. Miré en torno, perplejo, y recorrí de un extremo a otro el muro, negándome a aceptar que no hubiera paso alguno, o siquiera un mero hueco por donde deslizarme hasta el lado opuesto. Nada. Finalmente, después de permanecer un momento allí de pie, impotente, ante el muro, le hice una seña a un viandante -una mujer de mediana edad que salía de una tienda de regalos cercana-, y le dije: