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– Nunca ha sido uno de los nuestros. Tienes que comprenderlo, Boris. Nunca te querrá como un padre verdadero.

Pasaron, entre apreturas, otros pasajeros. Alcé la mano al aire y grité:

– ¡Boris!

El chico, rezagándose del grupo que se disponía a apearse, volvió a mirarme.

– ¡Boris! El viaje en autobús, ¿te acuerdas? Aquel viaje al lago artificial. ¿Te acuerdas, Boris, de lo bien que lo pasamos? ¿De lo amables que fueron todos en el autobús? Los pequeños regalos que nos hicieron, la canción… ¿Te acuerdas, Boris?

Los pasajeros empezaron a apearse. Boris me dirigió una última mirada y desapareció de mi vista. Seguí recibiendo empujones de gente que quería apearse, y finalmente el tranvía reanudó la marcha.

Me quedé allí quieto un momento, y luego me di la vuelta y me dirigí a mi asiento. El electricista, al ver que volvía a sentarme frente a él, me sonrió alegremente. Luego, instantes después, vi que se inclinaba hacia mí y me daba una palmadita en el hombro, y entonces sentí la humedad en las mejillas y caí en la cuenta de que estaba llorando.

– Mire -me estaba diciendo el electricista-, todo nos parece horrible cuando nos sucede. Pero todo pasa, nada es tan terrible como parece. Alegre esa cara. -Siguió diciendo frases vacías de ese tenor, y yo seguí llorando. Y al final le oí decir-: Oiga, ¿por qué no desayuna un poco? ¿Por qué no come algo, como hacemos todos? Se sentirá mucho mejor. Vamos. Vaya y coma algo.

Alcé la mirada y vi que tenía un plato sobre el regazo, con un cruasán a medio comer y una pequeña porción de mantequilla. Tenía las rodillas llenas de migas.

– Ah -dije, enderezándome y recuperando la compostura-. ¿Dónde ha conseguido eso?

El electricista señaló hacia mi espalda. Me volví y vi cierto número de personas agrupadas al fondo del tranvía, donde se había dispuesto una especie de bufé. Advertí también que la mitad trasera del tranvía se hallaba ahora muy concurrida, y que la gente que nos rodeaba comía y bebía. El desayuno del electricista era modesto en comparación con muchos de los que veía en otras personas. Y vi que, al fondo, la gente se abría paso hacia grandes bandejas de huevos, bacon, tomates, salchichas…

– Vamos -repitió el electricista-. Vaya a servirse algo. Luego hablaremos de sus problemas. O, si prefiere, podemos olvidarnos de ellos y charlar de lo que le apetezca, de cualquier cosa que pueda levantarle el ánimo. De fútbol, de cine… De lo que le venga en gana. Pero lo primero que tiene que hacer es desayunar un poco. Tiene aspecto de no haber comido en mucho tiempo.

– Tiene usted razón -dije-. Ahora que lo pienso, llevo mucho tiempo sin comer. Pero, por favor, dígame: ¿adonde va este tranvía? Tengo que ir a mi hotel a hacer las maletas. Ya ve, tengo que coger el avión para Helsinki esta misma mañana. Así que he de irme al hotel enseguida.

– Oh, el tranvía puede dejarle en el punto de la ciudad que usted desee. Más o menos. Es lo que llamamos el circuito matinal. También tenemos el circuito nocturno. Y dos veces al día hay un tranvía que hace el circuito entero. Oh, sí, en este tranvía puede usted ir a donde quiera. Y en el de la noche también, aunque el ambiente es completamente diferente. Oh, sí, es un tranvía maravilloso…

– Me parece magnífico. Bien, entonces discúlpeme. Creo que seguiré su sugerencia e iré a desayunar algo. De hecho, tiene usted toda la razón. Sólo con pensarlo me siento ya mucho mejor.

– Así se habla -dijo el electricista, y levantó el medio cruasán a modo de saludo.

Me levanté y fui hasta el fondo del tranvía. Me recibieron varios aromas. La gente estaba sirviéndose, pero miré por encima de sus hombros y vi un gran bufé dispuesto sobre una mesa semicircular adosada a la parte inferior de la ventanilla trasera. Había prácticamente de todo: huevos revueltos, huevos fritos, fiambres y embutidos, patatas salteadas, champiñones, tomates asados… Una gran fuente con arenques enrollados y otros pescados preparados, dos enormes cestas llenas de cruasanes y de diferentes tipos de panecillos, un bol de cristal con frutas frescas, multitud de jarras de café y zumos… Todos los que se agrupaban en torno al bufé parecían sobremanera ávidos por servirse, y a pesar de ello la atmósfera era sumamente cordial: se pasaban las cosas unos a otros, se intercambiaban alegres comentarios…

Cogí un plato, y al hacerlo miré a través de la ventanilla las calles que íbamos dejando atrás, y sentí que mi ánimo mejoraba aún más. Las cosas, a la postre, no habían salido tan mal. Fueran cuales fueren los desencantos que me hubiera podido causar esta ciudad, no había duda de que mi presencia en ella había merecido un alto aprecio (al igual que en cualquiera de los lugares que había visitado a lo largo de mi carrera). Y ahora heme ahí, a punto de concluir mi estancia en la ciudad, frente a un soberbio bufé que me brindaba prácticamnete todo lo que podría haber deseado para el desayuno. Los cruasanes, por ejemplo, parecían particularmente tentadores. Por la forma en que los pasajeros de todo el tranvía los estaban devorando, debían de ser, en efecto, casi recién hechos y de la calidad más excelente. Y no sólo los cruasanes: todo lo que miraba se me antojaba irresistible.

Empecé a servirme un poco de cada fuente. Al hacerlo me imaginé acomodado ya en mi asiento, en animada charla con el electricista, mirando entre bocado y bocado las calles de las primeras horas de la mañana. El electricista era para mí, en muchos aspectos, la persona ideal con la que charlar en aquel momento. Tenía, a todas luces, buen corazón, pero al mismo tiempo procuraba escrupulosamente no resultar indiscreto. Lo miré y vi que seguía comiendo su cruasán, sin prisa alguna por apearse del tranvía. De hecho, daba la impresión de estar acomodado allí para quedarse mucho tiempo. Y, dado que el tranvía era un «circular», si nuestra charla nos resultaba placentera, era de ese tipo de personas capaces de no apearse al llegar a su parada y continuar en el tranvía hasta completar otra vuelta y llegar de nuevo a ella. El bufé también -era obvio- seguiría allí durante cierto tiempo, de modo que, de cuando en cuando, en mitad de la conversación, podríamos levantarnos e ir a llenar nuestros platos de nuevo. Podía imaginarnos, incluso, exhortándonos repetida y mutuamente para que comiéramos más: «¡Ánimo! ¡Una salchicha más! ¡Sólo una salchicha más! Vamos, déme su plato, se la serviré yo mismo.» Seguiríamos allí sentados, juntos, comiendo, cambiando impresiones sobre fútbol y sobre cualquier otra cosa que nos viniera en gana, mientras afuera el sol se iba alzando más y más en el cielo, iluminando las calles de nuestro lado del tranvía. Y sólo cuando hubiéramos terminado, cuando hubiéramos comido y charlado a conciencia, el electricista miraría el reloj, dejaría escapar un suspiro y me indicaría que la parada de mi hotel llegaría de nuevo en breve. También yo suspiraría, y casi a regañadientes me levantaría y me sacudiría las migas de los pantalones. Nos estrecharíamos la mano, nos desearíamos buenos días -también su parada volvería a llegar pronto, me informaría-, y me iría hacia la plataforma de salida, donde habría ya un nutrido grupo de alegres pasajeros esperando para apearse. Luego, cuando el tranvía se parara, quizá le enviaría al electricista un último saludo y me apearía, con la serena certeza de que podía mirar hacia Helsinki con orgullo y confianza.

Llené mi taza de café casi hasta el borde. Y luego, con sumo cuidado, con ella en una mano y el colmado plato en la otra, me encaminé por el pasillo hacia mi asiento.

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