Una corpulenta doncella abrió la puerta. Nos adentrábamos en el espacioso vestíbulo cuando la doncella dijo en voz baja:
– Es grato volver a verle, señor.
Al oírle decir esto caí en la cuenta de que había estado antes en aquella casa (de hecho era la casa a la que me había llevado Hoffman la noche anterior).
– Ah, sí -dije, echando una ojeada a los paneles de madera de las paredes-. Es grato volver. Esta vez, como ve, he venido con mi familia.
La doncella no respondió. Quizá por deferencia, pero cuando lancé una mirada rápida a la corpulenta mujer, que aguardaba con expresión sombría junto a la puerta, no pude evitar captar cierta hostilidad. Fue entonces cuando advertí que, sobre la mesa redonda de madera que había junto al paragüero, mi cara miraba hacia arriba entre una serie de revistas y periódicos. Me acerqué a la mesa y cogí lo que resultó ser la edición vespertina del periódico local, cuya primera plana estaba enteramente dedicada a una fotografía de mi persona. La instantánea parecía tomada en un campo azotado por el viento. Entonces vi el edificio blanco del fondo y recordé la sesión fotográfica de aquella mañana en la colina. Fui con el periódico hasta una lámpara y sostuve la primera plana bajo la luz amarilla.
La fuerza del viento me echaba el pelo totalmente hacia atrás. La corbata ondeaba toda tiesa detrás de una de mis orejas. La chaqueta se me volaba también hacia la espalda, de modo que daba la impresión de que llevaba una especie de esclavina. Para mayor desconcierto aún, mis facciones exhibían una expresión de ferocidad desenfrenada. Con el puño alzado al viento, parecía hallarme lanzando algún rugido guerrero. Dios, no lograba entender cómo podía haber compuesto una pose semejante. El titular -no había otro texto en toda la plana- proclamaba: LLAMAMIENTO DE RYDER A LA UNIFICACIÓN.
Con cierto nerviosismo, abrí el periódico y vi otras seis o siete fotografías más pequeñas, todas ellas similares a la de la primera plana. Mi ademán beligerante era patente en todas ellas salvo en dos. En éstas parecía presentar con orgullo el edificio blanco que se hallaba a mi espalda, esbozando al hacerlo una extraña sonrisa que dejaba totalmente al descubierto mis dientes inferiores y ninguno de los superiores. Escruté las columnas de abajo, y encontré repetidas referencias a alguien llamado Max Sattler.
Habría seguido examinando el periódico con más detenimiento, pero sospechando como sospechaba que la hostilidad de la doncella tenía algo que ver con aquellas fotografías, empecé a sentirme decididamente incómodo. Dejé el periódico y me aparté de la mesa, con intención de dejar para más tarde él estudio detenido del reportaje.
– Es hora de entrar -les dije a Sophie y a Boris, que me esperaban sin saber qué hacer en medio del vestíbulo. Hablé en voz alta para que la doncella pudiera oírme y nos guiara hasta el lugar de la recepción, pero ella no hizo movimiento alguno, por lo que, al cabo de unos embarazosos segundos, le dirigí una sonrisa y dije-: Ya, ya. La recuerdo de anoche.
Y eché a andar hacia el interior de la casa seguido de Sophie y de Boris.
De hecho el edificio no era en absoluto como yo lo recordaba, y pronto nos encontramos en un largo pasillo de paredes revestidas de madera que me resultaba desconocido por completo. Pero no importó demasiado, porque en cuanto recorrimos un breve trecho nos llegó un fuerte rumor de voces, y al poco nos vimos ante la puerta de una sala estrecha atestada de gente con traje de etiqueta y con vasos de cóctel en la mano.
A primera vista la sala parecía mucho más pequeña que el gran salón que había albergado a los invitados la noche anterior. Al examinarla con más detenimiento, de hecho pensé que probablemente ni siquiera fuera una sala, sino un pasillo, o en el mejor de los casos un vestíbulo largo y curvo. Su forma sugería que tal vez describiera incluso un semicírculo, aunque era imposible asegurarlo mirando hacia el interior desde la puerta. En su pared externa pude ver los grandes ventanales
– ahora cubiertos por cortinas-, dispuestos a todo lo largo de la curva; en la pared interna, sin embargo, había puertas. El suelo era de mármol, y del techo colgaban arañas, y aquí y allá había objetos de arte instalados sobre pedestales o en delicadas vitrinas.
Nos detuvimos en el umbral y contemplamos la escena. Miré en torno para ver si alguien venía a recibirnos, o incluso a anunciar nuestra llegada, pero aunque permanecimos inmóviles y expectantes durante varios minutos, nadie hizo ademán de invitarnos a pasar. De cuando en cuando alguien se acercaba deprisa y con paso largo en nuestra dirección, pero en el último momento nos percatábamos de que se dirigía hacia algún otro invitado.
Miré a Sophie. Rodeaba a Boris con un brazo, y ambos miraban con aprensión hacia la apretada concurrencia.
– Vamos, entremos -dije en tono despreocupado.
Dimos unos cuantos pasos hacia el interior de la sala, pero enseguida volvimos a pararnos.
Miré a mi alrededor en busca de Hoffman, o de la señorita Stratmann o de alguien conocido, pero no vi a nadie. Entonces, mientras seguía allí de pie mirando un rostro tras otro, me vino el pensamiento de que gran parte de aquella gente seguramente habría asistido también al banquete en el que Sophie había recibido aquel pésimo trato. Entendí de súbito, con absoluta claridad, todo lo que Sophie había tenido que soportar en aquella ocasión, y sentí que crecía en mi interior una ira violenta. Seguí observando a la gente y, en efecto, identifiqué al menos a un grupito -situado inmediatamente antes de donde la sala describía la curva y se ocultaba a nuestra vista- que casi con toda certeza se contaba entre quienes tan despectivamente se habían comportado con Sophie. Los estudié con detenimiento: los hombres, con su sonrisa de suficiencia, con su modo pomposo de meterse y sacarse las manos de los bolsillos del pantalón, como para demostrar a quien quisiera verlo cuán cómodos se sentían en actos de este tipo…; las mujeres, con sus ridículos trajes de noche, con su modo de sacudir la cabeza con indolencia al reírse… Era increíble -absolutamente grotesco- que aquella gente se permitiera mofarse o mirar por encima del hombro a nadie, y menos aún a una persona como Sophie. De hecho me dije que por qué no me dirigía de inmediato a aquel grupito y les endilgaba a sus miembros un fuerte rapapolvo allí mismo, delante de sus pares. Le susurré a Sophie al oído unas palabras de aliento y crucé la sala en dirección al grupito.
Mientras me abría paso entre los invitados vi que, en efecto, la sala describía un suave semicírculo. Ahora podía ver incluso a los camareros, apostados cual centinelas a lo largo de la pared interna, con las bandejas de bebidas y canapés. Recibí algún que otro empujón involuntario -y las subsiguientes y amables peticiones de disculpas- e intercambié sonrisas con quienes trataban de avanzar en dirección opuesta, pero curiosamente nadie pareció reconocerme. En un momento dado me vi abriéndome paso entre tres hombres de edad mediana que sacudían la cabeza con desaliento ante algo, y advertí que uno de ellos llevaba bajo el brazo el periódico de la tarde. Vi mi semblante azotado por el viento asomando tras su codo, y me pregunté vagamente si el aspecto con que aparecía en las fotografías podría explicar el extraño modo en que nuestra llegada había sido pasada por alto hasta el momento. Pero me encontraba ya frente a la gente del grupito al que quería increpar, y no presté más atención a este interrogante.
Al advertir mi presencia, dos de los integrantes del grupo se apartaron hacia un lado en ademán de darme la bienvenida al corro. Hablaban -pude darme cuenta- de los objetos de arte allí expuestos, y en el preciso instante en que me planté en el centro del grupo todos asentían con la cabeza ante algo que alguien había dicho. Y acto seguido una de las mujeres dijo:
– Sí, está claro que podría trazarse una línea en esta sala, justo a partir de aquel Van Thillo. -Señaló hacia una estatuilla blanca sobre una peana, no lejos de donde estábamos-. El joven Oskar nunca ha tenido demasiada vista. Y, si he de ser justa, él lo sabía, pero lo consideró un deber, un deber para con su familia.
– Lo siento, pero tengo que estar de acuerdo con Andreas -dijo uno de los hombres-. Oskar ha sido demasiado orgulloso. Debía de haber delegado… en gente que sabía lo que no debía hacerse.
Luego otro de los hombres, dirigiéndose a mí, dijo con una amable sonrisa:
– ¿Y qué opina usted sobre este asunto? Sobre la contribución de Oskar a la colección.
La pregunta me dejó momentáneamente perplejo, pero mi ánimo no estaba dispuesto a dejarse apartar de su objetivo.
– Me parece muy bien que ustedes, señoras y señores, polemicen sobre la incompetencia de Oskar -empecé-, pero hay algo más importante y pertinente…
– Sería excesivo -me interrumpió una mujer- llamar incompetente al joven Oskar. Su gusto era muy distinto al de su hermano, y sí, cometió alguna equivocación que otra, pero en conjunto creo que ha aportado una dimensión benéfica a la colección. Representa una ruptura con la austeridad. Sin ella, la colección sería como una buena cena sin un postre dulce. Aquel jarrón de la oruga -dijo, señalando hacia un punto situado al otro lado de los grupos más cercanos- es una auténtica delicia.
– Muy bien, muy bien… -volví a terciar con vehemencia, pero antes de que pudiera continuar, uno de los hombres dijo:
– El jarrón de la oruga es la única, la única de las piezas de su elección que merece ser expuesta aquí. El problema de Oskar reside en que carece de visión de conjunto de la colección, del equilibrio entre las diversas piezas.
Mi impaciencia crecía.
– Oigan -grité-, ¡basta ya! ¡Dejen de hablar un segundo, basta ya de charla fútil! ¡Dejen de hablar un segundo! ¡Permitan que alguien diga algo, alguien de fuera de este pequeño universo que ustedes parecen tan felices de habitar!
Callé y les miré. Mi firmeza había dado resultado, porque todos ellos -cuatro hombres y tres mujeres- me miraban con estupefacción. Una vez ganada su atención, mi cólera volvía a estar gozosamente bajo control, como un arma que pudiera utilizarse a voluntad. Bajé un poco la voz -había gritado más de lo previsto- y proseguí:
– ¿Tiene algo de extraño, tiene algo de extraño que en esta pequeña ciudad suya tengan ustedes estos problemas, estas crisis, como alguno de ustedes ha dado en llamarlas? ¿Puede sorprender a alguien, a alguien de fuera? ¿Constituye alguna sorpresa? Nosotros, los observadores procedentes de un mundo más amplio, más grande, nos rascamos la cabeza con asombro. ¿Nos preguntamos a nosotros mismos cómo es posible que una ciudad como ésta… -sentí que alguien me tiraba del brazo, pero estaba decidido a seguir hasta el final-… que una ciudad, una comunidad como ésta padezca semejante crisis? ¿Nos quedamos pasmados o perplejos? ¡No! ¡En absoluto! Uno Uega a esta ciudad, ¿y qué es lo que ve de inmediato por todas partes? ¿Qué es lo que ve, ejemplificado, señoras y señores, en gente como ustedes, sí, como ustedes? Porque ustedes tipifican…, y lo lamento si soy injusto, si hay ejemplos aún más crasos y monstruosos bajo las piedras y las losas de esta ciudad…, a mis ojos ustedes, usted, señor, y usted, señora, sí, por mucho que lamente tener que decírselo, sí, ¡ustedes ejemplifican todos los fallos de esta ciudad! -La mano que tiraba de mi manga, advertí, pertenecía a una de las mujeres a quienes me estaba dirigiendo, que alargaba la mano por detrás del hombre que estaba a mi lado. Miré hacia ella fugazmente, y continué-: Para empezar, carecen ustedes de modales. Miren cómo se tratan unos a otros. Miren el modo en que tratan a mi familia. Hasta a mí, una celebridad, su invitado… Mírense, sobremanera preocupados por la labor de coleccionista de arte de Oskar. En otras palabras, demasiado obsesionados, obsesionados por los pequeños desórdenes internos de esto que llaman «su comunidad», demasiado obsesionados por estas pequeñas cosas para ser capaces de mostrarnos siquiera el nivel mínimo de buenos modales…