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Caminaba a toda prisa por el pasillo cuando vi varias figuras de pie junto a la pared, haciendo cola. Miré hacia ellas con más detenimiento y vi unos hombres con monos de cocina que, según me pareció, esperaban su turno para subir a un pequeño armario negro pegado a la pared. Sentí curiosidad y aflojé el paso, y al final me volví y me dirigí hacia ellos.

El armario -pude ver- era alto y estrecho como un armario de escobas, y se hallaba adosado a la pared como a medio metro del suelo. Se subía hasta él por unos cuantos escalones, y por la actitud de quienes esperaban en la cola razoné que se trataba de un urinario o de una fuente. Pero al acercarme vi que el hombre que ocupaba el peldaño de arriba se había inclinado hacia el interior del armario y, con medio cuerpo dentro y el trasero sobresaliéndole del hueco, parecía hurgar afanosamente en lo que había dentro. Los que esperaban en la cola, entretanto, gesticulaban y alzaban la voz para que el hombre terminara de hacer lo que estaba haciendo. Luego, cuando el hombre sacó el cuerpo del armario y miró cautelosamente hacia atrás en busca del escalón primero, alguien de la cola soltó una exclamación y me señaló con el dedo. Las cabezas se volvieron, y al instante siguiente deshicieron la cola y vinieron hacia mí todos juntos. El hombre que había estado en el armario bajó los escalones precipitadamente y, una vez abajo, me invitó a subir al armario.

– Gracias -dije yo-, pero había otros esperando.

Hubo un vocerío de protestas, y sentí que varias manos me empujaban escalones arriba.

La estrecha puerta del armario se había cerrado, y cuando la abrí -se abría hacia fuera, y hube de echarme hacia atrás y mantener precariamente el equilibrio sobre el escalón de arriba- me quedé perplejo: estaba contemplando la vasta sala de conciertos desde una gran altura. El armario no tenía fondo, y, de haberlo deseado, habría podido cometer la temeridad de asomarme, estirar un poco el cuerpo y tocar el techo del auditórium. La vista era, ciertamente, espectacular, pero todo aquel artificio del armario que miraba al auditórium se me antojó una insensatez peligrosa. El armario, de hecho, se inclinaba ligeramente hacia adelante, obligando al mirón osado a resbalar un poco hacia el abismo. Sólo se facilitaba una delgada cuerda que, atada a la cintura, evitaría que el mirón osado cayera encima de los espectadores del patio de butacas. No lograba encontrar justificación alguna para aquel armario (salvo que formara parte de algún sistema para colgar de lo alto del recinto banderas u otros elementos de gala).

Fui introduciendo con prudencia los pies en el armario, y luego, asiéndome con fuerza a las jambas de la puerta, eché una mirada a la vista que se extendía bajo mis pies.

Unas tres cuartas partes del aforo se hallaban ya ocupadas, pero las luces seguían encendidas y la gente charlaba y se saludaba a lo largo y ancho de la sala. Algunos agitaban la mano para enviar saludos a puntos distantes del auditórium, otros se agolpaban en los pasillos, conversando y riendo. Y, entretanto, los invitados seguían afluyendo por las dos entradas principales. En el foso de la orquesta, los relucientes atriles dispuestos en hileras reflejaban la intensa luz ambiental, y en el escenario -el telón estaba abierto- se veía un solitario piano de cola con la tapa levantada. Mientras miraba el piano en el que habría de ofrecer la más importante de las actuaciones de la velada, vino a mi mente el pensamiento de que lo que estaba haciendo en aquel momento era lo más cercano a una inspección de las condiciones de aquella sala de conciertos que llegaría a realizar nunca, y de nuevo sentí la frustración respecto al modo en que había organizado mi tiempo desde mi llegada a la ciudad.

Entonces, mientras seguía mirando, vi que Stephan Hoffman salía al escenario desde bastidores. No había habido anuncio alguno, y las luces no se habían atenuado lo más mínimo. Las maneras de Stephan, además, carecían del menor sentido de la ceremonia. Se acercó al piano con paso vivo y aire preocupado, sin mirar al auditorio. No era extraño, pues, que los asistentes no mostraran sino una vaga y fugaz curiosidad ante su presencia en el escenario, y que siguieran charlando y saludándose y riendo. Cuando acometió los primeros y «explosivos» acordes de Glass Passions , ciertamente, los asistentes mostraron cierta sorpresa, pero la mayoría de ellos, incluso entonces, se limitó a pensar que aquel joven no estaba sino probando el piano o comprobando el sistema de amplificación. Luego, tras los compases primeros de la pieza, algo pareció centrar la atención de Stephan, porque su interpretación perdió toda intensidad (como si alguien hubiera arrancado de pronto un enchufe de su toma de corriente)… Su mirada estaba siguiendo algo que se desplazaba entre los asistentes, y en un momento dado llegó a tener la cabeza volteada en dirección opuesta al piano. Entonces caí en la cuenta de que miraba hacia un par de figuras que abandonaban la sala de conciertos, y asomándome un poco más alcancé a ver cómo Hoffman y su esposa llegaban a un extremo de la sala y salían de mi campo de visión.

Stephan dejó de tocar por completo y, haciendo girar su taburete, se quedó mirando directamente hacia sus padres. Ello, ciertamente, despejó cualquier duda que aún pudiera quedar en el auditorio: aquel joven, no había duda, se había sentado al piano para una mera prueba de sonido. Y, en efecto, por espacio de unos instantes, y a ojos de todo el mundo, pareció aguardar alguna señal de los técnicos apostados al otro extremo de la sala, y nadie le prestó la menor atención cuando finalmente se levantó de la banqueta y salió del escenario.

Sólo cuando se vio entre bastidores dio rienda suelta al sentimiento de agravio que lo anegaba íntimamente. Por otra parte, en la idea de haber abandonado el escenario tras tocar apenas unos acordes no había de momento sino una total irrealidad, y no pensó más en ello mientras bajaba apresuradamente las escaleras de madera y pasaba por la serie de puertas que conducían a la salida trasera del escenario.

Cuando salió al pasillo se topó con numerosos tramoyistas y camareros y empleados de cocina. Se encaminó hacia el vestíbulo en busca de sus padres, pero antes de que hubiera recorrido un gran trecho vio que su padre venía hacia él, solo y con aire preocupado. El director del hotel no vio a Stephan hasta que se dieron casi de bruces. Entonces se detuvo, y se quedó mirando a su hijo con expresión de asombro.

– ¿Qué pasa? ¿No estás tocando?

– Papá, ¿por qué mamá y tú os habéis marchado de ese modo? ¿Y dónde está mamá ahora? ¿No se siente bien?

– Tu madre… -Hoffman suspiró con gravedad-. Tu madre

ha juzgado que lo correcto era marcharse en ese momento. Y, por supuesto, la he acompañado y… Bueno, permíteme serte sincero, Stephan. Déjame decírtelo. Creo que comparto su opinión. No lograba hacerme a la idea. Oh, ahora me miras así, Stephan… Sí, me doy cuenta de que te he fallado. Te prometí esta oportunidad, esta plataforma para que tocaras en público, ante toda la ciudad, ante nuestros amigos y colegas. Sí, sí, te lo prometí. Quizá fuiste tú quien me lo pediste, quizá en algún momento en que estaba distraído, ¿quién sabe ahora cómo fue…? Ya no importa. El hecho es que accedí, que te lo prometí. Y no quería echarme atrás, sí, ha sido culpa mía. Pero tienes que tratar de comprender, Stephan, lo difícil que es para nosotros, tus padres… Lo difícil que es tener que presenciar…

– Voy a hablar con mamá -dijo Stephan, y echó a andar por el pasillo.

Durante un instante fugaz, Hoffman pareció horrorizado, y agarró a su hijo por el brazo con brusquedad, soltando una risita de timidez al hacerlo.

– No puedes, Stephan. Verás, mamá está en el aseo de señoras. Ja, ja… En cualquier caso, creo que será mejor que, por así decir, le dejes digerir un poco las cosas. Pero, Stephan, ¿qué es lo que has hecho? Tendrías que estar tocando. Ah, aunque quizá sea mejor así, después de todo. Habrá unas cuantas preguntas embarazosas al respecto, y eso será todo.

– Papá, voy a volver al escenario. Voy a tocar. Por favor, vete a ocupar tu asiento. Y te ruego que convenzas a mamá para que haga lo mismo.

– Stephan, Stephan… -Hoffman sacudió la cabeza y puso una mano en el hombro de su hijo-. Quiero que sepas que los dos tenemos la más alta opinión de ti. Los dos nos sentimos inmensamente orgullosos de ti. Pero esa idea tuya, esa idea que has tenido toda tu vida… Me refiero a…, a tu música. Tu madre y yo nunca hemos tenido corazón para decírtelo. Queríamos, naturalmente, que tuvieras tus sueños. Pero esto… Todo esto… -hizo un gesto en dirección a la sala-, todo esto ha sido un terrible error. No deberíamos haber dejado que las cosas llegaran hasta este punto. Verás, Stephan, tu modo de tocar es encantador. Muy conseguido en su nivel. Siempre hemos disfrutado oyéndote tocar en casa. Pero la música, la música seria, la música de un determinado nivel que se requiere esta noche…, ésa, ¿sabes?, es algo muy distinto. No, no, no me interrumpas. Estoy tratando de decirte algo,- algo que debería haberte dicho hace mucho tiempo. Verás: ésta es la sala municipal de conciertos. La gente, la gente que va a los conciertos, no son esos amigos y familiares que escuchan con simpatía y comprensión en la sala de estar de tu casa. El verdadero público de los conciertos está habituado a unos determinados niveles, a unos niveles profesionales. Stephan, ¿cómo podría explicártelo?

– Papá -le interrumpió Stephan-, creo que no te das cuenta. He ensayado mucho. Y aunque la pieza que voy a tocar la he elegido no hace mucho, he trabajado duro, y si quisieras sentarte en la sala verías que…

– Stephan, Stephan… -Hoffman volvió a sacudir la cabeza-. Si sólo fuera cuestión de trabajar duro… Si sólo se tratara de eso. Algunos de nosotros no hemos nacido con ese don. No lo poseemos, y eso es algo que tenemos que aceptar. Es terrible tenerte que decir esto en este momento, máxime después de haberte tenido engañado durante tanto tiempo. Espero que puedas perdonarnos, a tu madre y a mí; hemos sido débiles durante tantos años. Veíamos lo feliz que te hacía, y no tuvimos corazón para desengañarte. Pero es una excusa que no sirve, lo sé. Es horrible, y mi corazón sufre por ti en este momento, puedes creerme. Confío en que podrás perdonarnos. Fue una terrible equivocación, haber dejado que llegaras a este punto. Haber permitido que te presentaras en el escenario, ante toda la ciudad. Tu madre y yo te amamos demasiado como para ser capaces de presenciarlo. Sería demasiado para nosotros…, sería excesivo ver a nuestro hijo querido convertido en blanco de las burlas… Bueno, ya está, ya he puesto mis cartas sobre la mesa. Es cruel, pero por fin te lo he dicho. Pensé que podría ser capaz. Ser capaz de estar sentado ahí en la sala en medio de todas esas burlas y risitas solapadas. Pero cuando ha llegado el momento, tu madre ha comprendido que no podía, y yo tampoco. ¿Qué pasa? ¿Por qué no me estás escuchando? ¿No te das cuenta de que esto me está causando un hondo sufrimiento? No es fácil hablar con tanta franqueza, ni siquiera a un hijo…

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