Seguía intentando arrancarle el libro de debajo de los brazos, pero ahora Boris, inclinado sobre el pupitre, lo protegía con el cuerpo. Mantuvo durante todo el tiempo un turbador silencio. Y yo porfié, decidido a quitárselo de una vez por todas.
– Escucha, es un regalo que no sirve para nada. Totalmente inservible. No hay ningún pensamiento en él, ninguna emoción, nada. Ideas manidas, eso es lo que hay en cada página. ¡Y crees que es un regalo maravilloso que yo te he hecho! ¡Dámelo! ¡Dámelo!
Acaso el miedo a que acabara desencuadernándolo hizo que Boris, repentinamente, levantase los brazos y dejase de protegerlo, y al poco me sorprendí asiéndolo por una de las tapas. Boris seguía sin emitir sonido alguno, y empecé a sentir lo absurdo de mi furioso arrebato. Miré el libro, que pendía de mi mano, y lo arrojé hacia el otro extremo del aula. Rebotó sobre un pupitre y fue a caer al suelo en medio de las sombras. Me calmé de inmediato, y respiré profundamente. Cuando volví a mirarlo, Boris estaba sentado, rígido, con la mirada fija en el rincón del aula donde el manual había caído. Luego se levantó y corrió hacia él para recuperarlo. Se hallaba a medio camino, sin embargo, cuando llegó del pasillo la voz de Sophie:
– Boris -llamó, con tono urgente-. Sal un momento.
Boris vaciló un instante, miró una vez más hacia donde había caído el libro, y al final salió del aula.
– Boris -le oí decir a Sophie en el pasillo-, vete a preguntarle al abuelo cómo se siente ahora. Y pregúntale si quiere que le haga algún arreglo al abrigo. Los botones de abajo puede que estén mal. Puede que los faldones se le abran demasiado con el viento, ya sabes, si se queda mucho rato en el puente. Vete y pregúntaselo, pero no te quedes ni le hables mucho. Pregúntaselo, y sal enseguida.
Cuando salí al pasillo, el chico ya había entrado en el camerino de Gustav, y la situación que me encontré se me antojó harto familiar: Sophie de pie, tensa, en el mismo sitio, con la mirada fija en la puerta del camerino; los maleteros un poco más allá, mirando también hacia la puerta con aire preocupado. En el semblante de Sophie, sin embargo, percibí una expresión desolada que no le había visto antes, y de pronto me sentí inundado por una oleada de ternura. Me acerqué a ella y le rodeé los hombros con el brazo.
– Es un momento difícil para todos -dije en tono afectuoso-. Un momento muy difícil.
La atraje hacia mí, pero ella, de pronto, se zafó de mi abrazo y siguió mirando hacia la puerta. Sobresaltado por su rechazo, le dije airadamente:
– Escucha: en momentos como estos, todos tenemos que apoyarnos.
Sophie no respondió, e instantes después Boris salió del camerino de su abuelo.
– El abuelo dice que ese abrigo es justo lo que necesitaba, y que le gusta aún mucho más por ser un regalo de mamá.
Sophie emitió un sonido exasperado.
– Pero ¿no quiere que le haga ningún arreglo? ¿Por qué no me lo dice? El médico está a punto de llegar.
– Dice que…, dice que le encanta el abrigo. Que le parece maravilloso.
– Pregúntale lo de los botones de abajo. Porque si va a pasarse mucho rato encima del puente, con todo ese viento, tendrá que podérselo abrochar como es debido.
Boris pensó en ello unos segundos; luego asintió y volvió a entrar en el camerino.
– Mira -le dije a Sophie-. No pareces darte cuenta de la presión que estoy soportando en estos momentos. ¿Te das cuenta de que voy a tener que salir al escenario dentro de un rato? Tendré que responder a complicadas preguntas sobre el futuro de esta comunidad. Va a haber un marcador electrónico. ¿Te das cuenta de lo que eso significa? Está muy bien que te preocupes de esos botones y demás… Pero ¿te das cuenta de la presión a la que me veo sometido en estos momentos?
Sophie se volvió hacia mí con expresión contristada, y pareció a punto de decirme algo, pero Boris volvió a salir del camerino. Y miró a su madre a la cara, muy serio, sin decir nada.
– Bueno, ¿qué ha dicho? -preguntó Sophie a su hijo.
– Dice que le encanta el abrigo. Dice que le recuerda a un abrigo que mamá tenía cuando era pequeña. Por el color, creo. Dice que tenía el dibujo de un oso… Ese abrigo que mamá tenía de niña.
– ¿Tengo que hacerle algún arreglo? ¿Por qué no me responde llanamente? ¡El médico va a llegar de un momento a otro!
– Parece que no entiendes -le interrumpí-. Hay gente ahí en la sala que depende de mí. Va a haber un marcador electrónico y demás. Quieren que vaya hasta el borde del escenario después de cada pregunta. Es mucha presión. No parece que te…
Oí que Gustav llamaba diciendo algo, y callé. Boris se volvió de inmediato y entró en el camerino, y durante un tiempo interminable Sophie y yo permanecimos allí juntos, esperando a que saliera. Cuando al final lo hizo, el chico no nos miró a ninguno de los dos, sino que pasó de largo y se encaminó hacia el grupo de mozos de hotel.
– Caballeros, por favor -dijo, invitándoles con un gesto a que lo siguieran-. El abuelo quiere que ahora entren todos ustedes. Quiere que pasen todos a verle.
Boris abrió la marcha y los maleteros, tras una breve vacilación, le siguieron muy resueltos. Pasaron a nuestro lado, y algunos dirigieron a Sophie algunas torpes palabras de disculpa.
Cuando hubo entrado el último, aproveché para echar una mirada al camerino, pero no pude ver a Gustav porque el grupo se había quedado hecho una pina justo en el interior de la puerta. Entonces nos llegó el sonido de tres o cuatro voces que hablaban a un tiempo, y me disponía a acercarme unos pasos más cuando Sophie me adelantó con brusquedad y entró en el camerino. Oí un gran ajetreo, y las voces callaron.
Me asomé al umbral. Los maleteros habían hecho un pasillo para dejar pasar a Sophie, y a través de él vi a Gustav tendido en el colchón, con el abrigo marrón echado sobre la parte superior de su cuerpo, encima de la manta que recordaba haber visto antes. No tenía almohada, y era evidente que carecía de fuerzas para levantar la cabeza. Pero tenía los ojos alzados hacia su hija y una sonrisa muda en la mirada.
Sophie se había parado a unos dos o tres pasos del lecho de su padre. Me daba la espalda, y no podía ver su expresión, pero parecía mirarle con fijeza. Luego, tras unos segundos de silencio, Sophie dijo:
– ¿Te acuerdas de aquel día en que viniste a la escuela? ¿Cuando me trajiste la bolsa con mis cosas de natación? Me la había dejado en casa y me pasé toda la mañana preocupada, preguntándome qué hacer, y entonces llegaste tú con la bolsa de deportes azul, la de la bandolera de cuerda, y entraste en la clase y… ¿Te acuerdas, papá?
– Este abrigo me dará calor -dijo Gustav-. Era lo que necesitaba.
– Sólo tenías media hora libre, y viniste corriendo desde el hotel. Y entraste en la clase con la bolsa azul.
– Siempre me he sentido orgulloso de ti.
– Había estado tan preocupada toda la mañana, preguntándome qué hacer.
– Es un abrigo excelente. Mira el cuello. Y esto de aquí es de cuero auténtico.
– Disculpe -dijo una voz a mi lado.
Me volví y vi que un joven con gafas y un maletín de médico en la mano trataba de abrirse paso hacia el interior del camerino. Detrás de él iba un mozo de hotel que recordaba haber visto en el Café de Hungría. Ambos entraron, y el joven médico, acercándose apresuradamente hacia Gustav, se arrodilló a su lado y empezó a reconocerle.
Sophie miró al médico en silencio. Luego, como admitiendo que ahora era otra persona quien debía acaparar la atención de su padre, retrocedió unos pasos. Boris se acercó a ella, y por espacio de unos segundos se quedaron allí quietos, casi tocándose. Pero Sophie no pareció reparar en la presencia de su hijo, y siguió mirando fijamente hacia la espalda encorvada del médico.
Fue entonces cuando volví a recordar las numerosas cosas que debía hacer antes de mi actuación, y pensé que, dado que ya estaba allí el médico, era un buen momento para escabullirme. Retrocedí sin hacer ruido y salí al pasillo, y me disponía a salir en busca de Hoffman cuando oí un movimiento a mi espalda y sentí que un brazo me agarraba con aspereza.
– ¿Es que piensas irte? -me preguntó Sophie en un susurro airado.
– Perdona, pero ya veo que no entiendes. Tengo muchas cosas que hacer. Va a haber un marcador electrónico y demás. Hay muchísima gente dependiendo de mí en este momento… -dije, tratando de liberarme de la presa de su mano.
– Pero Boris… Te necesita. Los dos te necesitamos.
– ¡Escucha: no tienes ni la menor idea! Mis padres, ¿entiendes? ¡Mis padres van a llegar en cualquier momento! ¡Tengo que hacer miles de cosas! ¡No tienes ni idea, ni la menor idea! -Por fin logré zafarme-. Vuelvo enseguida -le dije en tono conciliador por encima del hombro mientras me alejaba por el pasillo-. Volveré en cuanto pueda.