Montamos en el autobús en el preciso instante en que el conductor ponía el motor en marcha. Al comprar el billete, vi que el autobús iba lleno, y le comenté con preocupación al conductor:
– Espero que mi chico y yo podamos sentarnos juntos.
– Oh, no se preocupe -dijo el conductor-. Son buena gente. Deje que yo lo arregle.
Se volvió hacia los pasajeros y les gritó algo por encima del hombro. El bullicio, inusitadamente festivo, cesó de inmediato. Y acto seguido los viajeros empezaron a levantarse de sus asientos, haciendo señas con las manos y concertando entre ellos el modo mejor de acomodarnos. Una mujer corpulenta se inclinó sobre el pasillo y gritó: «¡Aquí! ¡Pueden sentarse aquí!», pero otra voz gritó en otro lugar: «Si va con un chiquillo, mejor que se siente aquí. Aquí no se mareará. Yo me correré un poco hacia el señor Hartmann.» Ello pareció dar pábulo a otra negociación sobre las opciones existentes.
– ¿Lo ve? Son muy buena gente -dijo el conductor en tono alegre-. Aquí los visitantes siempre reciben una calurosa bienvenida. Bien, en cuanto decidan dónde se acomodan nos pondremos en camino.
Boris y yo nos apresuramos hacia donde dos pasajeros, de pie en el pasillo, nos señalaban dos asientos. Le ofrecí a Boris el de la ventana, y me senté en el mío en el momento mismo en que el autobús se ponía en marcha.
Casi inmediatamente después sentí un golpecito en el hombro, y al mirar hacia un lado vi que alguien sentado a mi espalda me tendía una bolsa de caramelos.
– Seguro que al chico le apetece alguno -dijo una voz de hombre.
– Muchas gracias -dije. Luego, dirigiéndome a todo el autobús, añadí-: Muchas gracias. Muchas gracias a todos. Han sido muy amables con nosotros.
– ¡Mira! -exclamó Boris, apretándome con fuerza el brazo-. Vamos hacia la autopista del norte…
Antes de que pudiera responder, una mujer de mediana edad apareció a mi lado en el pasillo. Asida al cabezal de mi asiento para no perder el equilibrio, me ofrecía un trozo de pastel en una servilleta de papel.
– A un señor de ahí detrás le ha sobrado esto -dijo-. Y se pregunta si al caballerete podría apetecerle.
Acepté el presente con gratitud, y de nuevo di las gracias a todo el autobús. Entonces, cuando hubo desaparecido la mujer, oí que alguien, unos asientos más allá, decía en voz alta:
– Es grato ver cuán bien se llevan padre e hijo… Helos ahí, de excursión, juntos. No es algo que hoy día podamos ver muy a menudo…
Al oír estas palabras sentí una intensa oleada de orgullo, y miré hacia Boris. Tal vez las había oído él también, porque me dirigió una sonrisa de complicidad algo más explícita que un mero guiño.
– Boris -dije, tendiéndole el trozo de pastel-, qué maravilla de autobús, ¿eh? Ha merecido la pena esperar, ¿no te parece?
Boris volvió a sonreír, pero examinaba detenidamente el pastel y no dijo nada.
– Boris -seguí diciendo-, quería decirte algo. Porque quizá a veces te preguntes… ¿Sabes, Boris?, nunca habría imaginado nada mejor que esto… Quiero decir que me siento muy feliz. Por ti. Porque estamos juntos. -Solté una repentina carcajada-. ¿Te está gustando el paseo en autobús?
Boris, con la boca llena de pastel, asintió con un gesto.
– Me gusta -dijo.
– Yo lo estoy pasando divinamente. Qué gente más encantadora.
Unos cuantos viajeros se pusieron a cantar en los asientos traseros. Me sentía muy relajado, y me hundí más en el asiento. Fuera, el día había vuelto a nublarse. Aún no habíamos salido al extrarradio, pero miré hacia el exterior y pude ver dos letreros sucesivos con la leyenda «Autopista del norte».
– Disculpe -dijo una voz masculina desde un asiento a nuestra espalda-, pero le he oído decir al chófer que iban al lago artificial. Espero que no haga demasiado frío para ustedes. Si lo que buscan es un lugar bonito donde pasar la tarde, les recomendaría que se bajaran unas paradas antes, en los Jardines de María Christina. Hay un estanque con barcas que al chico seguro que le encanta.
Quien había hablado estaba sentado justo detrás de nosotros. Los respaldos eran altos, y por mucho que estiré el cuello con la cabeza vuelta no pude ver bien la cara del hombre. Le agradecí de todas formas la sugerencia -sin duda bienintencionada-, y me puse a explicarle la naturaleza concreta de nuestra visita al lago artificial. No quería entrar en detalles, pero una vez que hube empezado advertí que en la festiva atmósfera reinante había algo que me impelía a seguir hablando. De hecho me complacía bastante el tono que había logrado conferir a mis explicaciones, perfectamente equilibrado entre la seriedad y la chanza. Además, por los delicados murmullos que me llegaban al oído, pude deducir que el hombre me escuchaba atenta y comprensivamente. En cualquier caso, no había transcurrido mucho tiempo cuando me sorprendí hablándole del Número Nueve y de por qué era tan especial para Boris. Y le estaba contando cómo Boris se lo había dejado olvidado en la caja cuando el hombre me interrumpió con una cortés tosecilla.
– Discúlpeme -dijo-, pero una excursión de ese tipo casi seguro que le causa algún pequeño problema. Es completamente natural que así sea. Pero en realidad, si me permite decirlo, tiene sobradas razones para sentirse optimista. -Debía de estar inclinado hacia adelante en el asiento, porque su voz, suave y tranquilizadora, nos llegaba desde detrás del punto donde el hombro de Boris se unía con el mío-. Estoy seguro de que encontrarán al Número Nueve. Ahora, como es lógico, les preocupa la posibilidad de que no esté. Pueden haber pasado tantas cosas, pensarán. Es natural que lo piensen. Pero por lo que me acaba de contar, seguro que todo sale bien, Claro que cuando llamen a la puerta del apartamento, los nuevos ocupantes puede que no sepan quién es usted, y se mostrarán un tanto recelosos. Pero luego, cuando les haya explicado el asunto, les recibirán de buen grado. Si es la mujer la que abre la puerta, dirá: «¡Oh, por fin! Nos preguntábamos cuándo vendrían.» Sí, seguro que dirá eso exactamente. Y se volverá y le gritará a su marido: «¡Es el chico que vivía aquí!» Y entonces el marido saldrá a la puerta, y será un hombre amable, y quizá esté decorando de nuevo el apartamento, y dirá: «Bueno, por fin. Pasen y tomen un té con nosotros.» Y les hará pasar a la sala, mientras su mujer desaparece en la cocina a preparar el refrigerio. Y ustedes repararán enseguida en lo mucho que ha cambiado el apartamento desde que vivían en él, y el marido se dará cuenta y al principio se sentirá un poco culpable. Pero luego, cuando usted le haya dejado claro que no se siente en absoluto molesto por los cambios, seguro que empieza a mostrarle todo el apartamento, haciendo hincapié en este cambio, en este otro, y la mayoría de las cosas las ha hecho con sus propias manos y ello le produce un sano orgullo. Y entonces la mujer entrará en la sala con el té y unas pastas que ella misma ha hecho, y todos se sentarán y se lo pasarán en grande, comiendo y bebiendo, y la pareja no parará de hablar de lo mucho que les gusta el apartamento y la urbanización… Mientras tanto, por supuesto, ustedes dos estarán preocupados por el Número Nueve y esperarán el momento adecuado para sacar a colación el propósito de su visita. Pero espero que sean ellos quienes lo saquen antes. Espero que la mujer, por ejemplo, después de charlar y tomar té durante un buen rato, diga: «¿Y hay algo que hayan venido a buscar? ¿Algo que se dejaron al marchar?» Y es entonces cuando podrán mencionar la caja y al Número Nueve. Y entonces ella sin duda dirá: «Oh, sí, guardamos esa caja en un sitio especial. Nos dimos cuenta de que era importante.» Y, antes incluso de que haya terminado de decirlo, le habrá hecho una pequeña seña a su marido. Puede que no sea ni una seña: los maridos y las esposas, cuando llevan tantos años de convivencia feliz, como es el caso de este matrimonio, llegan a ser casi telepáticos. Claro que esto no quiere decir que no discutan. Oh, no, puede que discutan a menudo, e incluso que a lo largo de los años hayan pasado períodos de serias disputas. Pero cuando los conozcan verán…, bueno, que en las parejas como ésta las cosas acaban arreglándose y que lo importante es que se sientan felices juntos. Bien, el marido irá a buscar la caja a ese lugar del apartamento donde guardan las cosas importantes, y la traerá, quizá envuelta en papel de seda, y ustedes la abrirán inmediatamente y allí estará el Número Nueve, idéntico a como lo dejó el chico, a la espera de volver a ser pegado a la base. Así que podrán ya cerrar la caja, y la pareja les ofrecerá más té. Luego, al cabo de un rato, ustedes dirán que tienen que irse, que no quieren seguir abusando de su hospitalidad. Pero la mujer insistirá en que tomen un poco más de pastel. Y el marido querrá enseñarles otra vez el apartamento, para que admiren lo bonito que ha quedado con la nueva decoración. Y al final les dirán adiós desde la puerta, reiterándoles que no se olviden de pasar a verlos cuando vuelvan por la urbanización. Claro que puede que no suceda exactamente así, pero por lo que me ha contado estoy seguro de que, grosso modo, las cosas serán así. De modo que no hay por qué preocuparse, no tienen por qué preocuparse en absoluto…
La voz del hombre, casi pegada a mi oído, unida al suave vaivén del autobús al avanzar por la autopista, me producía un efecto enormemente relajante. Había cerrado los ojos poco después de que el hombre hubiera empezado a hablarnos, y ahora, aproximadamente en este punto de su parlamento, me había hundido más en mi asiento y dormitaba placenteramente.
Boris me sacudía por el hombro.
– Tenemos que bajarnos -me estaba diciendo.
Me desperté del todo y caí en la cuenta de que el autobús se había parado y de que no quedaban en él más viajeros que nosotros. El conductor, de pie en la parte delantera, esperaba pacientemente a que nos apeáramos. Nos acercábamos ya hacia él por el pasillo cuando nos dijo:
– Tengan cuidado. Ahí fuera hace mucho frío. Ese lago, en mi opinión, debería vaciarse y rellenarse de tierra. No es más que un fastidio, y cada año se ahogan en él varias personas. Cierto que algunas muertes son suicidios, y que si el lago no estuviera ahí los suicidas elegirían quizá otros métodos más desagradables. Pero en mi opinión el lago debería vaciarse y rellenarse.
– Sí -dije-. Está claro que el lago suscita controversias. Pero yo soy forastero y procuro no entrar en el debate.
– Muy sensato, señor. Bien, que pasen un buen día. -Luego, dirigiéndose a Boris, añadió-: Diviértase, jovencito.