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Abrió la puerta una mujer de unos cincuenta años, regordeta y de pelo corto blanco. Llevaba un amplio jersey rosa y unos pantalones muy holgados a rayas. Trude me dedicó una breve mirada, y al no apreciar en mí nada de especial se volvió a Fiona y dijo:

– Oh, sí. Bueno, supongo que debo haceros pasar…

La condescendencia era obvia, pero no hizo más que acrecentar la expectación de Fiona, que me dirigió una sonrisa de conspiradora mientras seguíamos a Trude al interior.

– ¿Está Inge? -preguntó Fiona cuando pasamos al pequeño recibidor del apartamento.

– Sí, acabamos de llegar -dijo Trude-. Da la casualidad de que tenemos mucho que contar, y como acabas de llamar serás la primera en conocer nuestras nuevas. Tienes suerte.

Pareció decir esto último sin el menor asomo de ironía. Desapareció por una puerta y nos dejó de pie en el diminuto vestíbulo, y al poco pudimos oír su voz en el interior del apartamento:

– Inge, es Fiona. Viene con un amigo. Supongo que deberíamos contarle lo que nos ha pasado esta tarde.

– ¿Fiona? -La voz de Inge parecía ligeramente indignada. Luego, con cierta desgana, dijo-: Bueno, supongo que sí, que deberíamos dejar que pasen.

Al oír este breve intercambio, Fiona volvió a sonreírme llena de excitación. Luego Trude asomó la cabeza por el vano de la puerta y nos invitó a pasar al salón.

El salón no era muy diferente en tamaño y forma del de la mujer robusta, aunque la decoración era más recargada y predominaban en ella los motivos florales. Quizá era sólo que el apartamento gozaba de una orientación distinta, o quizá el cielo se había despejando un tanto. El caso era que el sol de la tarde entraba por el gran ventanal y bañaba el recinto, así que cuando avancé y me situé en medio de la luz lo hice con la plena convicción de que las dos mujeres me reconocerían al instante. Y lo mismo debió de pensar Fiona, porque advertí que se mantenía cuidadosamente a un lado para que su presencia no mermara un ápice el impacto. Pero ni Trude ni Inge parecieron darse cuenta de quién era. Me dedicaron una mirada fugaz e indiferente, y Trude nos invitó -con bastante frialdad- a sentarnos. Lo hicimos uno al lado del otro en un sofá estrecho. Fiona, aunque perpleja en un principio, pareció finalmente razonar que aquel sesgo inesperado de la situación no haría sino intensificar, cuando llegara, el momento de la revelación, y me dirigió otra pequeña y regocijada sonrisa.

– ¿Se lo cuento yo o quieres contárselo tú? -estaba diciendo Inge.

Trude, delegando la tarea en su más joven amiga, dijo: -No, cuéntaselo tú, Inge. Te lo mereces. Pero tú, Fiona -siguió, dirigiéndose a nosotros-, no vayas por ahí contándoselo a todo el mundo. Queremos que sea una sorpresa en la reunión de esta noche. Es lo justo. Oh, ¿no te hemos dicho lo de la reunión de esta noche? Bueno, pues ya lo sabes. Puedes venir si tienes tiempo. Aunque, teniendo a tu invitado -hizo un gesto con la cabeza en dirección a mí-, entenderemos perfectamente que no vengas. Pero adelante, Inge, cuéntaselo tú. Te lo mereces, en serio.

– Bien, Fiona, seguro que te interesa. Hemos tenido un día de lo más emocionante. Como sabes, el señor Von Braun nos había invitado hoy a su despacho para discutir con él personalmente lo que teníamos planeado para ocuparnos de los padres del señor Ryder. Oh, ¿no lo sabías? Pensé que todas lo sabíais. Bien, esta noche daremos cuenta detallada de cómo ha ido la entrevista; ahora te adelanto que ha ido de perlas, aunque la verdad es que ha sido un poco corta. Oh, el señor Von Braun lo ha sentido muchísimo, no ha podido lamentarlo más, ¿verdad, Trude? Ha sentido muchísimo tener que ausentarse enseguida, pero cuando hemos sabido la razón, bueno, lo hemos entendido perfectamente. ¿Sabes?, tenían prevista una importante visita al zoo. Ah, Fiona querida, puedes reírte si quieres, pero no se trataba de una visita al zoo normal y corriente. Una delegación oficial, que naturalmente incluía al propio señor Von Braun, iba a llevar al zoo al señor Brodsky. ¿Sabías que el señor Brodsky nunca había estado en el zoo? Pero el asunto estriba en que habían convencido a la señorita Collins para que estuviera allí. ¡Sí, en el zoo! ¿Te imaginas? ¡Después de todos estos años! El señor Brodsky no merece menos, nos hemos apresurado a decir las dos. Sí, la señorita Collins iba a estar allí cuando llegaran: estaría esperando en un lugar convenido, y la delegación oficial se encontraría con ella, y ella charlaría con el señor Brodsky. Todo estaba planeado. ¿Te lo imaginas? ¡Se iban a encontrar e iban a charlar después de todos estos años! Hemos dicho inmediatamente que entendíamos perfectamente que tuviera que acortar la entrevista, pero el señor Von Braun…, bueno, ha estado encantador con nosotras, lo ha lamentado muchísimo, y nos ha dicho: «¿Por qué no vienen ustedes también al zoo? No puedo pedirles que se unan a la delegación oficial, pero quizá les apetezca observar la escena desde cierta distancia…» Le hemos dicho que claro, que nos encantaría. Y es cuando nos ha dicho: «Y, por supuesto, si hacen lo que les propongo no sólo presenciarán el primer encuentro entre el señor Brodsky y su mujer después de todo este tiempo, sino que…» Ha hecho una pausa, ¿no es cierto, Trude?, ha hecho una pausa y ha añadido, como si tal cosa: «…podrán ustedes ver de cerca al señor Ryder, quien ha tenido la suma amabilidad de avenirse a formar parte de la delegación oficial encargada del caso. Y si la ocasión se presentara, aunque esto no puedo garantizárselo, les haría una señal para que se acercaran y les presentaría al señor Ryder». ¡Nos hemos quedado absolutamente petrificadas! Pero, claro, pensando en ello luego, cuando volvíamos a casa…, lo estábamos comentando hace un momento, si lo piensas bien la cosa no es en realidad tan sorprendente. Después de todo, en los últimos años hemos avanzado un gran trecho, con lo de las banderas para la gente de Pekín y todo el trajín de los sandwiches para el almuerzo de Henri Ledoux…

– El Ballet de Pekín, ése fue el paso decisivo… -intervino Trude.

– Sí, ése fue el paso decisivo. Pero supongo que nunca nos paramos a pensar en ello, que sencillamente nos poníamos manos a la obra, nos entregábamos por entero a lo que hacíamos en cada momento, seguramente sin darnos cuenta de lo mucho que ganábamos día a día en la estima de la gente. Lo cierto es que, con toda sinceridad, hemos llegado a ser una parte muy importante de la vida de esta ciudad. Y ya es hora de que tomemos conciencia de ello. Admitámoslo: por eso el señor Von Braun nos invita personalmente a su despacho, por eso nos propone luego lo que hoy nos ha propuesto. «Y si la ocasión se presentara, les presentaría al señor Ryder.» Eso es lo que ha dicho, ¿verdad, Trude? «Sé que el señor Ryder estaría encantado de conocerlas a ambas, máxime cuando van a ocuparse de atender a sus padres, algo de tan suma importancia para él…» Claro que, como siempre hemos dicho, ¿no es cierto, Trude?, si nos ocupábamos de tal cometido teníamos muchas probabilidades de que nos presentaran al señor Ryder. Pero jamás imaginamos que ese momento pudiera llegar tan pronto, así que nos hemos puesto ilusionadas de verdad. Fiona, ¿qué te pasa, querida?

Fiona, a mi lado, se había estado moviendo con impaciencia tratando de interrumpir el torrente verbal de Inge. Entonces, ante la pausa de ésta, me dio un codazo en el brazo y me miró como diciendo: «¡Ahora, éste es el momento!» Por desgracia yo aún no había recuperado totalmente el resuello después de subir todas aquellas escaleras, y ello quizá me hizo vacilar unos instantes. En cualquier caso, fue un momento bastante violento, porque las tres mujeres me estaban mirando fijamente. Al cabo, al ver que no decía nada, Inge prosiguió su relato:

– Bien, si no te importa, Fiona, terminaré lo que estaba diciendo. Seguro que tienes montones de cosas interesantes que contarnos, querida, y tenemos verdaderas ganas de oírlas. Seguro que has tenido otro día enormemente interesante en tus tranvías mientras nosotras estábamos en el centro ocupándonos de lo que te estoy contando, pero si no te importa esperar unos segundos quizá oigas algo extremadamente interesante. Después de todo -añadió, y aquí el sarcasmo de su tono superó a mi juicio la frontera de todo comportamiento civilizado-, se trata de algo relacionado con tu viejo amigo, con tu viejo amigo el señor Ryder…

– ¡Inge, qué cosas tienes! -dijo Trude, pero a sus labios asomó una sonrisa, y las dos amigas intercambiaron una solapada y rápida risita.

Fiona volvió a darme un codazo. La miré y comprendí que se había agotado su paciencia y que deseaba que sus torturadoras recibieran sin tardanza su merecido castigo. Me incliné hacia adelante y me aclaré la garganta, pero antes de que pudiera decir nada Inge había retomado la palabra.

– Bien, lo que decía era que cuando te pones a pensar en ello te das cuenta de que no es sino lo que ahora merecemos, ese nivel de trato. El señor Von Braun opina de ese modo, en cualquier caso. Se portó amable y cortésmente con nosotras todo el tiempo. Y cuando tuvo que irse al ayuntamiento a unirse a la comisión oficial, nos pidió todo tipo de disculpas… «Llegaremos al zoo dentro de una media hora», nos repitió. «Espero que ustedes dos estén allí para entonces.» Sería perfectamente aceptable, nos dijo, que nos acercáramos a unos cinco o seis metros del grupo. ¡A fin de cuentas no íbamos a ser unas meras visitantes más en aquel parque zoológico! Oh, perdona, Fiona, no lo habíamos olvidado: íbamos a mencionarle al señor Von Braun que una de nuestro grupo, es decir tú, querida, que una de nuestro grupo era buena amiga del señor Ryder, una muy buena amiga de muchos años… Teníamos intención de mencionárselo, te lo aseguro, pero desgraciadamente la cosa no vino a cuento en ningún momento, ¿verdad, Trude?

Las dos mujeres volvieron a intercambiar unas risitas. Fiona las miraba fijamente, llena de una rabia fría. Comprendí que las cosas habían llegado demasiado lejos y decidí intervenir. Sin embargo, se me presentaron de inmediato dos opciones. Una de ellas consistía en llamar la atención sobre mi identidad incorporándome elegantemente al curso de lo que en ese momento estuviera diciendo Inge. Por ejemplo, podía terciar tranquilamente: «Bueno, no hemos tenido el placer de encontrarnos en el zoo, pero ¿qué puede importar eso cuando nos encontramos en la comodidad de su propia casa?» O algo por el estilo. La otra alternativa era levantarme bruscamente, quizá extendiendo los brazos hacia ellas al hacerlo, y declarar categóricamente: «¡Yo soy Ryder!» Deseaba, como es lógico, dar con el modo capaz de causar el mayor impacto posible, pero la vacilación entre ambas opciones me hizo perder de nuevo la ocasión de intervenir, porque Inge había vuelto a su relato de los hechos:

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