Литмир - Электронная Библиотека
Содержание  
A
A

29

Mientras la señora Hoffman desaparecía en la noche, me volví y corrí hacia la entrada que me había indicado. Y al hacerlo fui diciéndome que debía aprender la lección de mi reciente pánico; que resultaba perentorio no volver a dejarme desviar de las cruciales tareas que tenía por delante. Y en aquel momento, a punto al fin de entrar al edificio de la sala de conciertos, todo me pareció repentinamente simple. Lo cierto era que finalmente, al cabo de tantos años, estaba a punto de volver a tocar el piano ante mis padres. La prioridad primera, por tanto, estribaba en hacer que mi interpretación fuera lo más rica, lo más arrolladura posible. Comparado con ella, hasta la cuestión del turno de preguntas y respuestas quedaba en segundo plano. Todos los contratiempos, todo el caos de los días previos carecerían de importancia si en aquel momento, aquella noche, lograba dar cumplimiento a mi objetivo primordial.

La ancha puerta blanca se hallaba débilmente iluminada desde arriba por una única lámpara. Hube de apoyar todo mi peso contra ella para lograr que cediera y poder entrar, dando un ligero traspié, en el edificio.

Aunque la señora Hoffman me había asegurado que era la entrada de artistas, mi impresión inmediata fue que se trataba de la entrada de las cocinas. Me vi en un ancho pasillo desnudo, pobremente iluminado por lámparas fluorescentes cenitales. De todas partes llegaban voces que hablaban y gritaban, ruidos de pesados objetos metálicos, sibilantes sonidos de vapor y de agua. Un poco más adelante había un carrito de servicio, y a su lado dos hombres que discutían airadamente. Uno de ellos sujetaba un largo papel desenrollado que le llegaba casi hasta los pies, y señalaba repetidamente en él con el dedo. Pensé en interrumpirles para preguntarles dónde podía encontrar a Hoffman -ahora mi mayor preocupación era llevar a cabo una inspección del auditórium, y del propio piano, antes de que empezaran a llegar los invitados-, pero parecían tan absortos en su discusión que decidí pasar de largo.

El pasillo describía una suave curva. Me encontré con muchas personas, pero todas ellas muy ocupadas, cargadas con diversas cosas. La mayoría de ellas, vestidas con uniformes blancos, caminaban apresuradamente, con expresión distraída, acarreando pesados sacos o empujando carritos de servicio. No me pareció oportuno pararles, y seguí por el pasillo convencido de que tarde o temprano llegaría a algún otro sector del edificio donde encontraría al fin los camerinos, y donde Hoffman o cualquier otra persona podría mostrarme el auditórium. Pero entonces oí que alguien gritaba mi nombre a mi espalda, y al volverme vi a un hombre que corría hacia mí. Me resultaba familiar, y por fin lo reconocí: era el maletero barbudo que, horas antes, había abierto la danza en el Café de Hungría.

– Señor Ryder -dijo casi sin resuello-. Gracias a Dios que le encuentro al fin. Es la tercera vez que recorro el edificio. Está aguantando bien, pero todos estamos ansiosos por llevarlo al hospital y él no quiere moverse hasta que haya hablado con usted. Por favor, venga por aquí, señor. Está aguantando bien, Dios le bendiga.

– ¿Quién está aguantando bien? ¿Qué ha pasado?

– Por aquí, señor. Será mejor que nos demos prisa, si hace el favor. Lo siento, señor Ryder, no le estoy explicando nada. Es Gustav: se ha puesto enfermo. Yo no estaba aquí cuando ha pasado, pero dos de los chicos, Wilhelm y Hubert, que trabajaban con él aquí, ayudando con los preparativos, nos han mandado el recado. Y, claro, en cuanto me he enterado he venido como un rayo, y lo mismo los demás chicos. Al parecer Gustav estaba trabajando perfectamente, pero ha ido a los servicios y no ha salido en mucho rato, y como eso no es nada propio de Gustav, Wilhelm ha entrado a ver lo que pasaba. Y parece que al entrar, señor, se lo ha encontrado de pie delante de uno de los lavabos, con la cabeza inclinada sobre la loza. Aún no estaba tan enfermo, y le ha dicho a Wilhelm que se sentía un poco mareado, que eso era todo, y que no fuera a montar ningún jaleo al respecto. Wilhelm, siendo como es, no sabía muy bien qué hacer, máxime con Gustav diciéndole que no armara ningún revuelo, y se ha ido a buscar a Hubert. Hubert le ha echado una mirada y ha decidido que Gustav tenía que echarse. Así que se han puesto uno a cada lado para ayudarle, y es cuando se han dado cuenta de que, aunque seguía de pie, con las manos agarradas al lavabo, se había desmayado. Agarrado con fuerza a los bordes, sí señor, y Wilhelm dice que han tenido que despegarle los dedos uno a uno. Entonces Gustav parece que ha vuelto un poco en sí, y le han cogido cada uno un brazo y lo han sacado de allí. Y Gustav, entonces, ha vuelto a repetir que no armaran ningún revuelo, que se encontraba bien y que podía seguir trabajando. Pero Hubert no ha querido ni oír hablar del asunto, y le han llevado a un camerino, a uno de los vacíos.

El maletero barbudo me precedía por el pasillo a paso rápido, hablándome todo el tiempo por encima del hombro, pero dejó de hablar para esquivar un carrito.

– Un asunto muy penoso -dije yo-. ¿Y cuándo dice que ha sucedido exactamente?

– Supongo que debe de haber sido hace un par de horas. Al principio no parecía tan mal, e insistía en que lo que necesitaba era unos minutos de descanso para recuperar el resuello. Pero Hubert estaba preocupado y nos ha mandado recado y hemos venido volando, todos los chicos. Hemos encontrado un colchón para que se echara, y una manta, pero parece que ha empeorado y hemos hablado entre nosotros y hemos pensado que se le debía atender como es debido. Pero Gustav no quería ni oír hablar del asunto, y de repente, muy resuelto, ha dicho que tenía que hablar con usted. Ha estado muy insistente, y ha dicho que si queríamos llevarle, que de acuerdo, que iría al hospital, pero que antes necesitaba hablar con usted. Y no hacía más que empeorar a ojos vistas. Pero no ha habido forma de razonar con él, señor, así que hemos tenido que seguir buscándole por todo el edificio. Y gracias a Dios le he encontrado. Es ese de ahí, el del fondo.

Había supuesto que el pasillo era un corredor continuo que comunicaba todo el edificio, pero cuando llegamos a un punto vi que acababa en un muro de color beige. La última puerta antes del muro estaba entreabierta, y el maletero barbudo, parándose en el umbral, miró con cautela hacia el interior. Luego me hizo una seña y entré tras él en el camerino.

Había una docena de personas agrupadas junto a la puerta, y al vernos se volvieron y se apresuraron a dejarnos paso. Supuse que eran los otros mozos de hotel, pero no me detuve a cerciorarme y fijé la mirada en la figura de Gustav, al fondo del pequeño cuarto.

Yacía sobre un colchón, sobre el piso de baldosa, tapado con una manta. Uno de los maleteros estaba junto a él, en cuclillas, y le decía algo con voz suave, pero al verme se puso en pie de inmediato. Entonces, en menos de unos segundos, el camerino se vació, la puerta se cerró a mi espalda y me encontré a solas con Gustav.

El pequeño camerino no tenía mobiliario, ni siquiera una simple silla de madera. Carecía asimismo de ventanas, y aunque la rejilla de ventilación cercana al techo emitía una especie de zumbido suave, el aire estaba viciado. El suelo era frío y duro, y la luz cenital o estaba apagada o no funcionaba, con lo que la única luz venía de las bombillas que rodeaban el espejo de maquillaje. Podía ver perfectamente, sin embargo, que la cara de Gustav había adquirido una extraña coloración gris. Estaba tendido boca arriba, completamente inmóvil, salvo cuando algo como una ola parecía pasar por encima de él y le hacía hundir la cabeza contra el colchón. Me había sonreído al verme entrar, pero no había dicho nada, sin duda reservándose para cuando estuviéramos a solas. Le oí decir, con voz débil pero sorprendentemente serena:

– Lo siento mucho, señor, haber hecho que le trajeran de este modo. Es tremendamente irritante que haya pasado esto, precisamente esta noche. Precisamente cuando iba usted a hacernos ese gran favor…

– Sí, sí -dije rápidamente-, pero tranquilo… ¿Cómo se encuentra?

Me acuclillé junto a él.

– Supongo que no demasiado bien. Tendré que ir al hospital a que me miren algunas cosas.

Hizo una pausa, y otra oleada se abatió sobre él, y por espacio de unos segundos tuvo lugar una muda lucha sobre el colchón, durante la cual el viejo mozo cerró los ojos. Luego volvió a abrirlos y dijo:

– Tengo que hablar con usted, señor. Hay algo de lo que debo hablarle.

– Por favor, déjeme decirle -dije- que sigo tan comprometido como siempre con su causa. De hecho, estoy deseando hacerles ver a todos los invitados lo injusto del trato que usted y sus colegas han tenido que soportar durante tantos años. Tengo intención de hacer hincapié en los muchos malentendidos que…

Callé: el viejo maletero estaba haciendo un gran esfuerzo por llamar mi atención.

– No lo he dudado en ningún momento, señor -dijo al cabo de una pausa-. Es usted un hombre de palabra. Le estoy muy agradecido por apoyarnos como nos apoya. Pero de lo que le quería hablar era de otra cosa.

Volvió a guardar silencio, y otra callada lucha comenzó a tener lugar bajo la manta.

– La verdad -dije-, me pregunto si no convendría que fuera directamente al hospital…

– No, no. Por favor. Si esperamos a que esté en el hospital, puede que sea demasiado tarde. Verá: ha llegado el momento de que hable con ella. Con Sophie. Debo hablar con ella. Sé que está usted muy ocupado esta noche, pero es que nadie más lo sabe… Nadie sabe lo que sucede entre ella y yo, nadie conoce nuestro arreglo. Sé que es mucho pedir, señor, pero me pregunto si no podría usted ir a buscarla para explicárselo. No hay nadie más que pueda hacerlo.

– Lo siento -dije, genuinamente perplejo-. ¿Explicarle qué, exactamente?

– Explicárselo, señor. Por qué nuestro arreglo…, por qué debe terminar ahora. No será fácil persuadirla, después de todos estos años. Pero si usted consiguiera que entendiera por qué tenemos que hacer que el arreglo acabe… Me doy cuenta de que es mucho pedirle, señor, pero aún falta un buen rato para que tenga que salir al escenario. Y, como digo, usted es el único que sabe lo de…

Dejó la frase en suspenso: otra oleada de dolor se apoderó de él. Pude ver cómo sus músculos se crispaban bajo la manta, pero esta vez siguió mirándome, mantuvo los ojos abiertos mientras todo él se estremecía. Cuando su cuerpo se distendió, dije:

– Es verdad, aún falta un rato para que me llamen. Muy bien, iré a ver qué puedo hacer. Intentaré hacerla comprender. En cualquier caso, la traeré aquí tan rápido como pueda. Pero confiemos en que pueda recuperarse usted pronto, en que lo que le está pasando no sea tan grave como temía…

101
{"b":"92992","o":1}