Abrí una verja de barrotes y seguí una senda que ascendía hasta la cabana de madera. Al principio me sorprendió lo enfangado del terreno, pero a medida que el campo ascendía el suelo se iba haciendo más firme. A medio camino, miré hacia atrás por encima del hombro y vi que la carretera serpeaba a través de las tierras de labrantío, y divisé la parte superior de lo que supuse era el coche de Hoffman perdiéndose en la lejanía.
Cuando llegué a la cabana y abrí el herrumbroso candado de la puerta, estaba casi sin aliento. Desde el exterior, el aspecto de la cabana no difería mucho del de cualquier cobertizo de jardín, pero me quedé perplejo al ver que el interior carecía por completo de decoración. Las paredes y el suelo eran de tabla desnuda (algunas de las tablas estaban alabeadas). Vi insectos moviéndose junto a las grietas que había entre las tablas, y, colgando de las vigas del techo, viejas telarañas. La mayor parte del espacio lo ocupaba un piano vertical de aspecto un tanto astroso, y cuando saqué la banqueta y me senté en ella, vi que mi espalda casi tocaba la pared.
En esa pared a mi espalda se abría la única ventana de la cabana. Al girar sobre la banqueta y estirar el cuello podía ver cómo el campo descendía bruscamente hacia la carretera. El piso de la cabana no parecía enteramente nivelado, y al girar y volver a encarar el piano tuve la incómoda sensación de que en cualquier momento iba a resbalar de espaldas por la ladera de la colina. Sin embargo, cuando levanté la tapa del piano y toqué unos cuantas frases, vi que su tonalidad era perfecta, y que las notas bajas poseían una riqueza especial. Era un piano de mecanismo no liviano en exceso, y había sido adecuadamente afinado. Se me ocurrió que la madera sin desbastar quizá había sido pensada ex profeso para proporcionar un nivel óptimo de absorción y reflexión. Aparte de un ligero crujido que emitía el pedal sostenuto, el conjunto no me displacía demasiado.
Tardé unos breves instantes en poner en orden mis pensamientos, y al cabo acometí el vertiginoso inicio de Asbestos and Fibre . Luego, cuando el primer movimiento entró en una fase más reflexiva, sentí que mi relajación aumentaba por momentos, hasta el punto de que pronto me vi tocando con los ojos cerrados la mayor parte de dicho movimiento.
Al comenzar el segundo movimiento, abrí los ojos y vi que el sol de la tarde entraba a raudales por la ventana que había a mi espalda, y hacía que mi sombra se proyectara bruscamente sobre el teclado. Ni las exigencias del segundo movimiento, sin embargo, fueron capaces de alterar mi calma. Era consciente de hallarme en pleno dominio de cada dimensión de la pieza. Recordé cuán preocupado había estado en el curso de aquel día, y me sentí un completo necio por haberme permitido llegar a tal estado. Además, una vez en la mitad de la pieza, me resultaba inconcebible que a mi madre pudiera no conmoverle aquella música. Así pues, no había razón alguna para no sentir sino una total seguridad en relación con mi interpretación de aquella noche.
Estaba entrando en la sublime melancolía del tercer movimiento cuando percibí un ruido en el fondo sonoro. Al principio pensé que tenía algo que ver con el pedal suave, y luego que se trataba del piso. Era un débil, rítmico ruido que aparecía y desaparecía a intervalos, y durante cierto tiempo traté de no prestarle atención. Pero volvía y volvía, y al final, durante los pianissimos de la mitad del tercer movimiento, caí en la cuenta de que alguien, no lejos, estaba cavando.
El descubrimiento de que tal ruido no tenía nada que ver conmigo me permitió desentenderme de él y seguir con la ejecución del tercer movimiento, disfrutando de la facilidad con que los enmarañados nudos de emoción afloraban a la superficie y se deshacían. Volví a cerrar los ojos, y al poco empecé a visualizar la imagen de mis padres, sentados uno al lado del otro, escuchándome con expresión de concentración solemne. Extrañamente, no los imaginaba en una sala de conciertos -como sabía que los vería aquella noche- sino en Worcestershire, en la sala de una vecina, la señora Clarkson, una viuda de la que mi madre había sido amiga en un tiempo. Tal vez fuera la alta hierba del exterior de la cabana lo que me había recordado a la señora Clarkson. Su casita, similar a la nuestra, estaba situada en la mitad de un pequeño campo, y, como era lógico, siendo como era una mujer sola, no podía evitar que la hierba creciera sin control. El interior de la casita, sin embargo, siempre estaba impecablemente limpio y ordenado. En un rincón de la sala había un piano, que yo no recordaba haber visto jamás con la tapa levantada. Tal vez estaba desafinado o roto. Pero me vino a la mente un recuerdo de mí mismo, tranquilamente sentado en aquella sala, con la taza de té sobre las rodillas, escuchando cómo mis padres charlaban de música con la señora Clarkson. Quizá mi padre le acababa de preguntar si alguna vez había tocado el piano, porque la música, ciertamente, no había sido un tema habitual de conversación en aquella casa. En cualquier caso, y por razones en absoluto lógicas, mientras seguía tocando el tercer movimiento de Asbestos and Fibre en aquella cabana de madera, me permití el placer de simular que estaba tocando en la sala de la casita de la señora Clarkson, y que mi padre, mi madre y la señora Clarkson me escuchaban con expresiones serias, y que la cortina de encaje amenazaba con golpearme la cara al alzarse al aire con la brisa estival.
Al aproximarme a los últimos estadios del tercer movimiento volví a ser consciente del ruido de fuera. No estaba seguro de si había cesado durante un rato y recomenzado luego o si había continuado todo el tiempo, pero en cualquier caso ahora parecía más fuerte. Me asaltó de pronto el pensamiento de que quien estaba haciendo aquel ruido no era otro que el señor Brodsky, que estaba cavando en la tierra para enterrar a su perro. Recordé, en efecto, que en más de una ocasión aquella mañana le había oído expresar su intención de enterrar al perro más tarde, e incluso recordé vagamente haber accedido a tocar el piano mientras él llevaba a cabo la ceremonia del enterramiento.
Me puse a visualizar lo que seguramente había tenido lugar antes de mi llegada. Brodsky habría llegado un rato antes y se habría puesto a esperar en determinado punto de la cima de la colina, a un tiro de piedra de la cabana, donde había un grupo de árboles y un ligero declive en el terreno. Estaría allí de pie, en silencio, y habría dejado la pala apoyada contra el tronco de un árbol, y el cuerpo del perro yacería medio oculto entre la hierba circundante, envuelto en una sábana. Como me había anunciado aquella mañana, Brodsky tenía planeada una ceremonia sencilla, en la que mi acompañamiento al piano constituiría el solo ornamento, y, como era lógico, no habría querido empezar sin que yo hubiera llegado. Así pues, me habría esperado allí, quizá durante una hora, contemplando el cielo y el paisaje desde la colina.
Al principio, como es natural, Brodsky habría rememorado cosas de su fallecido compañero. Pero al ver que pasaba el tiempo y que yo no llegaba se habría puesto a pensar en la señorita Collins y en la inminente cita en el cementerio. Y al poco Brodsky se vería recordando una mañana de primavera de hacía muchos años, en la que había sacado dos sillas de mimbre al campo de la parte de atrás de la casita donde vivían. Apenas habían transcurrido quince días desde su llegada a la ciudad, y a pesar de su exhausta economía la señorita Collins había desplegado una considerable energía en la decoración de la casita. Aquella mañana de primavera había bajado para desayunar y había expresado su deseo de sentarse un rato al sol y al aire fresco.
Al volver mentalmente a aquella mañana, Brodsky veía que podía recordar de manera vivida la hierba amarilla y húmeda y el sol de la mañana sobre su cabeza mientras colocaba las sillas una junto a otra. Ella salía un poco después, y ambos se sentaban juntos un rato e intercambiaban relajadamente algún que otro comentario. Aquella mañana, por primera vez en varios meses, habían experimentado por espacio de un breve lapso el sentimiento de que, después de todo, el futuro aún podía depararles algo bueno. Brodsky había estado a punto de mencionar tal sentimiento, pero al advertir que por fuerza rozaría el delicado asunto de sus recientes fracasos, había preferido callarse.
Luego, ella había expuesto la situación de la cocina. Como él no había quitado las tablas de aglomerado pese a llevar varios días prometiéndolo, ella no podía progresar en su acondicionamiento. Él se había quedado callado unos instantes, y al cabo había respondido diciendo, con absoluta calma, que tenía mucho trabajo pendiente en el taller del cobertizo. Dado que no eran capaces de estar sentados unos minutos sin meterse el uno con el otro, Brodsky había decidido que era mejor ponerse a hacer algo. Se levantó y atravesó la casita y fue hacia el cobertizo del jardín delantero. Ninguno de los dos había alzado la voz en ningún momento de la discusión, que había durado apenas unos segundos. En aquel momento no había prestado mucha atención a la disputa, y enseguida se había ensimismado en sus proyectos de carpintería. Luego, en el curso de la mañana, había mirado de cuando en cuando a través de la polvorienta ventana del cobertizo y la había visto vagando sin objeto por el jardín. Y había seguido trabajando, con la vaga esperanza de que en cualquier momento apareciera en la puerta del cobertizo, pero ella siempre había vuelto a entrar en casa. Él había entrado para el almuerzo -bastante tarde, por cierto- y había visto que ella había terminado de comer y había subido al cuarto. Después de esperar un rato, había vuelto al cobertizo, donde había seguido trabajando toda la tarde. Más tarde se había visto contemplando la llegada de la oscuridad y las luces recién encendidas de la casita. Y hacia la medianoche había entrado en casa.
La planta baja estaba a oscuras. Se había sentado en una silla de madera de la sala y, mientras miraba cómo la luz de la luna bañaba su desvencijado mobiliario, había reflexionado sobre el extraño modo en que había transcurrido el día. No recordaba que hubieran pasado nunca un día entero de aquel modo, y decidido a concluirlo mejorando un poco su relación con ella, se había levantado y había subido la escalera.
Al llegar al rellano había visto que aún había luz en el dormitorio. Se había dirigido hacia él y las tablas del piso habían crujido ruidosamente bajo sus pies, anunciando su llegada de modo más claro que si se le hubiera ocurrido decirle algo en voz alta. Al llegar ante la puerta se había parado y había mirado hacia la rendija de luz de la parte baja, y había tratado de recuperar un poco el ánimo. Luego, en el momento en que iba a asir el tirador para abrirla, había oído la tos. Apenas una pequeña tos, casi con seguridad involuntaria, y sin embargo había habido algo en ella que le había hecho apartar la mano de la puerta. En algún registro de aquella tos había percibido el recordatorio de una dimensión de la personalidad de ella que últimamente él había logrado mantener apartada de su mente, un rasgo que, en épocas más felices, él había admirado mucho, pero que -caía en ello de pronto- ahora trataba de olvidar con creciente obstinación desde la debacle de la que habían huido recientemente. De algún modo, aquella tos había abarcado todo su perfeccionismo, la nobleza de sus sentimientos, aquella parte de sí misma que le hacía siempre preguntarse si estaba empleando sus energías del modo más útil posible. Y de súbito él había sentido una enorme irritación contra ella, por la tos, por el modo en que el día había transcurrido, y se había dado la vuelta y se había ido, sin importarle el ruido que pudieran hacer las tablas bajo sus pies. De nuevo en la oscuridad veteada de la sala, se había echado en el viejo sofá y se había tapado con un abrigo y se había dormido.