A la mañana siguiente se había despertado temprano y había preparado el desayuno para los dos. Ella había bajado a la hora de costumbre, y ambos se habían saludado amablemente. Él había empezado a decir que sentía lo del día anterior, pero ella le había dicho que lo dejara, que los dos habían sido increíblemente pueriles. Habían seguido desayunando, enormemente aliviados por haber dejado la disputa atrás. Pero durante el resto del día, durante los días siguientes, había quedado algo frío en sus vidas. Y en los meses que siguieron, después de que los períodos de silencio hubieran aumentado en duración y frecuencia, él se había devanado los sesos para averiguar la causa, y al cabo siempre se veía volviendo a aquella mañana de primavera, a aquella mañana que había empezado de forma tan prometedora para ellos, sentados en sendas sillas de mimbre sobre la hierba húmeda.
Y entonces, estando él absorto en tales recuerdos, llegué yo a la cabana y empecé a tocar. Durante los primeros compases Brodsky había seguido con la mirada vacía y fija en la lejanía. Luego, con un suspiro, había vuelto a concentrar su atención en la tarea que tenía entre manos, y había cogido la pala. Había tanteado el terreno con el filo, pero considerando quizá que el espíritu de la música aún no era el adecuado para el acto, no había continuado. Sólo después de oírme acometer la lenta melancolía del tercer movimiento, había empezado Brodsky a cavar. La tierra estaba blanda y no le había causado grandes problemas. Luego había arrastrado el cuerpo del perro a través de la alta hierba y lo había depositado en el hoyo sin dificultad, sin sentir siquiera la tentación de abrir un poco la sábana para dirigirle una última mirada. De hecho había empezado a echar tierra sobre la tumba cuando algo -acaso la tristeza de la música que le llegaba a través el aire- le hizo hacer una pausa. Entonces, enderezándose, dedicó unos mudos minutos a la contemplación de la fosa a medio llenar. Y sólo cuando me acercaba yo al final del tercer movimiento volvió él a coger la pala para seguir llenándola.
Cuando concluí el tercer movimiento, oí que Brodsky seguía trabajando; decidí omitir el movimiento final -escasamente apropiado para la ceremonia en curso- y volví a empezar el tercer movimiento. Era, pensé, lo menos que podía hacer por Brodsky después de haberle hecho esperar tanto tiempo. El ruido de la pala siguió durante unos minutos más, y cesó cuando a mí me faltaba casi la mitad del movimiento. Supuse que ello le vendría bien a Brodsky, ya que le daría un poco más de margen para permanecer sobre la tumba sumido en sus pensamientos, e imprimí a los elegiacos matices mayor énfasis que en la ejecución previa.
Cuando llegué de nuevo al final del movimiento, permanecí sentado y quieto frente al piano, y al cabo de unos instantes me levanté para estirar un poco piernas y brazos en aquel espacio reducido. El sol de la tarde llenaba ahora la cabana, y de la hierba de fuera llegaba el canto de los grillos. Al rato pensé que debía salir a decirle unas palabras a Brodsky.
Cuando abrí la puerta y miré hacia el exterior, me sorprendió ver lo bajo que estaba ya el sol sobre la carretera del pie de la colina. Unos cuantos pasos a través de la hierba me llevaron hasta el sendero, desde donde subí el breve tramo que me separaba de la cima de la colina. Al llegar vi que la ladera de aquel lado descendía -más suave y gradualmente que la de la cabana- hacia un bonito valle. Brodsky estaba al pie de la tumba, unos metros más abajo, bajo un pequeño grupo de delgados árboles.
Al acercarme a él, no se volvió, pero dijo suavemente, sin apartar los ojos de la tumba:
– Señor Ryder, gracias. Ha sido muy bello. Le estoy muy agradecido, muy agradecido.
Dije algo entre dientes, y me detuve en medio de la hierba, a una respetuosa distancia de la tumba. Brodsky siguió mirándola unos instantes, y luego dijo:
– No era más que un animal viejo. Pero quería para él la mejor música. Le estoy profundamente agradecido.
– No tiene por qué, señor Brodsky. Ha sido un placer.
Dejó escapar un suspiro y me miró por vez primera.
– ¿Sabe?, no puedo llorar por Bruno. Lo he intentado, pero no puedo. Mi mente está llena de futuro. Y a veces, también, llena de pasado. Pienso en nuestra vida pasada. Vayámonos, señor Ryder. Dejemos aquí a Bruno. -Se volvió y empezó a bajar despacio hacia el valle-. Vayámonos. Adiós, Bruno. Fuiste un buen amigo, pero eras sólo un perro. Dejémoslo ahí, señor Ryder. Venga, camine conmigo. Dejémoslo ahí. Ha sido maravilloso que tocara para él. La mejor de las músicas. Pero no puedo llorar. Ella vendrá enseguida. No tardará. Por favor, caminemos.
Miré de nuevo hacia el valle que teníamos ante nosotros y vi que estaba enteramente cubierto de lápidas. Y se me ocurrió que estábamos acercándonos al cementerio donde Brodsky se había citado con la señorita Collins. Cuando lo alcancé y me puse a su lado, en efecto, oí que Brodsky decía:
– En la tumba de Per Gustavsson. Hemos quedado allí. Por nada especial. Me ha dicho que conocía la tumba, eso es todo. La esperaré allí. No me importa esperar un poco.
Habíamos bajado por entre la alta hierba, pero ahora llegamos a un sendero; a medida que avanzábamos ladera abajo iba viendo con más y más nitidez el cementerio. Era un lugar tranquilo, recoleto. Las lápidas se hallaban dispuestas en ordenadas hileras a lo largo del fondo del valle, y algunas de ellas se encaramaban sobre las laderas de hierba que ascendían a ambos costados. En un momento dado reparé en que estaba teniendo lugar un entierro; podía divisar las oscuras figuras de los deudos, unos treinta, todos agrupados bajo el sol, a nuestra izquierda.
– Espero que vaya bien -dije-. Me refiero a su cita con la señorita Collins.
Brodsky sacudió la cabeza.
– Esta mañana me he sentido bien. Pensaba que, si hablábamos, las cosas podrían arreglarse. Pero ahora…, no sé. Puede que ese hombre, su amigo de usted, el que estaba en el apartamento de la señorita Collins esta mañana, puede que tenga razón. Tal vez ella nunca pueda perdonarme. Tal vez fui demasiado lejos y jamás pueda perdonarme.
– Estoy seguro de que no tiene que ser tan pesimista -dije-. Sucediera lo que sucediera entonces, ahora pertenece al pasado. Si ustedes dos pudieran…
– Todos estos años, señor Ryder -dijo-, hundido en lo más hondo… Nunca lo acepté. Nunca acepté lo que decían de mí entonces. Nunca creí que fuera… ese don nadie. Puede que con la cabeza sí, que racionalmente aceptara lo que decían de mí. Pero no con el corazón. Con el corazón jamás creí que fuera cierto. Ni un solo instante, jamás en todos estos años. Siempre fui capaz de escuchar… De escuchar música. Así que sabía que era mejor, que era mejor de lo que decían. Pero entonces, bueno, ella empezó a dudarlo. ¿Quién puede reprochárselo? No le reprocho haberme dejado. No, en absoluto. Pero le reprocho que no haya sabido sacar partido. Oh, sí, ¡debería haber sacado partido de su situación! Hice que me odiara, ¿se imagina lo que tuvo que costarme hacerlo? Le di la libertad, ¿y qué ha hecho ella? Nada. Ni siquiera se ha marchado de esta ciudad. No ha hecho más que perder el tiempo. Con esa gente débil e inútil con la que se pasa el día hablando. ¡Si llego a saber que sólo haría eso! Es algo muy doloroso, señor Ryder, apartar de ti a alguien a quien amas. ¿Cree que lo habría hecho…? ¿Cree que me habría convertido en ese ser horrible si hubiera sabido que ella iba a hacer lo que ha hecho? ¡Esa gente débil e infeliz con la que se pasa el día hablando! Hubo un tiempo en que ella… tenía las más altas metas. Iba a hacer grandes cosas. Ése era entonces su pensamiento. Y, ya ve, lo ha echado todo a perder. Ni siquiera se ha marchado de la ciudad. ¿Le parece extraño que le chillara de vez en cuando? Si eso era todo lo que iba a hacer, ¿por qué no lo dijo entonces? ¿Se cree que es una broma, una gran broma, ser un borracho y un mendigo? La gente piensa, de acuerdo, es un borracho, no le importa nada de nada… No es verdad. A veces todo se ve claro, muy claro, y entonces…, ¿se imagina lo horrible que es entonces, señor Ryder? Ella nunca se dio cuenta, nunca se dio cuenta de la oportunidad que le brindaba. Ni siquiera se ha marchado de la ciudad. No hace más que hablar, hablar con esa gente débil… Sí, le grité, ¿se me puede censurar por ello? Lo merecía, se merecía todo lo que le dije, hasta el último de aquellos sucios insultos, se lo merecía…
– Señor Brodsky, por favor, por favor… Ésta no es la mejor forma de prepararse para una cita de tal importancia…
– ¿Se cree que me gustaba hacerlo? ¿Que lo hice por diversión? No tenía por qué hacerlo. Mire, cuando quiero dejar de beber, puedo hacerlo. ¿Se cree que fue una broma? ¿Que lo que hice fue una broma?
– Señor Brodsky, no quiero entrometerme. Pero seguramente ha llegado el momento de dejar de lado para siempre tales pensamientos. Seguramente todas esas diferencias, todos esos malentendidos…, seguro que ha llegado el momento de olvidarlos. Deben tratar de aprovechar al máximo la vida que les queda. Por favor, trate de calmarse. De nada le servirá ver a la señorita Collins en este estado; seguro que lo lamentará más tarde. De hecho, señor Brodsky, si me permite decirlo, ha dado usted en el clavo cuando, al hablarle esta mañana, ha puesto usted el acento en el futuro. Su idea de tener un animal es, a mi juicio, estupenda. Creo que debería seguir con esa idea, con ésa y con otras parecidas. No hay necesidad de volver sobre el pasado todo el tiempo. Y, por supuesto, ahora se abren para usted grandes perspectivas de futuro. Yo, por mi parte, voy a intentar todo lo que esté en mi mano esta noche para que esta ciudad le acepte…
– ¡Oh, sí, señor Ryder! -Su ánimo pareció cambiar repentinamente-. Sí, sí, sí. Esta noche, sí, esta noche trataré de… ¡Trataré de estar magnífico!
– Así está mejor, señor Brodsky.
– Esta noche no voy a transigir, no transigiré en absoluto. Sí, de acuerdo, me acosaron, tiré la toalla, huimos, vinimos a esta ciudad. Pero en el fondo de mi corazón nunca tiré la toalla totalmente. Sabía que no había tenido la oportunidad idónea. Y ahora, por fin, esta noche… He esperado tanto tiempo. No voy a transigir. La orquesta, los músicos no se lo van a creer, lo que voy a exigirles… Señor Ryder, le estoy muy agradecido. Usted ha sido para mí una inspiración. Hasta esta mañana tenía miedo. Miedo de esta noche, miedo de lo que podía suceder. Tendré que tener mucho cuidado, me decía a mí mismo. Hoffman, todos los demás, no hacían más que decirme que fuera con cuidado, poco a poco… Vaya despacio al principio, me decían. Vuelva a ganárselos poco a poco. Pero esta mañana he visto su fotografía en el periódico. En el periódico, el monumento Sattler. Y me he dicho, ¡eso es, eso es! ¡Ve hasta el final, hasta el final! ¡No te arredres ante nada! La orquesta…, ¡no se lo van a creer! Y la gente, la gente de esta ciudad, tampoco podrá creérselo. ¡Sí, ve hasta el final! Y ella va a verlo. Va a verme, va a ver quién soy realmente, quién he sido siempre… ¡El monumento Sattler, eso es!