Ahora el terreno era llano e íbamos caminando por la herbosa senda central del cementerio. De pronto me percaté de cierto movimiento a mi espalda, y al volverme y mirar por encima del hombro vi que uno de los deudos del entierro venía corriendo hacia nosotros haciéndonos apremiantes señas. Cuando se acercó vi que era un hombre moreno, achaparrado, de unos cincuenta años.
– Señor Ryder, qué honor… -dijo casi sin aliento al ver que me volvía-. Soy el hermano de la viuda. Mi hermana se alegraría tanto si fuera usted tan amable de unirse a nosotros…
Miré hacia donde nos indicaba y vi que estábamos bastante cerca de la comitiva del entierro. En efecto, la brisa nos traía claramente los desolados sollozos.
– Por aquí, por favor -dijo el hombre.
– Pero…, en un momento tan íntimo…
– No, no, por favor. Mi hermana…, todos nos sentiremos tan honrados… Por favor, por aquí.
Un tanto a regañadientes, me dispuse a seguirle. El terreno iba haciéndose más blando a medida que avanzábamos a través de las lápidas. Al principio me fue imposible ver a la viuda entre las filas de espaldas encorvadas y oscuras, pero al acercarnos al grupo alcancé a verla a la cabeza del mismo, inclinada sobre la fosa abierta. Daba muestras de una aflicción tan honda que parecía muy capaz de arrojarse sobre el ataúd. Tal vez en previsión de tal eventualidad, un caballero de avanzada edad y pelo blanco la retenía con fuerza por brazo y hombro. A su espalda, los presentes lloraban al parecer movidos por un dolor genuino, pero por encima del llanto general seguían siendo claramente perceptibles los angustiados gemidos de la viuda: lentos, exhaustos aunque sorprendentemente estentóreos, como los que cabría esperar de alguien sometido a una tortura continuada. Al oírlos sentí un deseo súbito de darme la vuelta y alejarme, pero el hombre achaparrado me estaba haciendo gestos para que me acercara a la fosa. Cuando vio que no me movía, me susurró en tono nada discreto:
– Señor Ryder, por favor.
Algunos de los deudos se volvieron para mirarnos.
– Señor Ryder, por aquí.
El hombre achaparrado me cogió del brazo y empezamos a abrirnos paso entre los presentes, algunos de los cuales se volvían para mirarme. Oí, como mínimo, dos voces que decían: «Es el señor Ryder…» Cuando llegamos al pie de la fosa, los sollozos habían amainado en gran medida, y pude sentir multitud de ojos clavados en mi espalda. Adopté una actitud de sereno respeto, penosamente consciente de lo informal de mi atuendo: chaqueta verde clara, sin corbata… La camisa, además, era de un alegre estampado de tonos anaranjados y amarillos. Mientras el hombre achaparrado trataba de atraer la atención de la viuda, me abotoné rápidamente la chaqueta.
– Eva -decía el hombre achaparrado con voz suave-. Eva…
El caballero del pelo blanco se volvió para mirarnos, pero la viuda no dio señales de haber oído. Siguió sumida en su angustia, gimiendo ruidosa y rítmicamente junto a la fosa. Su hermano se volvió y me miró con patente embarazo.
– Por favor -le susurré, y empecé a retroceder-. Le daré el pésame más tarde.
– No, no, señor Ryder, por favor. Un momento. -El hombre achaparrado puso una mano sobre el hombro de su hermana, y volvió a decirle, esta vez con impaciencia-: Eva, Eva…
La viuda se irguió, y al final, controlando sus sollozos, se volvió hacia nosotros.
– Eva -dijo su hermano-. El señor Ryder está aquí.
– ¿El señor Ryder?
– Mis más profundas condolencias, señora -dije, inclinando con solemnidad la cabeza.
La viuda continuó mirándome con fijeza.
– ¡Eva! -le siseó su hermano.
La viuda dio un respingo, miró a su hermano y luego a mí.
– El señor Ryder… -dijo al fin, en un tono sorprendentemente sereno-. Es un verdadero honor. Hermann -dijo, señalando la fosa- era un gran admirador suyo.
Dicho esto, volvió a estallar en sollozos.
– ¡Eva!
– Señora -dije con voz suave-, he venido a expresarle mis más sentidas condolencias. Lo siento de verdad. Pero por favor, señora, y señores…, permítanme que les deje en la intimidad de su dolor.
– Señor Ryder -dijo la viuda, que había vuelto a recuperar el dominio de sí misma-. Es un verdadero honor. Estoy segura de que todos los presentes estarán de acuerdo conmigo en que nos sentimos profundamente halagados.
Oí un coro de murmullos de asentimiento a mi espalda.
– Señor Ryder -continuó la viuda-, ¿está disfrutando de su estancia en nuestra ciudad? Espero que al menos haya encontrado una o dos cosas fascinantes.
– Estoy disfrutando mucho. Todos han sido tan amables conmigo… Una comunidad magnífica. Lamento mucho el…, el fallecimiento.
– Quizá le apetezca tomar algo, café o té…
– No, no, de verdad, por favor…
– Quédese al menos a tomar algo. Oh, Dios, ¿es que nadie ha traído un poco de café o té? ¿Nada?
La viuda miró penetrantemente a los presentes.
– Por favor, de verdad, no tenía intención de irrumpir así en…- P°r favor, continúen con…, con lo que están haciendo.
– Pero debe tomar algo. Alguien…, ¿alguien tiene un termo de café?
Los deudos, a mi espalda, se consultaban unos a otros, y cuando miré por encima del hombro vi que la gente buscaba en bolsas y bolsos. El hombre achaparrado hacía una seña en dirección a las últimas filas del grupo, y vi que le estaban pasando algo de mano en mano. Al cogerlo se quedó mirándolo, y vi que se trataba de un trozo de pastel envuelto en papel de celofán.
– ¿Eso es todo lo que tenéis? -gritó el hombre achaparrado-. ¿Qué diablos es eso?
Empezaba a alzarse un gran revuelo entre los presentes. Una voz que destacaba sobre las otras preguntaba airadamente:
– Otto, ¿dónde está el queso?
Al cabo le tendieron al hombre achaparrado un paquete de pastillas de menta. El hombre achaparrado miró con aire iracundo hacia las últimas filas, y se volvió para entregarle a su hermana el pastel y las pastillas de menta.
– Son ustedes muy amables -dije-, pero sólo he venido a…
– Señor Ryder -dijo la viuda, ahora en tono tenso y emocionado-. Al parecer es todo lo que podemos ofrecerle. No sé lo que habría dicho Hermann…, ser deshonrado así precisamente en este día… Pero qué le vamos a hacer, sólo puedo disculparme. Mire, esto es todo, esto es lo que podemos ofrecerle, ésta es toda la hospitalidad que podemos ofrecerle…
Las voces a mi espalda, que se habían aquietado cuando empezó a hablar la viuda, estallaron de nuevo en discusiones varias. Oí que alguien gritaba:
– ¡No, señor! ¡Yo no he dicho nada de eso!
Entonces, el hombre del pelo blanco que antes había asistido a la viuda al pie de la fosa, dio un paso hacia mí e inclinó la cabeza.
– Señor Ryder -dijo-. Perdónenos por la mezquindad con que correspondemos a este gran detalle suyo. Nos coge usted, como puede ver, deplorablemente desprevenidos. Le aseguro, sin embargo, que todos y cada uno de nosotros le quedaremos profundamente agradecidos. Por favor, acepte este refrigerio, por inadecuado que sea…
– Señor Ryder, siéntese aquí, por favor -dijo la viuda, mientras limpiaba con un pañuelo una lápida de mármol contigua a la fosa de su marido-. Por favor.
Era obvio que ya no podía retirarme. Mascullando una disculpa, me acerqué hacia la lápida que la viuda acababa de limpiar, y dije:
– Son ustedes muy amables…
En cuanto me senté sobre el mármol claro de la tumba, los deudos se agruparon a mi alrededor.
– Por favor -dijo de nuevo la viuda.
Estaba de pie ante mí, rasgando el papel de celofán que contenía el pastel. Cuando consiguió abrirlo, me tendió pastel y envoltura. Le di las gracias de nuevo y me puse a comer. Era un pastel de fruta, y tuve que hacer un gran esfuerzo para que no se me desmenuzara entre los dedos. Se trataba, además, de una generosa rebanada, y no de un pequeño trozo fácil de engullir en unos cuantos bocados. Seguí comiendo, y tuve la sensación de que los deudos se me acercaban más y más por momentos, aunque al mirarlos me parecieron inmóviles, con la mirada baja y la expresión respetuosa. Hubo un breve silencio, y al cabo el hombre achaparrado tosió y dijo:
– Ha hecho un día muy bueno.
– Sí, muy bueno -dije yo, con la boca llena-. Muy, muy bueno.
El caballero del pelo blanco avanzó un paso y dijo:
– En nuestra ciudad hay unos paseos maravillosos, señor Ryder. Si nos alejamos un poco del centro, encontramos unos maravillosos parajes campestres por donde pasear. Si tiene usted algún momento libre, me encantaría mostrarle algunos.
– Señor Ryder, ¿no le apetece una pastilla de menta?
La viuda me tendía el paquete abierto y lo sostenía muy cerca de mi cara. Le di las gracias y me metí una pastilla en la boca, aunque sabía que el gusto de la pastilla no casaría en absoluto con el sabor del pastel.
– Y en cuanto a la ciudad misma -decía el caballero del pelo blanco-, si le interesa la arquitectura medieval, hay unas cuantas casas que le fascinarían. Sobre todo en la ciudad antigua. Me encantaría servirle de guía.
– Es usted muy amable -dije.
Seguí comiendo, deseoso de terminar el pastel cuanto antes. Hubo un momento de silencio, y luego la viuda suspiró y dijo:
– Ha sido un día precioso.
– Sí -dije-. Desde que llegué a la ciudad ha hecho un tiempo espléndido.
Mi comentario levantó un general murmullo de aprobación, y algunos de los presentes hasta rieron cortésmente como si hubiera dicho una agudeza. Me metí en la boca con esfuerzo lo que me quedaba del pastel y me sacudí las migas de las manos.
– Mire -dije-. Han sido ustedes muy amables. Pero ahora, por favor, sigan con la ceremonia.
– Otra pastilla de menta, señor Ryder… Es todo lo que puedo ofrecerle.
La viuda volvía a pegarme a la cara el paquete de pastillas de menta.
Fue entonces cuando de súbito caí en la cuenta de que en aquel preciso instante la viuda estaba sintiendo un profundo odio hacia mí. Y me vino a la cabeza el pensamiento de que, por corteses que fueran, los presentes -prácticamente todos ellos, el hombre achaparrado incluido- sentían un hondo resentimiento ante mi presencia. Curiosamente, al tiempo que me asaltaba tal pensamiento, una voz al fondo, en tono no muy alto pero con nitidez suficiente, dijo:
– ¿Por qué es él tan importante? Estamos aquí por Hermann.
Se alzó un revuelo de voces molestas, y como mínimo dos escandalizados susurros: «¿Quién ha dicho eso?»… El caballero del pelo blanco tosió, y luego dijo: