– También es muy agradable pasear por la orilla de los canales.
– ¿Qué tiene él de especial? No ha hecho más que interrumpirnos…
– ¡Cállate, estúpido! -gritó alguien-. Bonito momento para deshonrarnos a todos…
Se alzaron voces en apoyo de este grito, pero se oyó una segunda voz que secundaba agresivamente la anterior protesta.
– Señor Ryder, por favor. -La viuda volvía a ofrecerme las pastillas de menta.
– No, de verdad…
– Por favor, coja otra.
De las últimas filas llegó una furiosa disputa entre cuatro o cinco personas. Una voz gritaba:
– Nos va a llevar demasiado lejos. El monumento Sattler…, eso es ir demasiado lejos.
Más y más presentes empezaban a gritarse unos a otros, y vi que estaba a punto de estallar una reyerta en toda regla.
– Señor Ryder -dijo el hombre achaparrado inclinándose hacia mí-, por favor, no les haga caso. Siempre han sido una deshonra para la familia. Siempre. Nos avergonzamos de ellos. Oh, sí, sentimos vergüenza. Por favor, no les escuche: no haga que nos avergoncemos por partida doble.
– Pero seguramente… -Empecé a levantarme de la lápida, pero algo me empujó hacia abajo y me retuvo, y me di cuenta de que la viuda me había puesto una mano en el hombro y me obligaba a seguir sobre la lápida.
– No se inquiete, por favor, señor Ryder -me dijo en tono cortante-. Haga el favor de terminar su refrigerio.
Ahora la airada disputa era casi general entre los deudos, y en las últimas filas parecía que se estaban empujando unos a otros. La viuda seguía sujetándome por el hombro, y miraba a los presentes con una expresión de orgulloso desafío.
– Me tiene sin cuidado, me tiene sin cuidado -gritaba una voz-. ¡Estamos mucho mejor como estamos!
Los empujones arreciaban, y un joven gordo se abría paso entre los presentes en dirección a nosotros. Tenía la cara muy redonda, y era evidente que se encontraba muy alterado.
– Muy bien, perfecto…, venir aquí en ese plan. ¡Posar así ante el monumento Sattler! ¡Sonriendo de ese modo! Luego se irá sin más. Pero para los que tenemos que vivir aquí no es tan fácil. ¡El monumento Sattler!
El joven de la cara redonda no parecía alguien proclive a hacer ese tipo de manifestaciones atrevidas, y sin duda sus emociones eran sinceras. Me sentí un tanto perplejo, y durante unos segundos fui incapaz de reaccionar. Luego, cuando vi que el joven de la cara redonda iniciaba otra andanada de acusaciones, sentí que algo en mi interior se venía abajo. Me vino a la mente la idea de que de algún modo, inexplicablemente, había cometido un error el día anterior al acceder a que me fotografiaran ante el monumento Sattler. En aquel momento, ciertamente, me había parecido el modo más eficaz de enviar un mensaje apropiado a los vecinos de la ciudad. Había sido perfectamente consciente, por supuesto, de los pros y los contras de tal sesión fotográfica -recordaba cómo aquella mañana, en el desayuno, había sopesado cuidadosamente la conveniencia de prestarme a ella-, pero ahora reparaba en la posibilidad de que en el asunto del monumento Sattler hubiera más implicaciones de las que suponía.
Animados por el joven de la cara redonda, algunos de los presentes habían empezado a gritar en dirección a mí. Otros trataban de hacerles callar, aunque no con la energía que hubiera sido deseable. Luego, en medio del griterío, me percaté de una nueva voz que hablaba suavemente junto a mi hombro. Era una voz masculina, refinada y serena, que me resultó vagamente familiar.
– Señor Ryder -me decía-. Señor Ryder. La sala de conciertos… Debería estar ya de camino. Le están esperando. De verdad, debería ir con tiempo suficiente para inspeccionar el lugar, sus condiciones…
Luego la voz se vio ahogada por otro intercambio de voces particularmente sonoro que estalló a unos pasos de nosotros. El joven de la cara redonda me señalaba con el dedo y repetía algo una vez y otra.
Entonces, repentinamente, se hizo un silencio total entre los presentes. Al principio pensé que la gente había acabado por calmarse y aguardaba a que yo hablara. Pero luego me di cuenta de que el joven de la cara redonda -la concurrencia toda, de hecho- estaba mirando hacia algún punto del espacio, por encima de mi cabeza. Transcurrieron unos segundos antes de que se me ocurriera volverme, y entonces vi que Brodsky se había subido a una lápida y estaba de pie, a una altura muy superior a la mía, a mi espalda.
Tal vez fuera sencillamente el ángulo desde el que lo miraba -se hallaba ligeramente inclinado hacia adelante, de forma que le veía en contrapicado, recortada contra un vasto cielo, la parte inferior de la barbilla-, pero el caso es que había en él algo extraordinariamente imperioso. Parecía cernerse sobre todos nosotros como una gigantesca estatua, con las manos abiertas, suspendidas en el aire. De hecho parecía contemplar el grupo que tenía ante él como -imaginaba yo- contemplaría a una orquesta segundos antes de comenzar a dirigirla. Algo había en él que sugería una extraña autoridad sobre las emociones que acababan de manifestarse de forma violenta ante sus ojos, una autoridad capaz de hacer que tales emociones se encresparan o amainaran a su antojo. El silencio duró unos segundos más. Al cabo, una voz gritó:
– ¿Qué quieres tú? ¡Viejo borracho!
La persona que había gritado tal vez pretendía arrancar de la concurrencia otro griterío. Pero nadie dio muestras de haber oído el improperio.
– ¡Viejo borracho! -intentó de nuevo la voz, pero ahora la convicción se había esfumado de ella.
El silencio continuó: los ojos estaban fijos en Brodsky. Al cabo de lo que pareció un tiempo excesivo, Brodsky dijo:
– Si quiere llamarme eso, perfecto. Veremos. Veremos quién soy. En los días, semanas, meses venideros. Veremos si no soy más que eso.
Había hablado sin prisa, con una fuerza serena que no mermaba en lo más mínimo su inicial impacto. Los presentes siguieron mirándole con fijeza, con expresión boquiabierta. Luego Brodsky dijo con dulzura:
– Alguien a quien querías ha muerto. Éste es, pues, un inapreciable momento.
Sentí cómo los bajos de su gabardina me rozaban la parte posterior de la cabeza, y adiviné que estaba tendiendo una mano hacia la viuda.
– Es un momento inapreciable. Ven. Acaricíate ahora la herida. Seguirá en ti el resto de tus días, pero acaricíatela ahora, mientras está abierta y sangrante… Ven.
Brodsky se bajó de la tumba con la mano extendida hacia la viuda. Ella la tomó con expresión como ensoñadora; Brodsky le pasó luego la otra mano por la espalda y empezó a conducirla suavemente hacia el borde de la fosa.
– Ven -le oí decir con voz suave y serena-. Ven.
Avanzaron despacio, pisando las hojas caídas, y llegaron hasta la fosa abierta. Ella se puso a mirar el ataúd, y volvió a estallar en sollozos. Brodsky, entonces, se separó con delicadeza de ella y retrocedió unos pasos. Para entonces había ya muchos otros deudos llorando, y comprendí que las cosas, muy pronto, volverían a ser como antes de mi llegada. De momento, en cualquier caso, ya nadie prestaba la menor atención a mi persona, y decidí aprovechar la oportunidad para escabullirme.
Me levanté sin ruido, y me había ya alejado unas cuantas tumbas cuando oí que alguien caminaba detrás de mí, muy cerca, e instantes después una voz dijo:
– La verdad, señor Ryder, es que ya debería estar en la sala de conciertos. Nunca se sabe los ajustes que puede ser preciso hacer en el último momento.
Al volverme reconocí a Pedersen, el anciano concejal que había conocido la primera noche en el cine. Caí en la cuenta, además, de que había sido él quien había hablado con suavidad junto a mi hombro minutos antes.
– Ah, señor Pedersen -dije, cuando me alcanzó y se puso a caminar a mi lado-. Me alegro de que me haya recordado lo de la sala de conciertos. Con los sentimientos tan a flor de piel de esa gente, debo confesar que empezaba a perder la noción del tiempo.
– Ciertamente, y también yo -dijo Pedersen soltando una pequeña carcajada-. Yo también tengo una reunión a la que asistir. No puede compararse en importancia, claro está, pero también tiene que ver con el acto de esta noche.
Llegamos al sendero herboso que surcaba la zona central del cementerio, e hicimos una pausa.
– Quizá pueda ayudarme, señor Pedersen -dije, mirando a mi alrededor-. Viene a buscarme un coche para llevarme a la sala de conciertos. Puede que me esté esperando ya, pero el caso es que no sé muy bien cómo volver a la carretera.
– Le llevaré allí con mucho gusto, señor Ryder. Sígame, por favor.
Reanudamos la marcha, alejándonos de la colina por donde había bajado con Brodsky. El sol se estaba ocultando sobre el valle, y las sombras proyectadas por las tumbas se habían alargado considerablemente. Mientras caminábamos hubo un par de veces en que me pareció que Pedersen estaba a punto de decir algo, pero pareció cambiar de opinión en el último momento. Al final, dije como sin darle importancia:
– Alguna de esa gente del entierro… Parecía extremadamente preocupada por… Me refiero a que parecía muy afectada por esas fotos mías en el periódico.
– Bueno, verá, señor -dijo Pedersen con un suspiro-. Se trata del monumento Sattler. Max Sattler sigue ejerciendo el mismo ascendiente de siempre sobre las emociones de la gente.
– Supongo que también usted tendrá sus opiniones al respecto. Quiero decir, sobre mis fotografías ante el monumento Sattler.
Pedersen sonrió, incómodo, y rehuyó mi mirada.
– ¿Cómo explicarlo? -dijo por fin-. Es tan difícil de entender para alguien de fuera… Incluso para un experto como usted. No está muy claro por qué Max Sattler -por qué tal episodio de la historia de la ciudad- ha llegado a significar tanto para nuestra gente. Sobre el papel, difícilmente llega a revestir cierta importancia. Y sí, todo sucedió hace casi un siglo. Pero ya ve, señor Ryder, como sin duda habrá descubierto ya, Sattler se ha ganado un lugar en la imaginación de nuestros ciudadanos. Su papel, si usted quiere, ha llegado a ser mítico. A veces es temido, a veces es aborrecido. Y otras veces se le rinde culto. ¿Cómo podría explicarlo? Deje que se lo explique de este modo: hay un hombre que conozco, un buen amigo, que ahora ya tiene muchos años, pero del que no puede decirse que haya tenido una vida mala. Es muy respetado aquí, sigue desempeñando un papel activo en la vida cívica de la ciudad. No ha tenido una mala vida, no señor. Pero este hombre, de cuando en cuando, mira hacia el pasado y se pregunta si no dejó quizá que algunas cosas se le escaparan entre las manos. Se pregunta cómo habrían podido ser las cosas si no hubiera sido, bueno, digamos un poco menos tímido. Un poco menos tímido y un poco más apasionado.