Saqué el gran coche negro de Hoffman del aparcamiento y enfilé una carretera sinuosa bordeada de densos abetos a ambos lados. Era obvio que no se trataba de la salida habitual de la sala de conciertos. Era una carretera llena de baches, sin iluminar, demasiado estrecha para que pasaran dos vehículos a un tiempo sin aminorar la marcha. Conduje con prudencia, escrutando la negrura, temiendo que en cualquier momento surgiera un obstáculo o una cerrada curva. Luego la carretera se hizo más recta, y la luz de los faros me permitió ver que me hallaba atravesando un bosque. Apreté el acelerador y durante unos minutos avancé en la oscuridad. Entonces vislumbré algo brillante entre los árboles, a mi izquierda, y al aminorar la marcha vi que estaba mirando hacia la fachada de la sala de conciertos, magníficamente iluminada y recortada contra el cielo de la noche.
El edificio se hallaba a cierta distancia, y lo veía de soslayo, pero podía divisar gran parte de su soberbia fachada. A ambos lados de su gran arco central había sendas hileras de majestuosas columnas de piedra, y altos ventanales que se alzaban hacia la vasta cúpula. Me pregunté si los invitados habrían empezado a llegar ya, y, deteniendo el coche en el arcén, bajé la ventanilla para contemplar mejor el edificio. Pero, incluso irguiéndome más en el asiento, los árboles me impedían ver la parte inferior de la fachada.
Entonces, mientras seguía mirando hacia la sala de conciertos, se me ocurrió que en aquel preciso instante mis padres podían estar a punto de llegar a la explanada. De pronto recordé vividamente la descripción que Hoffman había hecho del carruaje tirado por caballos emergiendo de la negrura de los árboles ante los admirados ojos de los invitados congregados
en la entrada. De hecho, en aquel preciso instante, mientras me asomaba por la ventanilla tratando de ver la explanada, tuve la impresión de oír, en algún punto lejano, el nítido sonido del carruaje. Apagué el motor y, sacando aún más la cabeza, agucé el oído. Luego me bajé del coche y me quedé quieto sobre el asfalto, en medio de la oscuridad, escuchando.
El viento se movía entre los árboles. Y entonces volví a oír lo que me había parecido oír antes: el débil golpeteo de unos cascos, un tintineo rítmico, el traqueteo de un carruaje de madera. Luego el sonido quedó ahogado por el rumor de los árboles agitados por el viento. Seguí escuchando unos instantes, pero no pude oír nada más. Y al cabo me volví y subí al coche.
Mientras permanecí de pie en la calzada me sentí tranquilo, sereno, pero en cuanto puse en marcha el motor me invadió una intensa sensación de frustración, pánico y cólera. Mis padres estaban llegando, y aquí seguía yo, sin haber siquiera realizado mis preparativos últimos, alejándome de la sala de conciertos, embarcado en un asunto completamente diferente. No podía comprender cómo había permitido que me sucediera lo que me estaba sucediendo, y seguí a través del bosque, cada vez más enfurecido, decidido a acabar cuanto antes con lo que estaba haciendo y a volver, a la primera oportunidad que se me presentara, a la sala de conciertos. Pero entonces me asaltó el pensamiento de que ni siquiera sabía cómo llegar al apartamento de Sophie, o si la carretera que atravesaba aquel bosque me llevaba en la dirección correcta. Empezó a envolverme una sensación de absoluta inanidad, pero apreté el acelerador y seguí mirando con obstinación hacia la espesura que se iba abriendo ante los faros del coche.
Entonces, súbitamente, vi que un poco más adelante, en medio de la carretera, dos figuras me hacían señas con la mano. Estaban justo frente a mí, y aunque al acercarme se apartaron hacia un lado, siguieron agitando imperiosamente los brazos. Al aminorar la marcha vi un grupo de cinco o seis personas acampadas a un lado de la carretera en torno a una cocinilla portátil. Al principio pensé que se trataba de vagabundos, pero luego vi que entre ellos había una mujer de mediana edad vestida con elegancia, y un hombre de pelo gris con traje que se acercaba hacia mi ventanilla. Más allá, los demás -hasta entonces sentados alrededor de la cocinilla en lo que parecían cajas de embalaje volteadas-, se levantaron y empezaron a acercarse también hacia el coche. Según pude ver, todos ellos llevaban en la mano jarras metálicas de acampada.
Al bajar la ventanilla, la mujer me miró y dijo:
– Oh, qué alegría que haya venido. Ya ve, estábamos enfrascados en un debate y no lográbamos llegar a ningún acuerdo. Es lo que suele pasar, ¿no le parece? Nunca nos ponemos de acuerdo cuando de lo que se trata es de hacer algo.
– Pero lo cierto -dijo el hombre del pelo gris y traje en tono solemne- es que tenemos que llegar a alguna conclusión cuanto antes.
Pero antes de que ninguno de ellos pudiera decir más, vi que la figura que se había acercado detrás de ellos y se inclinaba ahora para mirarme era Geoffrey Saunders, mi antiguo compañero de colegio. Al reconocerme, se abrió paso hasta situarse en primera fila y dio un golpecito en la portezuela del coche.
– Ah, me preguntaba cuándo volvería a verte -dijo-. Si he de serte sincero, he estado un poco enfadado contigo. Ya sabes, por no haber venido a mi casa a tomar una taza de té. Por haberme dado plantón y demás. Bueno, supongo que no es momento de entrar en ese tema, pero la verdad es que eres un poco caradura, ¿eh, viejo amigo? No importa. Será mejor que te bajes del coche. -Abrió la portezuela y se apartó hacia un lado. Yo iba a protestar, pero Geoffrey Saunders siguió hablando-: Será mejor que te bajes y te tomes una taza de café. Luego podrás incorporarte a nuestro debate.
– Con franqueza, Saunders… -dije-. No me viene bien quedarme.
– Oh, vamos, viejo camarada. -Advertí un punto de enojo en su voz-, ¿Sabes?, he estado pensando mucho en ti desde que nos vimos la otra noche. Recordando los tiempos del colegio y demás. Esta mañana, por ejemplo, me he despertado pensando en aquella vez…, tú puede que no te acuerdes, aquella vez que tú y yo estábamos controlando una carrera a campo traviesa de unos compañeros más pequeños. Debían de ser de cuarto o quinto. Tú seguramente no te acuerdas, pero he estado pensando en ello esta mañana, echado en la cama. Estábamos fuera de un pub, enfrente de aquel campo, y tú estabas terriblemente molesto por algo. Oye, sal de ahí, que así no puedo hablarte. -Seguía instándome a que me bajara del coche-. Así, muy bien, así está mejor. -Cuando me bajé a regañadientes, me cogió del codo con la mano libre (con la otra sostenía la jarra metálica)-. Sí, he estado pensando en aquel día. Una de esas mañanas brumosas de octubre tan comunes en nuestra tierra inglesa. Y allí estábamos, esperando a que aparecieran aquellos mocosos resoplando en medio de la niebla, y recuerdo que no hacías más que decir: «Para ti está muy bien, para ti no hay ningún problema.» No parabas de lamentarte de tu perra suerte. Así que al final me di la vuelta y te dije: «Mira, no sólo te pasa a ti, tío. No eres el único que tiene problemas.» Y me puse a contarte que una vez, cuando tenía siete u ocho años, nos fuimos de vacaciones como todos los veranos, mis padres, mi hermano pequeño y yo, a alguno de esos sitios de la costa inglesa, Bournemouth o algún sitio parecido. O puede que fuera la isla de Wight. El tiempo era bueno y demás, pero había algo que no marchaba como es debido, ya sabes, no nos llevábamos muy bien. Algo muy normal en unas vacaciones familiares, claro, pero yo entonces no lo sabía, sólo tenía siete u ocho años. Bueno, el caso es que la cosa no iba nada bien, y una mañana mi padre estalló. Así, sin más. Estábamos en el paseo junto al mar, y mi madre nos estaba señalando algo para que lo miráramos, y de repente mi padre estalló. No chilló ni nada parecido, simplemente se dio la vuelta y se fue. Nosotros no sabíamos qué hacer, así que empezamos a seguirle, mi madre, el pequeño Christopher y yo. Nos pusimos a seguirle. No de cerca, sino a unos treinta metros, lo suficiente para no perderle de vista. Y mi padre siguió alejándose por el paseo, enfiló el sendero de los acantilados, dejó atrás las casetas de la playa y a los bañistas que estaban tomando el sol… Se encaminó hacia el pueblo, pasó por delante de las pistas de tenis, se adentró en la zona de las tiendas… Creo que lo seguimos durante más de una hora. Y al rato empezamos a hacer una especie de juego de todo ello. Decíamos: «Mira, ya no está enfadado. ¡Está haciendo el tonto!» O bien: «Ha puesto la cabeza así a propósito. ¡Mírale!», y no parábamos de reírnos. Y si lo mirabas detenidamente, podías llegar a creer que estaba haciendo tonterías. Y se lo dije a Christopher, que era muy pequeño. Le dije que papá se había marchado en broma, y Christopher se reía y reía, como si todo fuera un juego. Y mamá también. Se reía y decía: «¡Oh, vuestro padre, hijos míos!», y no paraba de reírse. Y seguimos así, y yo era el único, ¿sabes?, aunque sólo tenía siete u ocho años, el único que sabía que mi padre no estaba bromeando en absoluto. Que no se le había pasado el enfado y que quizá se estaba poniendo más y más furioso al ver que le estábamos siguiendo. Porque lo que quizá quería era sentarse en un banco o entrar en un café, y no podía porque le estábamos siguiendo. ¿Te acuerdas de esto? Te lo conté todo aquel día. Y en un momento dado miré a mi madre, porque quería acabar con todo aquello, y fue entonces cuando me di cuenta. Me di cuenta de que había llegado a creérselo, de que se había convencido a sí misma de que mi padre estaba haciendo todo aquello en broma, para que nos riéramos. Y el pequeño Christopher estuvo todo el rato queriendo salir corriendo. Ya sabes, echar a correr para alcanzar a nuestro padre. Y yo no hacía más que inventar excusas, sin parar de reír, y le decía: «No, eso no está permitido. El juego no es así. Hay que mantener cierta distancia o el juego no funciona.» Pero mi madre, ¿sabes?, decía: «¡Oh, sí, ¿por qué no vas y le tiras de la camisa e intentas volver hasta aquí sin que te atrape?» Y yo tenía que insistir, porque era el único, ¿te das cuenta?, el único que sabía…, tenía que insistir: «No, no, tenemos que esperar. Atrás, atrás…» Mi padre tenía un aspecto un tanto extraño. Si lo mirabas desde allí, desde aquella distancia, le veías unos andares muy raros. Oye, camarada, ¿por qué no te sientas? Pareces completamente exhausto, y muy preocupado. Siéntate ahí y ayúdanos a decidir.
Geoffrey Saunders me señalaba una caja de embalaje anaranjada que había junto a la cocinilla de camping. Me sentía realmente cansado, y pensé que, fueran cuales fueren las tareas que me aguardaban, las llevaría a cabo con más ánimos después de un pequeño descanso y de un sorbo de café. Me senté, y mientras lo estaba haciendo me di cuenta de que me temblaban las piernas y de que me estaba agachando sobre la caja de un modo harto inseguro y vacilante. El grupo me rodeó en actitud comprensiva. Alguien me tendía una jarra de café, mientras otro de los presentes me ponía una mano en la espalda y me decía: