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– Relájese. Descanse.

– Gracias, gracias -dije, y, cogiendo la taza, sorbí con avidez el café humeante, pese a que casi quemaba.

El hombre de pelo gris y traje se puso en cuclillas ante mí, me miró a la cara y me dijo en tono muy suave:

– Vamos a tener que tomar una decisión. Tendrá que ayudarnos.

– ¿Una decisión?

– Sí. Sobre el señor Brodsky.

– Ah, sí. -Bebí un poco más de la jarra metálica-. Sí, entiendo. Ahora todo depende de mí, me hago cargo.

– Bueno, yo no diría tanto -dijo el hombre de pelo gris.

Volví a mirarle. Era un hombre de aspecto tranquilizador, de modos apacibles y amables. Pero en aquel instante, advertí, estaba sumamente serio.

– Yo no diría tanto como que todo depende de usted. La cuestión es que, dada la situación, cada uno de nosotros tiene su propia responsabilidad. Mi opinión personal, como ya he dejado claro, es que deberíamos desencajarlo.

– ¿Desencajarlo?

El hombre de pelo gris asintió con gravedad. Entonces le vi el estetoscopio al cuello, y me di cuenta de que era médico.

– Ah, sí -dije-. Hay que desencajarlo. Sí.

Fue entonces cuando miré a mi alrededor y, sobresaltado, vi que un poco más allá, no lejos de mi coche, había una gran maraña de metal. Me asaltó enseguida el temor de haber sido yo quien había causado aquel desastre, de que quizá había tenido un accidente y no me había dado cuenta. Me levanté -ayudado de inmediato por un puñado de manos- y, al acercarme al amasijo de metal, vi que se trataba de una bicicleta. La estructura de metal se hallaba terriblemente retorcida, y en medio de ella, con espanto, vi al señor Brodsky. Estaba echado boca arriba en la tierra, y sus ojos me miraban apaciblemente mientras me acercaba.

– Señor Brodsky -susurré, mirándole.

– Ah, Ryder -dijo él, sin el menor padecimiento en la voz.

Me volví hacia el hombre de pelo gris, que me había seguido, y le dije:

– Estoy seguro de que no tengo nada que ver. No recuerdo haber tenido ningún accidente. Yo iba conduciendo y…

El hombre de pelo gris, asintiendo con expresión comprensiva, hizo un gesto para que me callara. Luego, llevándome un poco aparte, dijo en voz baja:

– Casi con toda seguridad, ha intentado suicidarse. Está muy borracho, Muy, muy borracho.

– Ah. Entiendo.

– Estoy seguro de que quería suicidarse. Pero lo único que ha conseguido es que las piernas se le quedaran atrapadas en toda esa maraña. La pierna derecha está prácticamente ilesa. Sólo está trabada. La izquierda la tiene también trabada. Y es ésta la que me preocupa. No ha quedado en buen estado.

– No -dije yo, y volví a mirar por encima del hombro a Brodsky.

Él pareció darse cuenta, y dijo en la oscuridad:

– Hola, Ryder.

– Estábamos discutiendo el asunto cuando usted llegó -prosiguió el hombre de pelo gris-. A mi juicio hay que desencajársela. Así podríamos salvarle la vida. Después de un rato de debate, la mayoría estamos de acuerdo. Pero las dos damas se oponen. Opinan que lo mejor es esperar a que llegue la ambulancia. Pero creo que si lo hacemos corremos un gran riesgo. Es mi opinión profesional.

– Ah, sí. Sí, le entiendo.

– En mi opinión, tenemos que liberarle la pierna izquierda sin tardanza. Soy cirujano, pero desgraciadamente no tengo aquí mi instrumental. No tengo analgésicos, nada. Ni siquiera una aspirina. Ya ve, no estaba de servicio, y había salido a tomar un poco el aire. Como toda esta gente. Por suerte llevaba el estetoscopio en el bolsillo. Y nada más. Pero ahora que ha llegado usted, la cosa puede cambiar. ¿Lleva herramientas en el coche?

– ¿En el coche? Bueno, la verdad es que no lo sé. El coche no es mío.

– Quiere decir que es alquilado.

– No exactamente. Es prestado. De un conocido.

– Ya. -Miró con aire grave hacia el suelo, y se quedó pensativo. Por encima de su hombro pude ver que los otros nos miraban con impaciencia. Al cabo, el cirujano dijo:

– ¿Le importaría mirar en el maletero? Puede que haya algo que pueda servirnos. Alguna herramienta cortante con la que llevar a cabo la operación.

Pensé en ello unos instantes, y luego dije

– Lo haré encantado. Pero antes quizá deba ir a hablar un momento con el señor Brodsky. Verá: creo conocerle algo, y será mejor que hable con él antes de…, antes de que tomemos una medida tan drástica.

– Muy bien -dijo el cirujano-. Pero en mi opinión…, en mi opinión profesional, ya hemos perdido demasiado tiempo. Por favor, hágalo cuanto antes.

Fui hasta Brodsky y le miré a la cara.

– Señor Brodsky… -empecé a decir, pero él me interrumpió al instante.

– Ryder, ayúdeme. Tengo que ponerme en contacto con ella.

– ¿Con la señorita Collins? Creo que en este momento hay otras cosas que le deberían preocupar más.

– No, no. Debo hablar con ella. Ahora lo sé. Ahora lo veo con toda claridad. Tengo la mente absolutamente lúcida. Desde que me ha pasado esto. No sé…, iba en mi bicicleta y algo me golpeó, algún coche, quién sabe… Supongo que estaba borracho. No me acuerdo de esa parte…, pero recuerdo perfectamente lo demás. Y ahora lo veo, lo veo todo con claridad. Es él. Ha sido él todo el tiempo: quiere que no salga bien. Es él, todo esto lo ha hecho él…

– ¿Quién? ¿Hoffman?

– Es un ser de lo más bajo. De lo más bajo. Antes no me daba cuenta, pero ahora lo veo perfectamente. Desde el golpe que me ha dado ese vehículo, ese camión o lo que sea…, desde entonces lo veo todo con claridad. Ha venido a verme esta tarde, muy amable y comprensivo… Yo estaba en el cementerio, esperando. Esperando y esperando. El corazón me latía con fuerza. Llevo esperando todos estos años. ¿Sabe, Ryder? Llevo esperando mucho tiempo. Hasta cuando estaba borracho estaba esperando. La semana que viene, solía decirme. La semana que viene dejaré de beber e iré a buscarla. Le pediré una cita en el cementerio de St. Peter. Año tras año, me lo decía año tras año. Y ahora, por fin, allí estaba, esperándola. Sentado en la tumba de Per Gustavsson, donde solía sentarme con Bruno. Esperando. Quince minutos, media hora, una hora… Y entonces llega él. Me toca, aquí en el hombro. Ha cambiado de opinión, dice. No va a venir. Ni va a ir tampoco a la sala de conciertos. Está muy amable, como siempre. Le escucho. Tómese un trago de whisky. Le calmará. Es especial. Pero no puedo beber whisky, le digo. ¿Cómo voy a beber whisky? ¿Está loco? No, bébase un whisky, me dice. Sólo un poco. Le calmará los nervios. Pensé que estaba siendo amable conmigo. Y ahora lo veo. No quería que saliera bien, desde el principio. Nunca me ha creído capaz de conseguirlo. Siempre ha pensado que no soy más que un… trozo de mierda. Eso es lo que piensa. Ahora estoy sobrio. He bebido como una esponja, pero desde que ese coche me ha…, estoy sobrio. Ahora puedo verlo con toda claridad. Es él. Es más miserable que yo. No le dejaré salirse con la suya. Voy a hacerlo. Ayúdeme, Ryder. No voy a permitírselo. Voy a ir a la sala de conciertos ahora mismo. Voy a demostrarles a todos de lo que soy capaz. Lo tengo todo preparado. La música…, todo está aquí, en mi cabeza. Ya verán. Pero ella tiene que venir. Tengo que hablar con ella. Ayúdeme, Ryder. Haga que pueda verla. Tiene que ir, tiene que estar sentada en la sala de conciertos. Y entonces recordará. Él es un ser de lo más bajo, pero ahora lo veo claramente. Ayúdeme, Ryder…

– Señor Brodsky -dije, interrumpiéndole-. Hay un cirujano aquí. Va a tener que someterle a una operación. Puede que le duela.

– Ayúdeme, Ryder. Ayúdeme a ponerme en contacto con ella. Su coche. Sí, en su coche. Lléveme. Lléveme a verla. Estará en ese apartamento… Lo odio. Cómo lo odio. Solía quedarme en la calle, enfrente. Lléveme a verla, Ryder. Lléveme ahora mismo.

– Señor Brodsky, creo que no se da usted cuenta de su estado. No hay tiempo que perder. De hecho le he prometido al cirujano que buscaría en el maletero. Volveré en un momento.

– Está tan asustada… Pero aún no es demasiado tarde. Podríamos tener un animal. No, ahora eso no importa; lo del animal ahora no importa. Que vaya a la sala de conciertos. Eso es todo lo que pido. Que vaya a la sala de conciertos. Eso es todo lo que pido…

Dejé a Brodsky y fui hasta el coche. Abrí el maletero, y vi que estaba lleno de cosas amontonadas y revueltas. Había una silla rota, unas botas de goma, unas cuantas cajas alargadas de plástico… Luego vi una linterna, y cuando la encendí para buscar mejor descubrí en un rincón una pequeña sierra para metales. Parecía un poco grasienta, pero al pasar un dedo por la hoja comprobé que tenía los dientes afilados. Cerré el maletero y fui hasta el grupo, que seguía hablando alrededor de la cocina de camping. Al acercarme oí que el cirujano estaba diciendo:

– La obstetricia es una especialidad anodina hoy día. No es como cuando estudiaba la carrera…

– Disculpe -dije-, he encontrado esto.

– Ah -dijo el cirujano, volviéndose-. Gracias. ¿Ha hablado ya con el señor Brodsky? Muy bien.

De pronto sentí una intensa rabia por haberme dejado implicar en todo aquel asunto, y, quizá un tanto irritado, dije:

– ¿Es que en esta ciudad no hay medios suficientes para hacer frente a eventualidades como ésta?

– Hemos llamado hace ya una hora -dijo Geoffrey Saunders-. Desde aquella cabina. Desgraciadamente, esta noche no hay muchas ambulancias disponibles a causa de la gran velada que está a punto de celebrarse en el auditórium.

Miré hacia donde señalaba Saunders y vi que, efectivamente, a cierta distancia de la carretera, casi donde empezaba la espesura, había una cabina telefónica. Al verla recordé de pronto el urgente asunto que me había traído hasta allí, y se me ocurrió telefonear a Sophie, ya que de ese modo podría no sólo avisarla de lo que sucedía sino asimismo preguntarle cómo llegar hasta su apartamento.

– Si me disculpan un momento… -dije, encaminándome hacia la cabina-. Tengo que hacer una llamada urgente.

Caminé hasta los árboles y entré en la cabina. Mientras me hurgaba en los bolsillos en busca de unas monedas, vi que el cirujano se acercaba despacio hacia Brodsky, con la sierra oculta a su espalda. Geoffrey Saunders y los otros se habían quedado atrás, y se movían en círculos con aire inquieto, mirando dentro de sus jarras metálicas o en dirección a sus zapatos. El cirujano, entonces, se volvió y les dijo algo, y dos de ellos, Geoffrey Saunders y un joven con cazadora de cuero marrón, le siguieron de mala gana. Luego, al llegar a donde estaba Brodsky, se quedaron mirándolo con expresión sombría.

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