Cuando descendimos por la empinada carretera llena de curvas y volvimos a tomar la autopista, el sol estaba ya muy bajo en el horizonte. El tráfico seguía siendo muy poco denso, y conduje a buena velocidad durante un rato mientras escrutaba la lejanía en busca del coche rojo. Al cabo de unos minutos habíamos dejado las montañas y atravesábamos una vasta extensión de granjas. Los campos se perdían a lo lejos a ambos lados de la autopista. Y fue mientras tomaba una larga y lenta curva en medio de un terreno llano cuando divisé el coche rojo. Aún nos llevaba cierta ventaja, pero vi que el conductor seguía conduciendo a una velocidad decididamente moderada. Reduje la mía, y pronto me vi disfrutando del paisaje que se ofrecía ante mis ojos: los campos al atardecer, el casi acostado sol parpadeando tras los lejanos árboles, los ocasionales grupos de granjas… El coche rojo, entretanto, se mantenía allí delante, entrando y saliendo de nuestro campo visual a cada curva de la carretera… Entonces oí que Sophie me decía:
– ¿Cuánta gente crees que habrá?
– ¿En la recepción? -Me encogí de hombros-. ¿Cómo voy a saberlo? He de decir que este asunto parece tenerte en vilo. No es sino una recepción más, no es más que eso.
Sophie siguió mirando el paisaje. Luego dijo:
– Esta noche habrá mucha gente. Serán los mismos que asistieron al banquete de Rusconi. Por eso estoy nerviosa. Creí que te habías dado cuenta.
Traté de recordar el banquete al que se refería, pero el nombre no me decía gran cosa.
– Estaba mejorando mucho en ese tipo de cosas hasta que Uegó aquel banquete… -continuó Sophie-. Aquella gente me resultaba horrible. Todavía no me he recuperado. Y seguro que esta noche va a haber un montón de gente de ese tipo.
Yo seguía tratando de recordar aquel evento.
– ¿Te refieres a que hubo gente que fue descortés contigo?
– ¿Descortés? Bueno, supongo que podríamos llamarlo así. Me hicieron sentirme pequeña, patética. Espero que no vuelva a estar toda esa gente esta noche.
– Si alguien es descortés contigo esta noche, vienes y me lo dices. Y, en lo que a mí respecta, puedes mostrarte con ellos tan descortés como te venga en gana.
Sophie volvió la vista hacia el asiento trasero y miró a Boris. Al cabo de unos instantes caí en la cuenta de que el chico se había dormido. Sophie siguió mirándole unos segundos más, y luego se volvió hacia mí.
– ¿Por qué vuelves a empezar con lo mismo? -me preguntó en un tono totalmente diferente-. Sabes lo mucho que le molesta. Vuelves a empezar con lo mismo… ¿Cuánto tiempo piensas seguir así esta vez?
– ¿Seguir con qué? -pregunté en tono cansino-. ¿De qué estás hablando?
Sophie se quedó mirándome, y luego apartó la mirada.
– No te das cuenta -dijo, casi para sí misma-. No nos queda tiempo para ese tipo de cosas. No te das cuenta, ¿verdad?
Sentí que se me agotaba la paciencia. Todo el caos al que había estado sometido durante el día cayó sobre mí como una tromba, y me vi de pronto diciendo a voz en grito:
– Oye, ¿por qué crees que tienes derecho a criticarme así continuamente? Quizá no lo hayas notado, pero precisamente ahora me encuentro sometido a una gran tensión. Y en lugar de apoyarme decides criticarme, criticarme, criticarme… Y ahora te preparas para dejarme tirado en esta recepción. O al menos pareces preparar el terreno para hacerlo…
– ¡Muy bien! ¡Pues no iremos! Boris y yo esperaremos en el coche. ¡Puedes ir solo a esa maldita recepción!
– No tienes por qué ponerte así. Sólo estaba diciendo…
– ¡Lo digo en serio! Vete solo. Así no podremos dejarte en mal lugar.
Tras esta escaramuza, seguimos varios minutos sin hablar. Y al cabo dije:
– Oye, lo siento. Probablemente estarás magnífica en la recepción. Es más, estoy seguro de que estarás magnífica.
No me respondió. Seguimos en silencio, y cada vez que la observaba la veía con la mirada vacía y fija en el coche rojo que nos precedía. Me empezó a invadir un sentimiento de pánico, y al final dije:
– Mira, aunque las cosas no vayan bien esta noche, no importa. Lo que quiero decir es que no nos va a influir en las cosas importantes. No tenemos necesidad de portarnos como estúpidos.
Sophie siguió con la mirada fija en el coche rojo. Y luego dijo:
– ¿No te parece que he engordado? Dime la verdad.
– No, no, en absoluto. Estás preciosa.
– Pues he engordado. He engordado un poco.
– No tiene la menor importancia. Pase lo que pase esta noche, no importará en absoluto. Mira, no hay por qué preocuparse. Pronto lo tendremos todo listo. Una casa, todo… Así que no hay por qué preocuparse.
Al decir esto, empezaron a abrirse paso en mi memoria ciertos detalles del banquete que ella había mencionado antes. En particular me vino a la mente una imagen de Sophie, en traje de noche carmesí osuro, de pie, embarazosamente sola en medio de una sala atestada de invitados, mientras la gente a su alrededor charlaba y reía en pequeños grupos… Pensé en la humillación que debió de soportar, y al cabo le toqué suavemente el brazo. Para mi alivio, ella respondió apoyando la cabeza sobre mi hombro.
– Verás -dijo, casi en un susurro-. Vas a verme. Y también a Boris. Estén quienes estén esta noche, vas a ver cómo nos portamos.
Varios minutos después advertí que el coche rojo iba a dejar la autopista. Reduje la distancia entre ambos coches, y pronto me vi siguiendo a nuestro guía por una carretera tranquila que ascendía entre unos prados. El ruido de la autopista fue perdiéndose a medida que ascendíamos, y al poco avanzábamos por senderos de tierra escasamente idóneos para los modernos medios de transporte. En un momento dado un seto nos arañó todo un costado del coche, e instantes después brincábamos sobre un patio embarrado y lleno de vehículos de granja desvencijados. Luego transitamos por unas aceptables carreteras rurales que serpeaban con suavidad a través de los campos, y volvimos a ganar velocidad. Al final oí que Sophie gritaba «¡Ahí está!» y vi un letrero de madera en un árbol que anunciaba la galería Karwinsky.
Reduje la marcha y nos aproximamos a la entrada. Dos postes oxidados se alzaban aún a ambos lados, pero la verja ya no estaba. Mientras el coche rojo seguía su camino y finalmente se perdía en la lejanía, pasé entre los dos postes y accedí a un vasto campo cubierto de hierba.
Un camino de tierra surcaba el campo en sentido ascendente, y por espacio de unos segundos avanzamos lentamente pendiente arriba. Al alcanzar la cima, se abrió ante nosotros una hermosa vista. El campo descendía hacia un valle poco profundo, en cuyo fondo se alzaba un imponente caserón construido a la manera de los castillos franceses. El sol se ocultaba ya tras él, entre los bosques, y a pesar de la distancia pude apreciar que el caserón rebosaba un marchito encanto, evocador del lento declinar de alguna ensoñadora familia de terratenientes.
Puse una marcha corta y descendí despacio por la ladera. Veía por el retrovisor a Boris -ahora totalmente despierto-, que miraba a derecha e izquierda a través de la ventanilla, aunque la hierba era tan alta que impedía disfrutar de cualquier vista de conjunto.
Al acercarnos vi que una gran extensión del campo contiguo a la casa había sido utilizada como aparcamiento. Enfilé hacia los coches aparcados y al finalizar el descenso vi que eran casi un centenar de vehículos, muchos de ellos pulidos en extremo para la ocasión. Di unas cuantas vueltas en busca de un lugar para aparcar, y me detuve no lejos del muro medio desmoronado del patio.
Me bajé del coche y estiré brazos y piernas. Cuando me volví advertí que Sophie y Boris se habían apeado también y que Sophie arreglaba con gran cuidado la apariencia del chico.
– Y recuerda -le estaba diciendo-. Nadie en esa sala es más importante que tú. No dejes de decírtelo continuamente. Además, no vamos a quedarnos demasiado.
Estaba a punto de dirigirme hacia la entrada cuando me llamó la atención algo que entrevi por el rabillo del ojo. Me volví y observé que había un viejo y destartalado coche abandonado en medio de la hierba, cerca de donde habíamos aparcado. Los demás invitados habían dejado un gran espacio libre en torno a él, como tratando de evitar que su chapa oxidada y su degradación general pudiera contaminar sus flamantes vehículos.
Di unos pasos hacia el viejo y ruinoso trasto. Se hallaba medio hundido en tierra, y la hierba crecía libremente a su alrededor de forma que ni siquiera lo habría visto si el último sol del atardecer no hubiera arrancado unos destellos en su capó semioculto. No tenía ruedas, y la puerta del conductor había sido arrancada de sus pernios. La pintura había sido retocada numerosas veces, y en el último retoque parecía haberse utilizado pintura a brocha, normal y corriente, y que el trabajo había sido abandonado a medías. Los guardabarros traseros habían sido reemplazados por otros dispares procedentes de otros coches. Pese a todo, e incluso antes de que lo hubiera examinado más detenidamente, supe que estaba contemplando los restos del viejo coche familiar que mi padre había utilizado durante años.
Como es lógico, había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que lo había visto. El volverlo a ver en aquel lamentable estado trajo a mi memoria sus últimos días con nosotros, cuando era ya tan viejo que me producía verdadero embarazo el que mis padres siguieran utilizándolo. Hacia el final de sus días, recordé, yo había empezado a urdir complejas tretas para evitar viajar en él, tal era el miedo que me producía la eventualidad de que pudiera vernos un compañero de clase o un maestro. Pero eso sólo fue al final. Durante muchos años me había aferrado a la creencia de que nuestro coche -pese a ser bastante barato- era de algún modo superior a casi todos los que circulaban por las carreteras del mundo, y que ésa era la razón por la que mi padre no lo arrumbaba y se compraba otro. Lo recordaba aparcado en el camino de entrada de nuestra casita de Worcestershire, con su pintura y sus cromados relucientes, y recordaba cómo me quedaba mirándolo de cuando en cuando, durante varios minutos, pletórico de orgullo. Muchas tardes -en especial los domingos- las pasaba jugando dentro y fuera de él. A veces sacaba juguetes de casa -puede que hasta mi colección de soldaditos de plástico- y los colocaba encima del asiento trasero. Pero lo más normal era que me limitara a desarrollar tramas sin cuento alrededor de él, disparando con mi pistola a través de las ventanillas o poniéndome al volante y llevando a cabo persecuciones a velocidades temerarias. De vez en cuando mi madre se asomaba desde la casa para decirme que dejara de cerrar de golpe las portezuelas del coche, porque el ruido la iba a volver loca, y que si daba otro portazo más me iba a «arrancar la piel a tiras». Podía verla con nitidez, de pie en la puerta trasera de la casita, gritándome en dirección al coche. La casa era pequeña, pero estaba situada en plena campiña, en un terreno de media hectárea de hierba. Ante nuestra verja pasaba un sendero que llevaba a la granja local, y que dos veces al día era recorrido por una hilera de vacas conducidas por granjeros adolescentes con palos llenos de barro. Mi padre siempre dejaba el coche en el camino de entrada, con la trasera hacia el sendero, y yo solía abandonar lo que estuviera haciendo para contemplar a través de la ventanilla trasera aquellas procesiones de vacas.