Lo que llamábamos «el camino de entrada» no era sino una franja de hierba a un costado de la casa. Nunca había sido pavimentada, y cuando llovía se inundaba y las ruedas del coche se hundían en el agua, lo que sin duda había agudizado sus problemas de oxidación y acelerado el proceso hasta su actual estado. Pero, de niño, los días lluviosos constituían para mí una auténtica delicia. Porque la lluvia no sólo creaba en el interior del coche una atmósfera especialmente confortable, sino porque me proporcionaba el reto añadido de tener que brincar sobre canales de barro cada vez que me montaba o apeaba. Al principio mis padres desaprobaban esta práctica, argumentando que manchaba la tapicería, pero cuando el coche tuvo unos cuantos años dejaron de preocuparse por esos detalles. Los portazos, sin embargo, siguieron molestando a mi madre a lo largo de todo el tiempo en que tuvimos el coche. Una verdadera pena, ya que los portazos eran vitales para la puesta en escena de mis guiones, pues subrayaban los momentos de mayor tensión dramática. Las cosas se complicaban con el hecho de que mi madre a veces se pasaba semanas, incluso meses, sin quejarse de los portazos, hasta que yo llegaba a olvidar que constituyeran una fuente de conflictos. Y un buen día, cuando me encontraba absolutamente absorto en alguna trama dramática, aparecía de pronto enormemente disgustada y me decía que si volvía a hacerlo me «arrancaría la piel a tiras». En más de una ocasión la amenaza me llegaba en un momento en el que la portezuela estaba de hecho entreabierta, y me veía en el dilema de si debía dejarla abierta cuando terminara mis juegos -aunque pudiera quedarse así toda la noche- o debía arriesgarme a cerrarla con la mayor suavidad posible. Tal dilema me atormentaría ya todo el resto de mi jornada de juegos con el coche, y aguaría a conciencia mi disfrute.
– ¿Qué estás haciendo? -dijo la voz de Sophie a mi espalda-. Tendríamos que entrar ya.
Caí en la cuenta de que me hablaba a mí, pero me hallaba tan transportado por el descubrimiento de nuestro viejo coche que respondí algo entre dientes de forma maquinal. Y luego oí que me decía:
– ¿Qué te pasa? Cualquiera diría que te has enamorado de ese cacharro…
Sólo entonces me percaté de que casi lo estaba abrazando: había pegado la mejilla contra su techo, mientras mis manos describían suaves movimientos circulares sobre su roñosa chapa. Me enderecé y solté una rápida carcajada, y me volví y vi que Sophie y Boris me miraban con fijeza.
– ¿Enamorado de esto? Bromeas. -Lancé otra carcajada-. Es criminal cómo la gente va dejando por ahí este tipo de desechos…
Como seguían mirándome, grité: -¡Qué asqueroso montón de chatarra!
Y le propiné unas cuantas patadas. Ello pareció contentarles y ambos dejaron de mirarme. Y entonces vi que Sophie, que instantes antes me instaba para que me diera prisa, seguía preocupada por el aspecto de Boris (ahora lo estaba peinando).
Volví a dedicar mi atención al coche, inquieto ante la posibilidad de haberle causado algún desperfecto con mis patadas. Tras un detenido examen comprobé que tan sólo se habían desprendido unos cuantos desconchones de óxido, pero seguía sintiendo intensos remordimientos por haberme mostrado tan duro e insensible. Me abrí paso entre la hierba y rodeé el coche, y una vez en el otro lado miré a través de la ventanilla trasera. Algún objeto volante debía de haber chocado contra la ventanilla, pero el cristal había resistido sin romperse, y a través de la zona astillada del impacto contemplé el asiento trasero donde tantas horas felices había pasado en la infancia. Vi que gran parte de él estaba cubierto de hongos. El agua de lluvia había formado un pequeño charco en el ángulo entre la almohadilla del asiento y el apoyabrazos. Cuando tiré de la portezuela, ésta se abrió sin gran dificultad, pero a medio camino se quedó atascada en la tupida hierba. La abertura, sin embargo, era lo suficientemente amplia como para permitirme introducirme en el interior del habitáculo, y al cabo de una pequeña pugna logré cierto acomodo en el asiento.
Una vez dentro, comprobé que uno de los extremos del asiento se había hundido hasta el suelo, por lo que me hallaba sentado a una altura anormalmente baja. A través de la ventanilla más cercana a mi cabeza pude ver tallos de hierba y un cielo crepuscular rosado. Me acomodé lo mejor que pude y tiré de la puerta para volver a cerrarla -algo la detenía y no pude cerrarla por completo-, y al cabo de unos instantes logré una postura razonablemente cómoda.
Al poco empezó a invadirme un desasosiego intenso, y cerré los ojos durante un momento. Al hacerlo me vino a la mente el recuerdo de una de mis más felices excursiones familiares en aquel coche, un día en que recorrimos las poblaciones locales en busca de una bicicleta de segunda mano para mí. Fue una soleada tarde de domingo y habíamos ido de pueblo en pueblo examinando una bicicleta tras otra, y mis padres conferenciaban en el asiento delantero mientras yo iba sentado detrás, en el mismo asiento que ocupaba ahora, mirando el paisaje de Worcestershire. Eran los tiempos anteriores a la posesión rutinaria de un teléfono en toda la geografía inglesa, y mi madre llevaba en el regazo el periódico local en el que la gente que anunciaba cosas para vender facilitaba su dirección completa. No hacían falta las citas: una familia como la nuestra podía simplemente presentarse ante una puerta y decir: «Venimos por lo de la bici», y al punto se nos invitaba a ir hasta el cobertizo trasero para el examen de rigor. La gente más amistosa nos ofrecía té, pero mi padre declinaba siempre la invitación con un comentario humorístico siempre idéntico. Una anciana, sin embargo -luego resultó que la bicicleta que vendía no era una «bici de chico» sino la de su marido recientemente fallecido-, había insistido en que pasáramos a la casa. «Siempre es un gran placer», nos había dicho, «recibir gente como ustedes.» Luego, mientras estábamos sentados en su pequeña y soleada sala con las tazas de té en la mano, había vuelto a referirse a nosotros con la expresión «gente como ustedes», y de súbito, mientras escuchábamos la disertación de mi padre sobre el tipo de bicicleta más adecuada para un chico de mi edad, caí en la cuenta de que para aquella anciana mis padres y yo representábamos el ideal de la felicidad familiar. Una enorme tensión me había invadido a partir de tal revelación, tensión que no hizo sino aumentar en mi interior a lo largo de la media hora que permanecimos en aquella casa. No es que temiera que mis padres no lograran representar adecuadamente su habitual pantomima (resultaba impensable que de pronto dieran comienzo a una de sus peleas, aunque sólo fuera en su versión más aséptica), pero había llegado al convencimiento de que en cualquier momento cualquier signo, acaso cualquier olor, haría que la anciana cayera en la cuenta de la enormidad de su error, y yo aguardaba horrorizado el instante en que se quedaría paralizada de espanto ante nosotros.
Sentado en el asiento trasero del viejo coche, traté de recordar cómo había acabado aquella tarde, pero mi mente había vagado hasta otra tarde totalmente diferente, una tarde de lluvia torrencial en que salí de casa para subirme al coche, al santuario del asiento trasero de aquel coche, mientras la pelea conyugal seguía tronando en el interior de la casa. Aquella tarde me había tendido boca arriba en el asiento, con la parte superior de la cabeza encajada bajo el apoyabrazos. Desde aquella posición privilegiada lo único que podía ver era la lluvia que se deslizaba por los cristales de las ventanillas. En aquel momento mi más hondo deseo era seguir allí tendido sin que nadie me molestara, permanecer allí hora tras hora… Pero la experiencia me había enseñado que mi padre emergería de la casa en cualquier momento, pasaría por delante del coche, bajaría hasta la verja y saldría al camino…, de modo que había seguido allí tendido durante largo rato, con los oídos bien abiertos para percibir -por encima del sonido de la lluvia- el ruido metálico del pestillo de la puerta trasera. Cuando por fin llegó, me erguí como un resorte y me puse a jugar. Escenifiqué una emocionante pelea por la posesión de una pistola caída, y lo hice con una intensidad encaminada a dejar bien claro que me hallaba absorto en mi juego y no podía reparar en nada más. Sólo cuando oí que sus húmedas pisadas se aproximaban al final del camino de entrada me atreví a dejar mi juego. Luego, arrodillándome rápidamente sobre el asiento, miré con cautela por la ventanilla trasera justo a tiempo para ver la figura de mi padre en gabardina, deteniéndose en la verja y encorvándose ligeramente al abrir el paraguas. Luego, la figura salió con paso resuelto al camino y se perdió de vista.
Debí de quedarme dormido porque me desperté dando un respingo y vi que estaba sentado en el asiento trasero del viejo coche, en medio de una total oscuridad. Sentí algo cercano al pánico, y empujé hacia afuera la portezuela más cercana. Al principio no se abrió, pero luego fue cediendo poco a poco y al final pude deslizarme fuera del coche.
Sacudiéndome la ropa, miré a mi alrededor. El caserón estaba profusamente iluminado -a través de los altos ventanales entrevi unas arañas rutilantes-, y al otro lado, junto al coche, Sophie seguía peinando a Boris. Yo estaba fuera del retazo de luz proyectado por la casa, pero Sophie y Boris se hallaban en medio de él, iluminados por completo. Mientras los estaba mirando, Sophie se inclinó hacia el retrovisor exterior para darse unos toques finales al maquillaje.
Cuando irrumpí en el espacio de luz, Boris se volvió hacia mí.
– Has tardado siglos -dijo.
– Sí, lo siento. Tenemos que ir entrando…
– Un segundo -murmuró Sophie en tono distraído, aún inclinada sobre el retrovisor.
– Tengo hambre -dijo Boris-. ¿Cuándo volvemos a casa?
– No te preocupes, no vamos a quedarnos mucho. Esa gente de ahí dentro está esperándonos, así que será mejor que entremos y les saludemos. Pero nos iremos enseguida. Volveremos a casa y pasaremos una velada estupenda. Nosotros solos.
– ¿Podremos jugar al Señor de la Guerra?
– Por supuesto -dije, encantado de que al parecer el chico hubiera olvidado ya nuestra anterior disputa-. O a cualquier otro juego que te apetezca. O hasta podemos jugar a un juego y cuando estemos a medias cambiar a otro diferente porque te aburres o porque estés perdiendo…, lo que quieras, Boris. Esta noche jugaremos al juego que más te guste. Y si quieres dejarlo y charlar un rato, de fútbol, por ejemplo, pues estupendo, eso es lo que haremos. Será una noche maravillosa. Solos los tres. Pero primero tenemos que entrar y acabar cuanto antes con esto. No va a estar tan mal.