Había recorrido un trecho del pasillo cuando, un poco más adelante, vi un gran revuelo. Como una docena de personas se estaban gritando y empujando en medio de grandes gesticulaciones, y mi primer pensamiento fue que, a causa de la tensión creciente, había estallado una reyerta entre los empleados del servicio de cocinas. Pero luego advertí que el ruidoso tropel se iba acercando hacia mí despacio y que el grupo lo integraba una curiosa mezcla de personas. Unas vestían traje de etiqueta, y otras -con anoraks, gabardinas y pantalones vaqueros- parecían recién llegadas de la calle. Pude ver entre ellos, asimismo, a algunos miembros de la orquesta.
Uno de quienes más gritaban era un hombre cuya cara me resultaba familiar, y estaba tratando de identificar dónde lo había conocido cuando le oí protestar a voz en cuello:
– ¡Señor Brodsky, insisto!
Y entonces reconocí al cirujano de pelo gris que había conocido poco antes en el bosque, y caí en la cuenta de que, en efecto, en el centro del grupo, avanzando por el pasillo despacio pero con expresión de terca determinación, estaba el señor Brodsky. Tenía un aire cadavérico. E increíblemente pálida y arrugada la piel de cara y cuello.
– ¡Pero dice que está bien! ¿Por qué no le deja decidir por sí mismo? -le replicó a gritos un hombre de mediana edad con esmoquin. Un coro de voces respaldó de inmediato esta proposición, que fue rebatida a su vez por un coro adverso.
Entretanto, Brodsky seguía avanzando lentamente por el pasillo, haciendo caso omiso de la conmoción creada en torno a su persona. Al principio daba la impresión de que era llevado en volandas por el grupo, pero cuando estuvo más cerca vi que caminaba él solo con la ayuda de una muleta. Algo había en aquella muleta que me hizo mirarla con más detenimiento, y entonces vi que en realidad se trataba de una tabla de planchar plegada que el señor Brodsky llevaba verticalmente bajo la axila.
Mientras yo contemplaba la escena, la gente fue reparando poco a poco en mi presencia, y callándose en señal de respeto, de modo que, a medida que se acercaba, el grupo se iba haciendo más silencioso. El cirujano, sin embargo, seguía lanzando grandes gritos:
– ¡Señor Brodsky! Su cuerpo acaba de sufrir un gran shock. ¡Debo insistir en que se siente y descanse!
Brodsky miraba hacia abajo, tratando de concentrarse en cada paso, y al principio no pareció reparar en mi presencia. Luego, advirtiendo cierto cambio de talante a su alrededor, alzó la mirada.
– Ah, Ryder -dijo-. Aquí me tiene.
– Señor Brodsky. ¿Cómo se siente?
– Estoy bien -dijo, muy tranquilo.
El grupo se había apartado un poco, y Brodsky pudo recorrer con mayor facilidad el trecho que nos separaba. Cuando alabé cómo había llegado a dominar el arte de caminar con muleta en tan poco tiempo, miró la tabla de planchar como si acabara de recordar que la llevaba.
– Ha dado la casualidad de que el hombre que me ha traído -dijo-, llevaba esto, esta cosa, en la trasera de su furgoneta. No está tan mal. Es resistente, y me permite andar perfectamente. Pero ya ve, tiene un problema, Ryder. Tiende a abrirse. Mire.
La sacudió un poco con el brazo y, efectivamente, la tabla empezó a abrirse. Un tope impedía que siguiera abriéndose, pero comprendí que el continuo desplegarse hasta aquel punto tenía que resultarle harto enojoso.
– Necesito un cordel para sujetarla -dijo Brodsky, un tanto triste-. Un trozo de cuerda o algo. Pero no hay tiempo para ocuparse de eso.
Al mirar hacia donde me indicaba, no pude evitar fijar la vista con espanto en su pernera izquierda: estaba atada con un nudo justo por debajo del muslo.
– Señor Brodsky -dije, forzándome a mirar de nuevo hacia arriba-. No puede sentirse tan bien como dice. ¿Va a tener la energía necesaria para dirigir la orquesta esta noche?
– Sí, sí. Me siento perfectamente. La dirigiré y será…, será fantástico. Todo saldrá como siempre he sabido que saldría. Y
ella verá…, lo comprobará con sus propios ojos y oídos. Verá que todos estos años…, que no he sido el necio que parecía. Que durante todos estos años todo ha estado en mi interior, esperando. Esta noche va a ver quién soy, Ryder. Será fantástico.
– ¿Se refiere a la señorita Collins? ¿Va a venir?
– Va a venir. Va a venir. Oh, sí, sí. Él ha hecho todo lo que ha podido para impedirlo, la ha asustado, pero ella va a venir, oh, sí… He visto su juego, el de ese tipo. Sí, Ryder, he ido al apartamento de ella, he tenido que caminar mucho, ha sido muy duro, pero al final ha aparecido ese hombre, ese buen hombre de ahí… -miró a su alrededor e hizo un gesto vago en dirección a alguien-, con una furgoneta. Hemos ido a su apartamento, he llamado a la puerta, una y otra vez… Y alguien, un vecino, ha creído que era como antes. Ya sabe, solía hacerlo, llamar y llamar a su puerta de noche, y los vecinos avisaban a la policía. Pero le he dicho, no, no sea imbécil, ya no estoy borracho. He tenido un accidente, y estoy sobrio. Tengo la cabeza perfectamente. Se lo he dicho a gritos, a ese vecino, a ese viejo gordo. Ahora estoy perfectamente lúcido y veo lo que ese tipo ha estado haciendo todo este tiempo. Eso es lo que le he gritado al viejo gordo. Y entonces ella se ha acercado a la puerta, sí, ella, ha ido hasta la puerta, y me ha oído hablar con el vecino, y la he visto a través del cristal, sin saber qué hacer, y he dejado de hablar con el vecino y me he puesto a hablarle a ella. Me ha escuchado, y al principio no quería abrirme la puerta, pero le he dicho, escucha, he tenido un accidente, y entonces me ha abierto la puerta. ¿Dónde diablos está ese sastre? ¿Adonde se ha ido? Tenía que tenerme el traje listo.
Brodsky miró a su alrededor, y una voz de la última fila del grupo dijo:
– No tardará, señor Brodsky. Bueno, ya está aquí.
Apareció un hombre menudo con una cinta métrica, y empezó a tomarle las medidas.
– Vamos, vamos… -masculló Brodsky con impaciencia. Luego, dirigiéndose a mí, dijo-: No tengo traje de etiqueta. Me tenían uno preparado; me lo llevaron a casa, dicen. Quién sabe… He tenido ese accidente, y no tengo ni idea de dónde puede estar. Tienen que proporcionarme otro. Un traje de etiqueta y una camisa de frac; esta noche quiero lo mejor. Va a ver lo que he guardado en mi interior todos estos años…
– Señor Brodsky -dije-. Me estaba contando lo de la señorita Collins. ¿Cree haberla convencido para que venga al auditórium esta noche?
– Oh, sí, va a venir. Lo ha prometido. No va a romper su promesa por segunda vez. No ha venido al cementerio. He esperado y esperado, pero no ha venido. Pero no ha sido culpa suya. Ha sido él, el director del hotel: la ha asustado. Pero yo le he dicho que ya es tarde para andar con miedos. Hemos tenido miedo toda la vida y ya es hora de que empecemos a ser valientes. Al principio no me escuchaba. No paraba de decirme: «¿Qué has hecho?» No estaba como normalmente suele estar, estaba casi llorando, con las manos en la cara, casi llorando, sin importarle que los vecinos pudieran estar escuchando… A esas horas de la noche y diciéndome, Leo, Leo…, sí, me llama así ahora, Leo, ¿qué te has hecho en la pierna? Esa sangre… No es nada, le he dicho, no importa. Un accidente, pero pasaba por allí un médico, ya no importa, le he dicho, lo que de verdad importa es que vengas esta noche a la sala de conciertos. No hagas caso de lo que te diga ese miserable del hotel, ese…, ese botones. Queda muy poco tiempo… Esta noche va a ver de lo que soy capaz. Todos estos años…, no soy el necio que ella pensaba que era. Y ella decía que no podía venir, que no estaba preparada, y que además, me ha dicho, volverían a abrírsele todas esas heridas. Y yo le he dicho que no hiciera caso a ese botones, a ese portero de hotel, que ya es demasiado tarde para eso. Y ella me señalaba la pierna y decía, pero ¿qué te ha pasado?, estás sangrando, y yo le he dicho que no importaba, y entonces le he gritado. No importa, le he gritado. ¿Es que no te das cuenta? ¡Tengo que conseguir que vengas! ¡Tienes que venir! ¡Tienes que verlo por ti misma, tienes que venir! Entonces he visto que se ha dado cuenta de lo en serio que hablaba. He visto sus ojos; he visto cómo cambiaban las cosas en el fondo de sus ojos, cómo el miedo se esfumaba, cómo algo cobraba vida, y he sabido que al fin había vencido, que ese limpiarretretes de hotel había perdido la partida. Y le he dicho, ya con mucha suavidad, le he dicho: «¿Así que vienes?» Y ella ha asentido con la cabeza, con calma, y he sabido que podía confiar en ella. Ni una sombra de duda, Ryder. Ha asentido y he sabido que podía confiar en ella, y me he dado media vuelta y me he marchado. Y he venido aquí…, este buen hombre, ¿dónde está?, me ha traído en su furgoneta. Pero habría venido andando, no estoy tan mal como podría pensarse.
– Pero, señor Brodsky -dije-. ¿Está seguro de encontrarse lo bastante bien como para subir al escenario? Acaba de sufrir un terrible accidente…
No lo pretendía, claro está, pero mi mención de su estado desencadenó un nuevo griterío. El cirujano se abrió paso hasta donde estábamos Brodsky y yo y, alzando la voz por encima de los otros, se golpeó la palma de la mano con el puño para dar más fuerza a sus palabras.
– ¡Señor Brodsky, insisto! ¡Debe descansar, aunque sólo sea unos minutos!
– Estoy bien, estoy bien. ¡Déjeme en paz! -gritó Brodsky, y echó a andar por el pasillo. Luego, volviéndose hacia mí, que me había quedado donde estaba, dijo-: Si ve a ese botones, Ryder, dígale que estoy aquí. Dígaselo. Se pensaba que no iba a llegar, se pensaba que soy una caca de perro… Dígale que estoy aquí. Y verá cómo le sienta.
Dicho lo cual, Brodsky prosiguió su marcha por el pasillo seguido por el tropel vociferante.
Eché a andar en la dirección contraria, atento al menor rastro de Hoffinan. Ahora había menos miembros de la orquesta en el pasillo, y la mayoría de las puertas estaban cerradas. En un momento dado, pensaba en volver sobre mis pasos y mirar más detenidamente a través de las puertas que permanecían aún abiertas cuando, un poco más adelante, divisé al fin la figura de Hoffman.
Estaba de espaldas, y avanzaba por el pasillo despacio, con la cabeza baja. Aunque me hallaba demasiado lejos para poder oírle, no había duda de que seguía ensayando su pequeña alocución. Apreté el paso para alcanzarle, y de pronto vi que su cuerpo se proyectaba hacia adelante como un resorte. Pensé que iba a caer de bruces, pero enseguida me di cuenta de que estaba practicando una vez más la extraña operación que le había visto ejecutar ante el espejo del camerino de Brodsky. Inclinado hacia adelante, levantó el brazo en ángulo, con el codo en punta, y empezó a darse puñetazos en la frente. Seguía haciéndolo cuando llegué hasta él por la espalda y solté una tosecilla. Hoffman se irguió de un respingo, y se volvió.