– Ah, señor Ryder. Por favor, no se preocupe. Estoy seguro de que el señor Brodsky llegará en cualquier momento.
– En efecto, señor Hoffman. Y, de hecho, si estaba usted ensayando su discurso de petición de disculpas por la incomparecencia del señor Brodsky, me complace informarle de que ya no será necesario. El señor Brodsky está ya aquí. -Hice un gesto en la dirección opuesta del pasillo-. Acaba de llegar.
Hoffman se quedó perplejo, y durante unos segundos permaneció paralizado. Luego recuperó el dominio de sí mismo, y dijo:
– Ah. Estupendo. Qué alivio. Pero, por supuesto, yo siempre he…, siempre he estado seguro de que así sucedería. -Rió, mirando a un lado y a otro del pasillo, como si esperara ver en alguna parte a Brodsky. Luego rió otra vez, y dijo-: Bien, será mejor que vaya a buscarle.
– Señor Hoffman, antes de hacer lo que dice le agradecería que me diera las últimas noticias relativas a mis padres. Supongo que estarán ya en el edificio, ¿me equivoco? Y en cuanto a su idea del carruaje y los caballos…, me ha parecido oírlos hace un rato, cuando he pasado en coche a cierta distancia de la fachada de la sala de conciertos. Confío en que haya causado el impacto que usted quería que causara…
– ¿Sus padres? -Hoffman pareció otra vez desconcertado. Luego me puso una mano en el hombro y dijo-: Ah, sí. Sus padres. Déjeme pensar…
– Señor Hoffman, he dejado en sus manos y en la de sus colegas el oportuno cuidado de mis padres. Ninguno de ellos está bien de salud…
– Claro, claro. No tiene por qué preocuparse. Sólo que, con tantas cosas que hacer, y con el pequeño retraso del señor Brodsky…, aunque ahora me dice usted que ya ha llegado… Ya… -Dejó la frase en suspenso, y volvió a mirar a un lado y a otro del pasillo.
Le pregunté, en tono seco:
– Señor Hoffman, ¿dónde están mis padres en este momento? ¿Tiene usted alguna idea?
– Ah. En este preciso instante, si he de serle sincero, no sé… Pero puedo asegurarle que están en manos de la mayor solvencia. Por supuesto, desearía supervisar personalmente todos los aspectos de la velada, pero comprenderá que… Ya… La señorita Stratmann. Ella sabrá exactamente dónde están sus padres. Ha recibido instrucciones precisas de seguir de cerca en todo momento los pasos de sus padres. No es que haya ningún peligro de que vaya a faltarles atención alguna mientras estén entre nosotros. Muy al contrario, he tenido que pedir a la señorita Stratmann que tenga mucho cuidado de que no resulten agobiados por la hospitalidad que sin duda va a deparárseles en todas partes…
– Señor Hoffman, veo que no tiene usted la menor idea de dónde están mis padres. ¿Dónde está la señorita Stratmann?
– Oh, seguro que está por ahí… Señor Ryder, vayamos a ver cómo va el señor Brodsky. Tengo la seguridad de que nos toparemos con la señorita Stratmann en cualquier momento. Puede incluso que esté en la oficina. En cualquier caso, señor… -de pronto adoptó unos modos más dominantes-, si seguimos aquí quietos no vamos a conseguir gran cosa.
Nos pusimos en marcha. A medida que avanzábamos por el pasillo, Hoffman pareció ir recuperando la compostura, y al poco dijo con una sonrisa:
– Ahora podemos tener la certeza de que todo va a ir bien. Usted, señor, tiene todo el aspecto de ser una persona que sabe exactamente lo que hace en todo momento. Y, estando ya aquí el señor Brodsky, todo está en regla. Todo saldrá según lo planeado. Tenemos ante nosotros una espléndida velada…
Entonces reparé en que Hoffman alteraba el paso, y que se quedaba mirando hacia algo que teníamos enfrente, a cierta distancia. Seguí su mirada y vi a Stephan en medio del pasillo, con expresión preocupada. El joven nos vio y vino hacia nosotros apresuradamente.
– Buenas noches, señor Ryder -dijo. Luego, bajando la voz, le dijo a Hoffman-: Papá, ¿podríamos hablar un momento?
– Estamos muy ocupados, Stephan. El señor Brodsky acaba de llegar.
– Sí, ya lo he oído. Pero verás, papá, es referente a mamá.
– Ah. Mamá.
– Sigue ahí en el vestíbulo, y voy a actuar dentro de un cuarto de hora. Acabo de verla, y estaba deambulando por el vestíbulo, y le he dicho que iba a salir enseguida, y ella me ha dicho: «Bien, querido, aún tengo que hacer unas cosas. Intentaré al menos llegar al final de tu actuación, pero antes tengo que ocuparme de unas cosas…» Eso es lo que me ha dicho, pero no parecía en absoluto ocupada. Lo cierto es que mamá y tú deberíais estar ya entrando en la sala. Voy a actuar en menos de un cuarto de hora.
– Sí, sí. Iré enseguida. Y tu madre…, estoy seguro de que no tardará en terminar lo que está haciendo e irá a ocupar su asiento. ¿Por qué te preocupas tanto? Vuelve a tu camerino y prepárate como es debido.
– Pero ¿qué es lo que tiene que hacer mamá en el vestíbulo? Está allí de pie, charlando con la gente que pasa. Pronto se quedará sola. La gente está ya sentándose en la sala.
– Supongo que estará estirando un poco las piernas antes de sentarse para la velada. Vamos, Stephan, cálmate. Tienes que abrir la noche con brillantez. Todos contamos contigo.
El joven pensó en ello unos instantes, y de pronto pareció acordarse de mi presencia.
– Ha sido usted tan amable, señor Ryder -dijo con una sonrisa-. Su aliento ha sido para mí inestimable.
– ¿Su aliento? -Hoffman me miró con expresión de asombro.
– Oh, sí -dijo Stephan-. El señor Ryder ha sido extremadamente generoso conmigo, tanto en tiempo como en elogios. Ha escuchado uno de mis ensayos y me ha infundido el mayor ánimo que he recibido en años.
Hoffman nos miraba, primero a uno y luego a otro, con una sonrisa de incredulidad asomándole a los labios. Y me dijo:
– ¿Ha dedicado tiempo a escuchar a Stephan? ¿A él?
– Sí, en efecto. Intenté decírselo en una ocasión, señor Hoffman. Su hijo tiene mucho talento, y, ocurra lo que ocurra con las demás actuaciones de esta noche, tengo la certeza de que la suya será un éxito rotundo.
– Vaya… ¿De veras lo cree? Pero eso no cambia, señor, que Stephan, que él…, que él… -Hoffman parecía confuso; soltó una rápida risa y dio una palmada a su hijo en la espalda-. Bien, pues. Stephan, al parecer nos tienes reservado algo bueno esta noche.
– Eso espero, papá. Pero mamá sigue en el vestíbulo. Tal vez te esté esperando. Me refiero a que, ya sabes, siempre resulta algo violento para una dama sentarse sola en una velada como ésta. Puede que sólo sea eso. En cuanto vea que has ocupado tu asiento, puede que entre a reunirse contigo. Yo tengo que salir al escenario enseguida.
– Muy bien, Stephan. Veré lo que puedo hacer. No te preocupes. Ahora vuelve a tu camerino y prepárate. El señor Ryder y yo tenemos que ocuparnos antes de unas cosas.
Pese a la expresión contrariada de Stephan, nos alejamos por el pasillo.
– Creo que debo advertirle, señor Hoffman -dije cuando llevábamos recorrido un trecho-. Puede que se encuentre con que el señor Brodsky ha adoptado una actitud un tanto hostil hacia…, bueno, hacia usted.
– ¿Hacia mí? -Hoffman parecía sorprendido.
– Lo que quiero decir es que, cuando le he visto hace un momento, ha manifestado cierto enojo con usted. Se quejaba de cierto agravio… Y he pensado que debía advertirle.
Hoffman masculló algo que no pude oír. Luego, mientras recorríamos la suave curva que describía el pasillo, apareció ante nosotros -no había duda: la gente se apelotonaba ante la puerta- el camerino de Brodsky. El director del hotel aminoró el paso, y luego se detuvo por completo.
– Señor Ryder, le he estado dando vueltas a lo que acaba de decir Stephan. Pensándolo bien, creo que voy a buscar a mi esposa. Para cerciorarme de que está bien. Después de todo, los nervios en una noche como ésta son…, ya me entiende…
– Por supuesto.
– Entonces, le ruego me disculpe. Me pregunto, señor, si podría pedirle que comprobara si todo marcha bien ahí dentro, en el camerino del señor Brodsky. Yo, en fin, creo que… -Miró el reloj-. Creo que es hora de que vaya a ocupar mi asiento. Stephan tiene razón.
Hoffman soltó una risita, se volvió y se alejó deprisa en la dirección contraria.
Esperé hasta que se perdió de vista, y me encaminé hacia el grupo que se agolpaba ante la puerta del camerino de Brodsky. Algunos de los presentes parecían estar allí por mera curiosidad, mientras otros mantenían, en tono ahogado, encendidas discusiones. El cirujano del pelo gris estaba junto a la puerta, y exponía con vehemencia algo ante un miembro de la orquesta, mientras agitaba exasperadamente una mano en dirección al interior del camerino. Para mi sorpresa, la puerta estaba abierta de par en par, y cuando me acerqué a ella vi que el sastre menudo que había visto antes asomaba la cabeza por el vano y gritaba:
– El señor Brodsky quiere unas tijeras. ¡Unas tijeras grandes!
Uno de los presentes salió corriendo en busca de las tijeras, y la cabeza del sastre desapareció de nuevo de la puerta. Me abrí paso entre la gente y miré en el interior del camerino.
Brodsky estaba sentado, de espaldas a la puerta, mirándose con detenimiento en el espejo. Llevaba puesta la chaqueta del frac; el sastre le estaba cogiendo con alfileres ambos hombros. Llevaba puesta la camisa, pero no la pajarita.
– Ah, Ryder -dijo al verme reflejado en el espejo-. Entre, entre. ¿Sabe?, hace mucho tiempo que no me pongo ropa de este tipo.
Parecía mucho más calmado que cuando lo había visto antes en el pasillo, y de pronto recordé el talante imperativo que había mostrado en el cementerio, al plantarse delante de los deudos.
– Veamos, señor Brodsky -dijo el sastre, irguiéndose. Ambos se pusieron a estudiar en el espejo cómo le quedaba la chaqueta después de los ajustes. Al cabo, Brodsky sacudió la cabeza.
– No, no. La quiero un poco más ajustada -dijo-. Por aquí y por aquí. Le sobra tela.
– No tardaré ni un segundo, señor Brodsky.
El sastre le quitó rápidamente la chaqueta y, dirigiéndome una pequeña inclinación de cabeza al pasar, salió del camerino.
Brodsky seguía mirándose en el espejo, tocándose con expresión pensativa las alas del cuello de la camisa. Luego cogió un peine y se arregló un poco el pelo (me di cuenta de que se había dado algún tipo de brillantina).
– ¿Cómo se siente ahora? -le pregunté, acercándome.
– Muy bien -dijo él pausadamente, sin dejar de alisarse el pelo-. Ahora me siento muy bien.