– ¿Y la pierna? ¿Está seguro de que podrá dirigir con tan grave herida?
– ¿La pierna? No es nada. -Dejó el peine y se estudió el pelo-. No ha sido tan terrible como parecía. Estoy bien.
Mientras lo decía, vi por el espejo cómo el cirujano -que en ningún momento se había alejado de la puerta- daba unos pasos hacia el interior del camerino con expresión de estar a punto de estallar. Pero antes de que pudiera decir algo, Brodsky gritó con ferocidad hacia la imagen reflejada en el espejo:
– ¡Estoy bien! ¡Es una herida sin importancia!
El cirujano retrocedió hasta el umbral, y se quedó quieto sin dejar de mirar airadamente la espalda de Brodsky.
– Pero señor Brodsky -dije con voz suave-. Ha perdido un miembro. Eso nunca puede ser algo sin importancia.
– He perdido un miembro, es cierto. -Brodsky volvía a ocuparse de su pelo-. Pero lo perdí hace años, Ryder. Muchos años. Cuando era niño, creo. Fue hace tantos años que casi no me acuerdo. El imbécil del cirujano ni siquiera se ha dado cuenta. Me he quedado enredado en esa bicicleta, es cierto, pero ha sido la pierna postiza la que se me ha quedado atrancada. El muy necio ni siquiera se ha dado cuenta. ¡Y se llama a sí mismo cirujano! Me he pasado la vida sin esa pierna, Ryder.
¿Hace cuánto fue? Uno, a mi edad, empieza a olvidarse. Y acaba no importándole. Acaba siendo como un viejo amigo, como una vieja herida. Claro que de cuando en cuando me molesta, pero llevo viviendo con ello tanto tiempo… Creo que me sucedió de niño. Puede que fuera un accidente de tren. En alguna parte de Ucrania. Puede que en la nieve. Quién sabe. Ya no importa. Tengo la sensación de haber estado así toda la vida. Con una sola pierna. No está tan mal. Te acostumbras. Ese médico imbécil. Me ha serrado la pierna de madera. Sí, ha sangrado, aún me sangra un poco, necesito unas tijeras, Ryder. He mandado a por unas. No, no para la herida. Para la pernera, para esta pernera. ¿Cómo voy a dirigir con la pernera bailándome ahí abajo, vacía? Pero ese imbécil de médico, ese interno de hospital, me ha cortado la de madera, así que ¿qué voy a hacer ahora? Tengo que… -Fingió cortar con los dedos la pernera, por encima de la rodilla-. Tengo que hacer algo. Ponerme todo lo elegante que pueda. Ese imbécil, no sólo echa a perder mi pierna ortopédica sino que encima me hurga en el muñón hasta hacerme sangre. Hace muchísimos años que la herida no me ha sangrado de este modo. El muy imbécil, con esa cara de serio que tiene… Se cree un hombre muy importante, y va y me sierra la pierna de madera. Y de paso me corta un poco el muñón. No es extraño que siga sangrando. Sangre por todas partes. Pero la pierna la perdí hace años. Hace mucho, mucho tiempo. Ésa es la sensación que siento. He tenido toda una vida para acostumbrarme. Pero ahora va ese imbécil con esa sierra y…, a sangrar de nuevo… -Miró hacia abajo, y restregó algo contra el suelo con el zapato-. He mandado a por unas tijeras. Tengo que estar todo lo elegante que pueda, Ryder. No soy vanidoso. No lo hago por vanidad. Pero un hombre ha de tener buena presencia en un momento como éste. Esta noche va a verme; recordará esta noche durante todos los años que nos queden. Y la orquesta es una buena orquesta. Mire, voy a enseñarle algo. -Alargó la mano, cogió una batuta y la levantó hacia la luz-. Es una buena batuta. Tiene un tacto especial, se lo aseguro. Y eso, como usted sabe, tiene su importancia. Para mí, la punta es siempre importante. Debe ser eso: una punta. -Se quedó mirando la batuta-. Ha pasado mucho tiempo, pero no tengo miedo. Van a ver todos esta noche… Y no voy a ser blando. Iré hasta el final. Como usted dice, Ryder. Max Sattler… ¡Pero el imbécil del médico ése! ¡El muy memo! ¡Ese portero de hospital!
Las últimas palabras las pronunció a gritos, con cierta Fruición, contra el espejo, y vi cómo el cirujano -que nos había estado mirando desde el umbral con expresión de perplejidad- se replegaba dócilmente y desaparecía del hueco de la puerta.
Cuando se hubo ido el cirujano, Brodsky empezó a dar por vez primera muestras de agotamiento. Cerró los ojos y se inclinó hacia un lado en su silla, respirando pesadamente. Pero instantes después irrumpió en el camerino un hombre con unas tijeras en la mano.
– Oh, por fin -dijo Brodsky. El hombre le tendió las tijeras y él las cogió. Luego, cuando el hombre se fue, Brodsky dejó las tijeras en el anaquel del espejo y se dispuso a levantarse. Utilizó el respaldo de la silla como soporte para alzarse, y luego alargó una mano hacia la tabla de planchar que estaba apoyada sobre la pared contigua. Me adelanté unos pasos para ayudarle, pero él, con asombrosa agilidad, cogió la tabla por sí mismo y se la colocó bajo la axila.
– ¿Lo ve? -dijo, mirándose con tristeza la pernera vacía-. Tengo que hacer algo.
– ¿Quiere que llame de nuevo al sastre?
– No, no. Ese hombre no sabría qué hacer. Lo haré yo mismo.
Brodsky siguió contemplando su pernera vacía. Y, mientras le estaba mirando, recordé de pronto los apremiantes asuntos que aún requerían mi atención. En primer lugar, tenía que volver a donde Sophie y Boris, y enterarme de cómo seguía Gustav. Cabía la posibilidad incluso de que se hubiera diferido alguna decisión crucial -relativa a Gustav- hasta mi vuelta. Dejé escapar una tosecilla, y dije:
– Si no le importa, señor Brodsky… Tengo que marcharme.
Brodsky seguía mirándose la pernera.
– Va a ser fantástico, Ryder -dijo con voz suave-. Va a ver… Ella, por fin, va a ver…