Sólo al entrar en el café y sentir el calor del fuego de leña que ardía al fondo del local tomé conciencia de lo mucho que había refrescado la noche. El interior del café había cambiado de decoración desde la última vez que yo lo había pisado. La mayoría de las mesas habían sido pegadas a la pared, a fin de habilitar espacio para la gran mesa circular que presidía el centro del recinto. Alrededor de ella había una docena de hombres sentados, bebiendo cerveza y hablando y riendo de forma bulliciosa. Parecían más jóvenes que Gustav, aunque la mayoría de ellos rebasaba ya la edad mediana. A unos pasos de ellos, cerca de la barra, dos hombres delgados ataviados de zíngaros tocaban al violín un vals de ritmo vigoroso. Había otros parroquianos, pero parecían satisfechos de permanecer en segundo plano, algunos en los rincones más sombríos del local, como haciéndose perdonar el estar presentes en una fiesta ajena.
Cuando Gustav y yo entramos, los mozos se volvieron al unísono y se quedaron mirándonos, sin saber si dar o no crédito a sus ojos. Entonces Gustav dijo:
– Sí, chicos, es él. Ha venido personalmente a desearnos lo mejor.
Se hizo un silencio absoluto, y todos los presentes -maleteros, camareros, músicos y demás clientes- fijaron la mirada en mí. Y acto seguido se pusieron a aplaudirme. No esperaba tal recibimiento, y a punto estuve de que volvieran a asomarme las lágrimas. Sonreí y dije: «Gracias, gracias», mientras los aplausos proseguían con tal intensidad que apenas alcancé a °ír mis propias palabras. Los maleteros se habían levantado de las sillas y hasta los músicos zíngaros se habían colocado los violines bajo el brazo para unirse a los aplausos. Gustav me invitó a acercarme a la mesa central, y cuando tomé asiento en ella los aplausos cesaron. Los músicos volvieron a tocar, y me encontré rodeado de caras presas de excitación. Gustav, que se había sentado a mi lado, empezó a decir:
– Chicos, el señor Ryder ha tenido la amabilidad de…
Antes de que pudiera terminar, un maletero corpulento de nariz roja se inclinó hacia mí y levantó la jarra de cerveza.
– Señor Ryder, nos ha salvado usted -declaró-. Ahora nuestra historia será diferente. Nuestros nietos nos recordarán de forma diferente. Ésta es una gran noche para nosotros.
Aún le estaba sonriendo al maletero corpulento cuando sentí que una mano me agarraba del brazo, y vi que una cara demacrada y nerviosa me estaba mirando fijamente.
– Por favor, señor Ryder -dijo el hombre de la cara demacrada-. Por favor, ¿de verdad va a hacerlo? No creo que lo haga: cuando llegue el momento, con todas esas cosas importantes que tendrá usted en la cabeza, delante de toda esa gente…, ¿no cambiará de idea y…?
– No seas insolente -le dijo alguien, y el hombre demacrado y nervioso desapareció del primer plano como si hubieran tirado de él y lo hubieran apartado.
– Pues claro que no va a echarse atrás. ¿Con quién te crees que estás hablando?
Me volví, deseoso de tranquilizar al hombre demacrado, pero alguien me estaba estrechando la mano mientras decía:
– Gracias, señor Ryder, gracias…
– Son ustedes muy amables -dije, sonriendo al grupo en general-. Aunque…, creo que debería advertirles de que…
Entonces alguien me empujó y me lanzó casi contra la persona que tenía al lado. Oí que se disculpaban, y otra voz que decía:
– ¡No pegues empujones!
Y luego otra voz que dijo, muy cerca de mí:
– Me pareció usted, señor, allí sentado en la terraza de enfrente… Fui yo quien le dije a Gustav que fuera a cerciorarse. Es tan amable de su parte venir a reunirse con nosotros. Ésta será una noche que recordaremos toda la vida. Una fecha clave para todos los maleteros de esta ciudad.
– Escuchen, tengo que advertirles… -dije en voz alta-. Haré todo lo que esté en mi mano, pero tengo que advertirles de que es posible que ya no ejerza la influencia de otros tiempos. Tienen que hacerse cargo de que…
Pero mis palabras fueron ahogadas por unas cuantas voces que me lanzaban estentóreos vítores. Al segundo «¡hurra!», se unió a ellas el grupo entero de mozos de hotel, y hasta la música cesó momentáneamente cuando la totalidad de los parroquianos me dedicó a coro el último y ensordecedor «¡hurra!». Y al cabo estallaron de nuevo los aplausos.
– Gracias, gracias -dije, genuinamente conmovido.
Cuando el aplauso cesaba ya, el maletero de la nariz roja dijo al otro extremo de la mesa:
– Usted es bienvenido aquí, señor. Usted es una persona célebre, famosa, pero quiero que sepa que nosotros reconocemos a un buen tipo en cuanto lo vemos. Sí, señor, llevamos tanto tiempo en este oficio que hemos desarrollado un buen olfato para detectar la decencia en la gente. Usted es una persona decente de pies a cabeza. Todos podemos verlo. Decente y amable. Puede que piense que le estamos dando esta bienvenida sólo porque va a ayudarnos. Y, por supuesto, le estamos enormemente agradecidos. Pero sé que a todos estos que tiene usted delante les ha caído usted bien desde el primer momento, y no habría sido así si no fuera usted un tipo decente. Si hubiera sido demasiado orgulloso, o falso en algún aspecto, lo habrían detectado inmediatamente. Oh, sí. Por supuesto, le estarían agradecidos de todos modos, y le tratarían bien, pero no les habría gustado usted como les ha gustado. Lo que intento decir, señor, es que aunque no hubiera sido famoso, aunque no fuera más que un forastero que hubiera llegado aquí por azar, en cuanto hubiéramos visto que era usted un buen tipo, en cuanto nos hubiera explicado que estaba lejos de casa y que necesitaba compañía, le habríamos recibido con los brazos abiertos. No le habríamos recibido de forma muy diferente a como lo hemos hecho ahora, porque habríamos visto que era usted un buen tipo. Oh, sí, no somos personas tan distantes como la gente dice. De ahora en adelante, señor, puede usted contar con la amistad de cada uno de nosotros.
– Eso es -dijo alguien a mi derecha-. Ahora somos sus amigos. Si alguna vez tropieza usted con alguna dificultad en esta ciudad, puede contar con nosotros.
– Gracias, muchísimas gracias -dije-. Gracias. Haré cuanto esté en mi mano por ustedes esta noche. Pero, de verdad, tengo que advertirles de que…
– Señor, por favor. -Gustav me hablaba en voz baja, casi al oído-. Por favor, deje de preocuparse. Todo va a salir bien. ¿Por qué no se divierte al menos unos minutos?
– Pero si sólo quería advertirles a estos buenos amigos suyos…
– De verdad, señor -prosiguió Gustav en voz baja-. Su entrega es admirable. Pero se preocupa demasiado. Por favor, relájese y trate de pasarlo bien. Sólo unos minutos. Mírenos. Todos tenemos preocupaciones. Yo, por ejemplo, tengo que volver enseguida a la sala de conciertos, a todo ese trabajo. Pero cuando nos reunimos aquí todos, nos sentimos felices de estar entre amigos y nos olvidamos de las preocupaciones. Nos relajamos y lo pasamos bien. -Gustav, entonces, alzó la voz por encima del bullicio-: ¡Venga, vamos a mostrarle al señor Ryder cómo nos divertimos de verdadl ¡Mostrémosle cómo lo hacemos!
Su exhortación fue acogida con grandes vítores y otra salva de aplausos, y al poco los aplausos se convirtieron en rítmicas palmadas. Los zíngaros empezaron a tocar más rápido, al compás de las palmadas, y algunos de los parroquianos que nos estaban observando se pusieron también a dar palmadas. Vi que otros clientes, más alejados de nosotros, interrumpían sus conversaciones y daban la vuelta a sus sillas, como aprestándose a presenciar un espectáculo esperado con impaciencia. Alguien, que supuse el propietario -un hombre moreno, larguirucho-, salió de la trastienda y se quedó apoyado contra el vano de la puerta, con expresión de no quererse perder tampoco lo que iba a tener lugar a continuación.
Entretanto, los maleteros seguían dando palmadas, cada vez más exultantes, y algunos de ellos golpeaban el suelo con los pies para acompañar las rítmicas palmadas. Entonces aparecieron dos camareros que despejaron apresuradamente la gran mesa central. Jarras de cerveza, tazas de café, azucareros, ceniceros…, todo desapareció de ella como por ensalmo. Y acto seguido uno de los maleteros, un hombre voluminoso y barbudo, se subió a la mesa. Tras la espesa barba, su cara era de un rojo vivo, no sabría precisar si por timidez o por la bebida. En cualquier caso, en cuanto se encaramó a la mesa esbozó una gran sonrisa y se puso a bailar sin inhibición alguna.
Era una danza extraña, estática, en la que los pies apenas se despegaban de la mesa, basada más en las cualidades del cuerpo humano que en la agilidad o en la movilidad airosa. El hombre barbudo adoptaba posturas de dios griego, con los brazos en ademán de acarrear una pesada carga, y a medida que las palmadas y los gritos de ánimo seguían jaleándole, el hombre cambiaba casi imperceptiblemente el ángulo de la cadera o giraba sobre sí mismo despacio. Me pregunté si todo aquello tendría alguna finalidad cómica, pero a pesar de las estentóreas risas de los maleteros sentados a la mesa pronto estuvo claro que la danza no tenía la menor intención satírica. Mientras estaba observando la danza del hombre barbudo, alguien me dio un codazo y dijo:
– Éste es, señor Ryder. Nuestro baile. El Baile de los Mozos de Hotel. Habrá oído hablar de él, supongo…
– Sí -dije-. Oh, sí… ¿Así que éste es el Baile de los Mozos de Hotel?
– Sí, señor. Pero aún no ha visto nada -dijo quien me había hablado, sonriendo y volviéndome a dar con el codo.
Reparé en que los maleteros se estaban pasando de mano en mano una gran caja de cartón. La caja tendría las dimensiones de una maleta, aunque a juzgar por la ligereza con que surcaba el aire de mano en mano, estaba vacía y apenas tenía peso. La caja viajó alrededor de la mesa durante un rato, y en un momento dado de la danza fue arrojada al aire en dirección al hombre barbudo. Éste, en ese preciso instante, cambió de postura y alzó los brazos de nuevo, y la caja de cartón fue a caer con precisión en sus manos.
El maletero barbudo reaccionó como si acabara de recibir una losa de piedra -lo que arrancó un rugido temeroso entre sus compañeros-, y por espacio de uno o dos segundos pareció doblarse bajo su peso. Pero luego, con determinación inflexible, fue enderezándose poco a poco hasta quedar totalmente erguido, con la caja abrazada contra el pecho. Mientras los vítores celebraban la «proeza», el maletero barbudo empezó a alzar despacio la caja hasta situarla por encima de su cabeza, y finalmente la mantuvo en el aire con los brazos totalmente extendidos hacia lo alto. Aunque, como es lógico, no se trataba de ninguna hazaña, había en todo ello una dignidad y un dramatismo que me hizo unirme a los vítores y celebrarlo como si realmente hubiera levantado un enorme peso. El maletero barbudo procedió entonces a crear, con consumada pericia, el efecto ilusorio de que la pesada caja iba perdiendo peso y se hacía más y más liviana. Y al poco la sostenía con una sola mano, y se puso a hacer malabarismos con ella, e incluso se la lanzó por encima del hombro y la recogió a su espalda. Cuanto más liviana se hacía la caja, más exultantes parecían sus colegas. Luego, cuando las proezas del hombre barbudo fueron haciéndose más y más frivolas y disparatadas, sus colegas empezaron a mirarse unos a otros, a sonreírse y a incitarse mutuamente, hasta que otro de los maleteros, un hombre menudo y nervudo con un fino bigote, empezó a subirse a la mesa.