Oí cómo Parkhurst abría la puerta, y a continuación unas voces que discutían en el vestíbulo. Finalmente Parkhurst entró en la salita, volvió los ojos hacia un costado para hacerme una seña y dejó escapar un suspiro.
Brodsky entró tras él. Parecía más alto que cuando lo había visto la última vez en medio de un salón concurrido, y volví a advertir el extraño modo en que se mantenía erguido -ligeramente inclinado hacia un lado, como si estuviera a punto de venirse abajo-, pero también advertí que estaba completamente sobrio. Llevaba una corbata de lazo escarlata, y un traje bastante elegante que parecía recién estrenado. Los cuellos de la camisa blanca le sobresalían hacia afuera, no sabría decir si a causa del diseño o a causa de un exceso de almidón. Llevaba en la mano un ramo de flores, y sus ojos tenían una expresión cansada y triste. Se detuvo en el umbral y miró con aire indeciso el interior de la salita, tal vez con la esperanza de ver en ella a la señorita Collins.
– Está ocupada, ya se lo he dicho -dijo Parkhurst-. Mire, coincide que soy un confidente de la señorita Collins y que puedo decirle con certeza que no desea verle. -Parkhurst me dirigió una mirada para que corroborara lo que acababa de decir, pero yo estaba decidido a no comprometerme y me limité a sonreír tímidamente a Brodsky. Brodsky, entonces, me reconoció.
– Señor Ryder -dijo, e inclinó gravemente la cabeza. Luego se volvió de nuevo a Parkhurst-: Si está en casa, por favor, vaya y dígale que salga. -Señaló el ramo de flores, como si ellas pudieran explicar por sí solas por qué le resultaba tan imperioso verla-. Por favor…
– Ya se lo he dicho, no puedo ayudarle. No quiere verle. Además, está hablando con otra gente.
– De acuerdo -dijo Brodsky en un susurro-. De acuerdo. No quiere ayudarme. De acuerdo.
Al terminar de decir esto se dirigió hacia la puerta por donde antes había desaparecido la señorita Collins. Parkhurst, velozmente, le salió al paso, y por espacio de unos segundos se vieron enfrentadas la larguirucha figura de Brodsky y la menuda y robusta humanidad de Parkhurst. El método empleado por éste para detener a Brodsky consistía sencillamente en ponerle las manos en el pecho para impedir su avance. Brodsky, entretanto, había colocado una mano sobre el hombro de Parkhurst y miraba por encima de él hacia la puerta, como si se hallara en medio de una multitud y mirara cortésmente más allá de la persona que tenía delante. Y mientras tanto no dejó ni un instante de mover los pies sobre el terreno, como arrastrándolos, y de murmurar: «Por favor…»
– ¡Muy bien! -gritó al cabo Parkhurst-. Muy bien, iré a hablar con ella. ¡Sé lo que va a decir, pero de acuerdo, de acuerdo!
Se separaron. Y acto seguido Parkhurst, alzando un dedo, dijo:
– ¡Pero espere aquí! ¡Será mejor que espere aquí!
Lanzando una última mirada airada a Brodsky, Parkhurst se volvió, salió por la puerta y la cerró concienzudamente a su espalda.
Brodsky, al principio, se quedó con la mirada fija en la puerta, y pensé que de un momento a otro iba a seguir a Parkhurst. Pero al final se dio la vuelta y fue a sentarse.
Durante unos segundos Brodsky pareció ensayar algo mentalmente; sus labios parecían articular algo en silencio, y no juzgué apropiado hablarle. De cuando en cuando examinaba el ramo de flores, como si todo dependiera de él y el menor defecto pudiera constituir el más serio de los inconvenientes. Finalmente, cuando llevaba ya cierto tiempo sentado y en silencio, miró hacia mí y dijo:
– Señor Ryder. Me complace mucho conocerle al fin.
– ¿Cómo está usted, señor Brodsky? -dije yo-. Espero que bien.
– Oh… -Hizo un vago gesto con la mano-. No puedo decir que me encuentre bien. Tengo un dolor, ¿sabe?
– Oh, ¿un dolor? -dije. Luego, al ver que no respondía, pregunté-: ¿Se refiere a un dolor emocional?
– No, no. Es una herida. La tengo desde hace muchos años, y siempre me ha dado problemas. Un dolor intenso. Quizá por eso bebía tanto. Cuando bebo no lo siento.
Esperé a que continuara, pero se quedó callado. Entonces dije:
– ¿Se refiere a un dolor del corazón, señor Brodsky?
– ¿Del corazón? Mi corazón no está tan mal. No, no, tiene que ver con… -De pronto estalló en sonoras carcajadas-. Ya veo, señor Ryder. Cree que me estaba poniendo poético. No, no, se trata simplemente de una herida que tuve. Me hirieron gravemente, hace muchos años. En Rusia. Los médicos no eran demasiado buenos, no hicieron un buen trabajo. Y el dolor me ha mortificado mucho. Es una herida que nunca llegó a curarse como es debido. Fue hace ya tanto tiempo, y todavía me duele.
– Lamento mucho lo que me cuenta. Debe de constituir una gran molestia.
– ¿Molestia? -Se quedó pensativo, y luego volvió a reír-. Sí, podría llamarlo así, señor Ryder, amigo mío. Una molestia. Ha sido una molestia del demonio. -De pronto pareció acordarse de las flores. Las olió y aspiró profundamente-. Pero dejemos de hablar de ello. Me preguntaba usted cómo estaba y se lo he dicho, pero no pretendía hablar del asunto. Trato de sobrellevar dignamente mi herida. Hacía años que no la mencionaba, pero ahora soy viejo y ya no bebo, y se ha vuelto muy dolorosa. Nunca ha llegado a curarse del todo.
– Seguro que puede hacerse algo al respecto. ¿Ha consultado a algún médico? ¿Con algún especialista en ese tipo de cosas?
Brodsky miró de nuevo las flores, y sonrió.
– Quiero volver a hacer el amor con ella -dijo casi para sí mismo-. Antes de que la herida empeore. Quiero volver a hacer el amor con ella.
Se hizo un silencio extraño. Y al cabo dije:
– Si la herida es tan vieja, señor Brodsky, no se me había ocurrido que pudiera empeorar.
– Estas heridas viejas -dijo él, encogiéndose de hombros-. Siguen estacionarias durante años. Y llegas a creer que te has habituado a ellas. Luego te haces viejo y empiezan a empeorar. Pero ahora mismo no está tan virulenta. Tal vez aún pueda hacer el amor. Estoy muy viejo, pero a veces… -Se inclinó hacia mí con ademán de hacerme una confidencia-. Lo he intentado. Yo solo, ¿sabe? Y aún puedo hacerlo. Logro olvidarme del dolor. Cuando estaba borracho, mi verga, ¿sabe?, no suponía nada, nada, jamás pensaba en ella. No era más que para mear. Eso era todo. Pero ahora lo puedo hacer, con dolor y todo… Lo intenté hace dos noches. No necesariamente…, ya sabe, no del todo, no hasta el final. Mi verga es tan vieja, y durante tantos años no ha sido más que…, bueno, más que algo para utilizar en el retrete… Ah… -Se echó hacia atrás en su silla y miró por encima de mi hombro, hacia el sol de fuera. Y asomó a sus ojos un destello de melancolía-. Deseo tanto volver a hacer el amor con ella. Pero si volviéramos, no viviríamos aquí. No en este apartamento. Siempre lo he odiado. Sí, solía venir por aquí, lo admito; solía pasar por aquí de noche, muy tarde, cuando nadie podía verme. Ella nunca lo ha sabido, pero a menudo venía y me quedaba ahí al lado, mirando la casa. Odiaba esta calle, este apartamento. No viviríamos aquí. ¿Sabe?, ésta es la primera vez, la primera vez que entro en este lugar horrible. ¿Por qué eligiría un sitio como éste? No es lo que le gusta. Viviremos fuera de la ciudad. Si no quiere volver a la granja, de acuerdo. Encontraremos otro sitio, quizá una casita de campo. Rodeada de hierba y de árboles, donde nuestro animal pueda solazarse. A nuestro animal no le gustaría esto. -Miró a su alrededor detenidamente, y luego las paredes y los techos, quizá reconsiderando los posibles méritos del apartamento. Y concluyó-: No, ¿cómo iba a gustarle esto a nuestro animal? Viviremos en algún lugar con hierba, árboles, campos. ¿Sabe?, dentro de un año, o quizá de seis meses, si el dolor se hiciera insoportable y mi verga ya no fuera capaz, y ya no pudiéramos volver a hacer el amor, no me importaría. Siempre que hubiera podido hacer el amor con ella una vez más. No, una vez no bastaría, tendríamos que volver al pasado, ya sabe, a los viejos tiempos. Seis veces, eso es, seis veces, y lo habríamos rememorado todo… Eso es todo lo que deseo. Y después, que viniera lo que fuera. Si alguien, un médico, Dios, me dice que podré hacer el amor con ella seis veces más, y que, muy bien, a partir de entonces seré un viejo decrépito, la herida me dolerá enormemente, a partir de entonces será el fin, será sólo para utilizarla en el retrete…, pues me traerá sin cuidado. Tendremos nuestro animal. No necesitaremos hacer el amor. Eso quedará para los jóvenes amantes que no se conocen lo bastante, que nunca se han odiado y han vuelto a amarse. Aún puedo hacerlo, ¿sabe? Lo intenté, yo solo, anteanoche. No hasta el final, pero conseguí que se me pusiera tiesa.
Hizo una pausa; me dirigió un movimiento de cabeza con expresión seria.
– Dios -dije, sonriendo-. Me parece maravilloso.
Brodsky volvió a echarse hacia atrás en su silla y miró de nuevo a través de la ventana. Luego dijo:
– Es diferente, no como cuando eres joven. Cuando eres joven piensas en putas, ya me entiende, putas que te hacen cosas sucias, en cosas de ese tipo. A mí ya no me importan esas cosas; sólo hay una cosa para la que quiero ya la verga: para volver a hacer el amor con ella como en los viejos tiempos, como cuando lo dejamos, eso es todo. Luego, si a mi verga le apetece descansar, pues de acuerdo, no le exigiré más. Pero quiero volver a hacerlo, seis veces, me conformaré con eso, como en los viejos tiempos. Cuando éramos jóvenes no éramos grandes amantes. No lo hicimos en todas partes, como tal vez hacen los jóvenes de ahora, no sé… Pero, en fin, nos entendíamos bien. Sí, es cierto, a veces, cuando era joven, acababa cansándome de hacerlo siempre del mismo modo. Pero ella era así, era…, no quería hacerlo de ninguna otra forma. Yo solía enfadarme mucho con ella, y ella no sabía por qué. Pero ahora quiero repetir aquella vieja rutina, paso a paso, exactamente como lo solíamos hacer. Anteanoche, cuando estaba…, ya sabe, intentándolo, pensé en putas, en putas imaginarias, en putas fantásticas que hacían cosas fantásticas, y nada, nada, nada… Y al final pensé, bueno, es normal que te pase esto. A mi vieja verga sólo le queda una misión que cumplir, ¿por qué fastidiarla con todas esas putas? ¿Qué tiene que ver hoy todo eso con mi vieja verga? A ella sólo le queda una última misión, me dije, deberías pensar en ello. Y lo hice. Me quedé allí tendido en la oscuridad, recordando, recordando, recordando… Recordaba cómo solíamos hacerlo, paso a paso. Y así es como vamos a volver a hacerlo. Nuestros cuerpos son viejos, por supuesto, pero lo tengo todo bien pensado. Lo vamos a hacer exactamente como solíamos hacerlo. Y ella recordará…, no lo habrá olvidado, paso a paso, paso a paso… Una vez que estemos a oscuras, bajo las sábanas…, no éramos nada atrevidos, ¿sabe?, era cosa de ella, era pudorosa, quería hacerlo de ese modo. Entonces me importaba, me entraban ganas de decirle: «¿Por qué no puedes portarte como una puta? ¿Mostrarte a la luz toda entera?» Pero ahora ya no me importa, quiero hacerlo como solíamos hacerlo, hacer como que nos disponemos a dormirnos, quedarnos quietos diez, quince minutos… Y entonces, de pronto, en la oscuridad, decir algo atrevido y sucio. «Quiero que te vean desnuda», le diré. «Marineros borrachos en un bar. Una taberna del puerto. Hombres lascivos y borrachos. Quiero que te vean desnuda en el suelo.» Sí, señor Ryder, solía decirle ese tipo de cosas, de pronto, después de estar acostados haciendo como que estábamos a punto de dormirnos; sí, de pronto yo rompía el silencio, es importante que sea así, de repente. Claro que ella era joven entonces, y bella, ahora suena extraño, una mujer vieja, desnuda en el suelo de una taberna… Pero se lo diré de todas formas, porque era así como solíamos empezar. Ella no decía nada, y yo seguía diciéndole ese tipo de cosas. «Quiero que todos te miren. Que te vean así, en el suelo, a cuatro patas.» ¿Se imagina? ¿Una mujer vieja y frágil haciendo eso? ¿Qué dirían ahora nuestros marineros borrachos? Pero quizá también ellos se hayan hecho viejos, nuestros marineros de la taberna del puerto…, y quizá a los ojos de su mente ella siga siendo idéntica a como era entonces y no les importe en absoluto. «¡Sí, te estarán mirando! ¡Todos ellos!», le diré. Y la tocaré, justo en un costado de la cadera. Lo recuerdo perfectamente, le gustaba que le tocara los lados de las caderas… La tocaré como solía hacerlo, y luego me pegaré a ella y le susurraré: «Te haré trabajar en un burdel. Noche tras noche.» ¿Se imagina? Pero se lo diré, porque así es como lo hacíamos entonces. Y apartaré de golpe las mantas y las sábanas y me inclinaré sobre ella, le separaré los muslos, y quizá se oiga ese sonido, esa especie de chasquido, la articulación entre el muslo y la cadera, quizá suene ese pequeño chasquido…, dijeron que se había herido la cadera y puede que ahora ya no pueda abrir completamente los muslos. Bueno, eso era lo que hacíamos, y lo haremos lo mejor posible. Luego me bajaré para besarle el cono; no espero que huela como entonces, no, he pensado en eso detenidamente, puede que huela mal, como a pescado pasado, puede que su cuerpo entero huela mal, ya lo he pensado muchas veces. Y yo, mi cuerpo, mírelo, tampoco está tan bien… La piel, tengo como escamas, se me desprenden, no sé qué puede ser. Cuando empezó, el año pasado, era sólo en el cuero cabelludo. Cuando me peinaba se me caían unas escamas enormes, como de pez, transparentes… Era sólo en el cuero cabelludo, pero ahora es en todo el cuerpo, primero en los codos, luego en las rodillas, ahora en el pecho… Huelen como a pescado también, esas escamas… Bien, se me seguirán cayendo, no podré evitarlo, ella tendrá que soportarlo, así yo tampoco podré quejarme de que le huela el cono, o de que los muslos no se le abran sin hacer ese chasquido, no me enfadaré, nadie me verá intentando separarlos como si se estuvieran rompiendo, no, no señor. Lo haremos exactamente como solíamos. Y mi vieja polla, quizá sólo medio dura…, llegado el momento ella se agachará y susurrará: «¡Sí, les dejaré! ¡Dejaré que todos los marineros me miren! ¡Les excitaré hasta que ya no aguanten más!» ¿Se imagina? ¿Estando como está ahora? Pero nos dará igual. Y además, como he dicho, quizá los marineros hayan envejecido con nosotros. Se agachará hasta ella, hasta mi vieja polla, en aquel tiempo estaría dura de verdad, nada en el mundo sería capaz de ablandarla salvo…, bueno, pero ahora quizá esté tan sólo medio dura, fue lo máximo que logré la otra noche, pero quién sabe, quizá consiga durar el tiempo necesario, e intentaremos meterla, aunque puede que ella esté cerrada como una concha…, pero lo intentaremos. Y en el momento preciso, ya recordaremos cuándo, aun en el caso de que allá abajo no esté sucediendo nada, sabremos cómo ir hasta el final, porque para entonces ya lo habremos recordado perfectamente, y no habrá nada capaz de detenernos, aun cuando no sucediera nada ahí abajo, aun cuando lo único que hiciéramos fuera abrazarnos muy fuerte el uno contra el otro, no nos importará, y llegado el momento exacto lo diremos, yo diré: «¡Van a poseerte! ¡Van a poseerte, llevas excitándoles demasiado tiempo!» Y ella dirá: «¡Sí, van a poseerme, todos esos marineros van a poseerme!», y por mucho que no esté sucediendo nada ahí abajo, aún podremos abrazarnos, nos abrazaremos y lo diremos tal como solíamos, y no nos importará lo más mínimo. Quizá el dolor sea demasiado fuerte para mi vieja verga, ya sabe, a causa de la herida, pero no me importará, ella recordará cómo lo hacíamos. Todos estos años…, pero ella recordará, recordará cada paso… ¿Usted no tiene una herida, señor Ryder?