De pronto estaba mirándome.
– ¿Una herida?
– Tengo esa vieja herida. Puede que por eso beba. Me duele mucho.
– Qué mala suerte -dije. Luego, tras una pausa, añadí-: Una vez me lesioné un dedo del pie en un partido de fútbol. Tenía diecinueve años. Pero no fue demasiado grave.
– En Polonia, señor Ryder, cuando era director de orquesta…, ni siquiera entonces pensaba que la herida fuera a curarse. Cuando dirigía la orquesta siempre me tocaba, me acariciaba la herida. Había días en que la cogía por los bordes, que incluso la apretaba con fuerza entre los dedos. Uno se da cuenta enseguida cuando una herida no va a curarse nunca. La música…, incluso entonces, cuando era director de orquesta, lo sabía: la música no era más que un consuelo. Durante un tiempo me sirvió de ayuda. Me gustaba la sensación de apretarme la herida, me fascinaba… Una buena herida puede hacer eso, llegar a fascinarte. Parece un poco diferente todos los días. ¿Ha cambiado?, te preguntas. Puede que al fin se esté curando. Te la miras en el espejo, y parece diferente. Pero luego te la tocas y sabes que no ha cambiado, que es la misma, tu vieja amiga…
Y sigues haciendo eso año tras año, y sabes que no va a curarse y al final acabas cansándote y dejas de hacerlo. Acabas tan cansado… -Se quedó callado y volvió a mirar el ramo de flores.
Y luego dijo-: Acabas tan cansado… ¿Usted no se ha cansado ya, señor Ryder? Acabas tan cansado…
– Tal vez -dije, dubitativo- la señorita Collins pueda curarle esa herida.
– ¿Ella? -De repente se echó a reír, y luego volvió a callarse. Al poco dijo con voz queda-: Ella será como la música. Un consuelo. Un maravilloso consuelo. Es todo lo que ahora pido. Un consuelo. Pero ¿que me cure la herida? -Sacudió la cabeza-. Si le mostrara ahora la herida, amigo mío…, podría mostrársela ahora mismo, vería que es imposible. Una imposibilidad médica. Lo único que quiero, lo único que pido ahora es un consuelo. Aunque sea sólo a medias, como he dicho, con la verga medio dura, aunque no hagamos más que movernos como si bailáramos, seis veces más, me bastará con eso. Después, la herida que haga lo que quiera. Para entonces tendremos ya nuestro animal, y la hierba, y los campos. ¿Por qué elegiría un sitio como éste?
Volvió a mirar en torno y sacudió la cabeza. Esta vez permaneció en silencio largo rato, quizá dos o tres minutos. Me disponía a decir algo cuando Brodsky se inclinó hacia adelante en su silla.
– Señor Ryder, yo tenía un perro, Bruno. Y ha muerto. Y no…, y todavía no lo he enterrado. Está en una caja, una especie de ataúd. Era un buen amigo. Sólo era un perro, pero era un buen amigo. He pensado hacerle una pequeña ceremonia, lo justo para decirle adiós. Nada especial. Bruno, ahora, es el pasado, pero una pequeña ceremonia para decirle adiós, ¿qué hay de malo en ello? Quería pedirle algo, señor Ryder. Un pequeño favor, para mí y para Bruno.
La puerta se abrió de pronto y entró en la salita la señorita Collins. Luego, cuando Brodsky y yo nos levantamos, entró Parkhurst y cerró la puerta a su espalda.
– Lo siento de veras, señorita Collins -dijo, dirigiéndole a Brodsky una mirada airada-. Se niega a respetar su intimidad.
Brodsky estaba de pie, muy estirado, en medio de la salita. Cuando vio que la señorita Collins se acercaba a él, le dedicó una inclinación de cabeza, y en ella percibí la elegancia que aquel hombre debió de haber poseído en un tiempo. Luego le tendió el ramo de flores, y dijo:
– Un pequeño presente. Las cogí yo personalmente.
La señorita Collins cogió las flores, pero no les prestó la menor atención.
– Debí de haber adivinado que vendría a mi casa de este modo, señor Brodsky -dijo-. Ayer fui al zoo y ahora usted piensa que puede tomarse las libertades que le vengan en gana.
Brodsky bajó la mirada.
– Pero nos queda tan poco tiempo -dijo-. No podemos permitirnos perder más tiempo.
– ¿Perder tiempo para qué, señor Brodsky? Es ridículo. Venir aquí de este modo. Debería saber que por las mañanas estoy ocupada.
– Por favor -dijo Brodsky, alzando una mano-. Por favor. Somos viejos. No tenemos por qué discutir como entonces. He venido sólo para ofrecerle estas flores. Y para hacerle una proposición muy simple. Eso es todo.
– ¿Una proposición? ¿Qué tipo de proposición, señor Brodsky?
– Que esta tarde venga a encontrarse conmigo en el St. Peter's Cemetery. Media hora, eso es todo. Para estar a solas y charlar de unas cuantas cosas.
– No tenemos nada de que hablar. Está claro que cometí un error al ir al zoo ayer. ¿Y en el cementerio, dice? ¿Cómo se le ocurre proponer tal lugar para una cita? ¿Es que ha perdido el juicio por completo? Un restaurante, un café, quizá unos jardines o un lago… Pero ¿un cementerio?
– Lo siento -dijo Brodsky. Parecía genuinamente compungido-. No lo he pensado. Se me olvidó. Quiero decir que se me olvidó que el St. Peter's Cemetery era un cementerio.
– No sea absurdo.
– Quiero decir que iba allí muy a menudo; nos sentíamos tan en paz allí, Bruno y yo. Incluso cuando las cosas iban de mal en peor, allí no me sentía tan mal; es un lugar tan apacible, tan hermoso… A Bruno y a mí nos encantaba. Por eso se lo he pedido. Me olvidé, la verdad. Me olvidé de los muertos y demás…
– ¿Y qué pretende usted que hagamos allí? ¿Sentarnos en una lápida y ponernos a rememorar los viejos tiempos? Señor Brodsky, debería usted medir más cuidadosamente sus propuestas.
– Pero es que nos solía encantar ir allí… A Bruno y a mí. Pensé que a usted también le gustaría.
– Oh, ya veo. Ahora que su perro ha muerto, desearía llevarme a mí en su lugar.
– No he querido decir eso. -Brodsky, de pronto, perdió su expresión remilgada, y vi un centelleo de impaciencia en su semblante-. No he querido decir eso en absoluto, y usted lo sabe. Siempre ha hecho lo mismo. Me pasaba un montón de tiempo pensando, intentando encontrar algo bueno para nosotros, y entonces usted lo desdeñaba, se reía de ello, daba por sentado que era ridículo. Si lo proponía otra persona, a usted le parecía una idea encantadora. Siempre hacía lo mismo. Como la vez que conseguí que nos sentaran en el escenario en el concierto de Kobylainsky…
– Eso fue hace más de treinta años. ¿Cómo puede seguir hablando de esas cosas?
– Pero es lo mismo, lo mismo. Pienso en algo bueno para nosotros, porque sé que a usted, en el fondo, le encanta hacer cosas un poco fuera de lo normal, y lo que hace es reírse de ello. Tal vez sea porque mis ideas, como la del cementerio, en el fondo le atraen, y se da cuenta de que entiendo lo que hay en su corazón. Así que finge que…
– No diga tonterías. No veo por qué tenemos que estar hablando de estas cosas. Ya es demasiado tarde, no hay nada de que hablar, señor Brodsky. No puedo quedar con usted en un cementerio, me atraiga o no la idea, porque no tengo nada de que hablar con usted…
– Lo que quería era explicarle… Por qué sucedió lo que sucedió, explicárselo todo…, por qué yo era como era…
– Ya es demasiado tarde para eso, señor Brodsky. Unos veinte años, como mínimo. Además, no soportaría sus intentos de volver a disculparse por todo aquello. Estoy segura de que ni aun hoy podría escuchar una disculpa de sus labios sin estremecerme. Durante muchos, muchos años, pedir perdón para usted no era un final sino un principio. El principio de otra tanda de dolor y humillación. Oh, ¿por qué no me deja en paz? Es demasiado tarde, simplemente. Además, desde que está sobrio se viste usted de forma absurda. ¿Se ha visto la ropa que ha empezado a llevar de un tiempo a esta parte? Brodsky vaciló, y luego dijo:
– La que me han aconsejado. La gente que me está ayudando. Voy a volver a ser director de orquesta. Tengo que vestir de forma que la gente me vea como tal.
– Por poco se lo digo ayer en el zoo. ¡Qué abrigo gris más ridículo! ¿Quién le aconsejó que se lo pusiera? ¿El señor Hoffman? La verdad, debería usted tener un poco más de sentido de la propia apariencia. Esa gente le está vistiendo como a un muñeco, y usted se lo permite. ¡Y ahora mírese! Este ridículo traje. ¿Se cree que le da cierto aire artístico?
Brodsky echó un vistazo a su atuendo con una expresión dolida en el semblante. Luego alzó la mirada y dijo:
– Usted es una mujer anciana. No tiene ni idea de la moda actual.
– Es una prerrogativa de los viejos deplorar el modo de vestir de los jóvenes. Pero considero absolutamente ridículo el que precisamente usted se vista de ese modo. La verdad, no le va, no es en absoluto su estilo. Con toda franqueza, creo que la ciudad preferiría que siguiera vistiéndose como hace unos meses. Es decir, con aquellos elegantes harapos.
– No se ría de mí. Ya no soy así. Puede que pronto vuelva a ser director de orquesta. Mi ropa de ahora es ésta. Cuando me vi con ella, pensé que me sentaba bien. Olvida usted que en Varsovia vestía así. Corbata de lazo, como ésta. Se olvida usted de eso.
A los ojos de la señorita Collins asomó fugazmente un destello de tristeza. Y luego dijo:
– Claro que me olvido de eso. ¿Por qué habría de recordar algo semejante? Ha habido tantas cosas intensas y dignas de recordarse desde entonces…
– Ese vestido que lleva… -dijo Brodsky de pronto-. Es bueno. Muy elegante. Pero los zapatos son tan lamentables como siempre, un auténtico desastre. Jamás quiso admitirlo, pero tiene usted los tobillos gruesos. En una mujer tan delgada, fueron siempre unos tobillos voluminosos. Y ahora también, míreselos.
Señaló con un gesto los pies de la señorita Collins.
– No sea usted infantil. ¿Cree que es como en aquellos días de Varsovia en que, con sólo un comentario de ese tipo, podía hacer que minutos antes de salir me cambiara de ropa de pies a cabeza? ¡Qué manera de vivir en el pasado, señor Brodsky! ¿Cree que me importa lo más mínimo lo que pueda pensar de mi calzado? ¿Y cree que no me doy cuenta ahora de que aquello no era sino una treta? ¿El dejar precisamente para el último momento su crítica a mi atuendo? Y, claro, en aquel tiempo me cambiaba de pies a cabeza, y salía con cualquier cosa que me ponía apresuradamente en el último segundo. Y luego, en el coche, o quizá en la sala de conciertos, me daba cuenta de que mi sombra de ojos no iba con el color del vestido que me había puesto, o de que el collar casaba pésimamente con los zapatos. Y esas cosas eran tan importantes para mí en aquel tiempo… ¡La mujer del director de orquesta! Era muy importante para mí, y usted lo sabía. ¿Se cree que hoy no me doy cuenta de lo que pretendía hacer? Me miraba y me decía: «Estupendo, estupendo, muy bonito…», y seguía diciéndolo hasta unos minutos antes de salir. Sí, y entonces me decía algo semejante a lo que me acaba de decir: «¡Esos zapatos son un desastre!» ¡Como si entendiera usted algo de zapatos! Como si pudiera saber algo de la moda actual, cuando se ha pasado borracho las últimas dos décadas.