– Sin embargo -dijo Brodsky, ahora con un atisbo de autoridad en su expresión-, sin embargo, lo que digo es verdad. Esos zapatos hacen que la parte inferior de su figura parezca desproporcionada. Es la verdad.
– ¡Mire ese ridículo traje! Un modelo italiano, sin duda. El tipo de traje que se pondría un joven bailarín de ballet. ¿Y piensa usted que va a ayudarle a ganar credibilidad a ojos de la gente de esta ciudad?
– Qué zapatos más absurdos. Parece usted uno de esos soldaditos de juguete que necesitan una base para no caerse.
– ¡Ya es hora de que se vaya! ¿Cómo se atreve a irrumpir así en mi casa y a fastidiarme la mañana? La joven pareja de ahí dentro está desolada, necesita mi consejo más que nunca…, y usted viene a importunarnos. Ésta es nuestra última conversación. Fue un error verme con usted ayer en el zoo…
– En el cementerio -dijo Brodsky, con un súbito timbre de desesperación en el tono-. Debe usted reunirse conmigo, esta tarde. No pensé en los muertos, lo admito. No pensé en ellos. Pero ya se lo he explicado. Tenemos que hablar antes de…, antes de esta noche. Porque si no, ¿cómo podría…? ¿Cómo podría hacerlo? ¿Es que no ve lo importante que es esta noche? Tenemos que hablar, tiene usted que reunirse conmigo en…
– Mire -intervino Parkhurst, dando un paso hacia adelante y dirigiendo a Brodsky una mirada airada-. Ya ha oído lo que le ha dicho la señorita Collins. Le ha pedido que se marche. Que se aparte de su vista, de su vida. Ella es demasiado educada para decirlo abiertamente, así que lo digo yo por ella. Después de todo lo que usted ha hecho, no tiene derecho, el menor derecho a pedir lo que le está pidiendo. ¿Cómo puede usted estar pidiéndole una cita como si nada hubiera ocurrido? ¿Acaso pretende decir que estaba tan borracho que no se acuerda de nada? Bien, en tal caso, se lo recordaré yo. No hace tanto que estuvo usted ahí fuera, en la calle, orinando en el muro de este edificio, gritando obscenidades bajo esta misma ventana. La policía se lo llevó de aquí, tuvo que llevárselo a rastras mientras usted no paraba de gritarle a la señorita Collins las cosas más horribles. Fue no hace más de un año… Y ahora sin duda espera que la señorita Collins lo haya olvidado por completo. Y el que acabo de mencionar no es sino un incidente más entre muchos. Y en cuanto a sus alegatos en pro de la elegancia, ¿no fue hace menos de tres años cuando lo encontraron inconsciente en el Volksgarten, con las ropas llenas de vómitos, y lo llevaron a la Holy Trinity Church y le encontraron piojos? ¿Espera que la señorita Collins tome en consideración lo que una persona así pueda decir de su gusto en el vestir? Admitámoslo, señor Brodsky, cuando uno ha caído en los abismos en los que usted ha caído, su situación es irremediable. Nunca, nunca logrará recuperar el amor de una mujer; y se lo digo con cierto conocimiento de causa. No conseguirá siquiera recuperar su respeto. Su piedad, tal vez, pero nada más. ¡Director de orquesta! ¿Imagina que esta ciudad podrá llegar a ver en usted algo diferente a un pobre diablo? Déjeme que le recuerde, señor Brodsky, que hace cuatro años, quizá cinco, agredió usted físicamente a la señorita Collins en la Bahnhofplatz, y que si no llega a ser por dos estudiantes que pasaban por allí le habría causado usted serias heridas. Y mientras trataba de golpearle no paraba de gritarle las cosas más despreciables…
– ¡No, no, no! -gritó de pronto Brodsky, sacudiendo la cabeza y tapándose los oídos.
– No paraba de gritar las más sucias obscenidades. De naturaleza sexual y pervertida. Se habló de que deberían haberle metido en la cárcel por ello. Y, por supuesto, está el incidente de la cabina telefónica de la Tillgasse…
– ¡No, no!
Brodsky agarró a Parkhurst por la solapa, y éste retrocedió asustado. Pero Brodsky no fue más lejos: se limitó a seguir aferrado a su solapa como quien se aferra a una cuerda de salvación. Durante los segundos siguientes Parkhurst pugnó por zafarse de la garra de Brodsky. Cuando por fin logró hacerlo, Brodsky pareció venirse abajo por completo. Cerró los ojos y suspiró, y luego se volvió y abandonó la salita en silencio.
Al principio los tres permanecimos callados, sin saber qué hacer o decir a continuación. Al poco, la puerta principal se cerró de golpe y el ruido nos devolvió a la realidad. Parkhurst y yo fuimos hasta la ventana.
– Allá va -dijo Parkhurst, con la frente pegada al cristal-. No se preocupe, señorita Collins, no volverá.
La señorita Collins pareció no oírle. Fue despacio hacia la puerta, pero antes de llegar se volvió y vino hacia nosotros.
– Disculpen, por favor… Debo…, debo… -Vino como en un sueño hasta la ventana, y miró a través de ella-. Por favor, debo… Espero que comprendan…
No nos hablaba a ninguno de los dos en particular. Luego su confusión pareció aclararse un tanto, y dijo:
– Usted, señor Parkhurst, no tenía derecho a hablarle a Leo de ese modo. Leo ha mostrado un coraje enorme el pasado año.
Le lanzó a Parkhurst una mirada penetrante y se dirigió apresuradamente hacia la puerta. Y al instante siguiente oímos que la puerta principal volvía a cerrarse.
Yo seguía junto a la ventana, y pude ver cómo la figura de la señorita Collins se alejaba deprisa calle abajo. Se había percatado de que Brodsky le llevaba ya cierta ventaja, y al cabo de unos instantes echó a correr tras él, tal vez para evitar la indignidad de tener que llamarle para que le esperara. Pero Brodsky, pese a su extraño y escorado paso, avanzaba a un ritmo sorprendentemente rápido. Era obvio que estaba disgustado, y daba la impresión de que ni se le había pasado por la cabeza la posibilidad de que ella saliera a buscarle.
La señorita Collins, con la respiración cada vez más pesada, fue dejando atrás la hilera de casas de apartamentos y las tiendas de la parte alta de la calle sin reducir apreciablemente la distancia que los separaba. Brodsky seguía caminando sin desmayo, y ahora torcía la esquina donde Gustav y yo nos habíamos separado antes, y pasó ante los cafés italianos del ancho bulevar. La acera se hallaba aún más atestada de viandantes que cuando yo la había recorrido con Gustav, pero Brodsky continuaba su camino sin alzar la mirada, de forma que a punto estuvo varias veces de chocar con la gente que venía en dirección contraria.
Luego, cuando Brodsky se acercaba al paso de peatones, la señorita Collins pareció darse cuenta de que no le iba a ser posible alcanzarlo. Se detuvo y se puso las manos alrededor de la boca, pero entonces pareció como atrapada en un último dilema, acaso consistente en si debía llamarle «Leo» o, por el contrario, «señor Brodsky», como le había estado llamando en el curso de su reciente encuentro. Sin duda algún instinto la previno de la urgencia de la situación en que se encontraba, porque enseguida gritó:
– ¡Leo! ¡Leo! ¡Leo! ¡Por favor, espera!
Brodsky se volvió con expresión sobresaltada y vio que la señorita Collins se acercaba hacia él corriendo. Seguía con las flores en la mano, y Brodsky, en su confusión, tendió hacia ella ambas manos en ademán de ofrecerse a cogerle el ramo. Pero la señorita Collins no lo soltó, y, pese a hallarse casi sin resuello, se las arregló para que su voz sonara calma: -Señor Brodsky, por favor. Por favor, espere. Permanecieron frente a frente unos embarazosos instantes, ambos súbitamente conscientes de los peatones que atestaban la acera, muchos de los cuales empezaban a mirar hacia ellos (había incluso quienes, sin ocultar su curiosidad, les observaban abiertamente). Al cabo, la señorita Collins hizo un gesto en dirección a su apartamento y dijo con voz suave:
– El Sternberg Garden está precioso en esta época del año. ¿Por qué no vamos allí a charlar?
Echaron a andar -cada vez había más gente mirándoles-, la señorita Collins unos pasos por delante de Brodsky, ambos felices de poder diferir la conversación hasta llegar a su destino. Volvieron a doblar la esquina y enfilaron la calle y pronto pasaron una vez más junto a las casas de apartamentos. Luego, a una o dos manzanas de la suya, la señorita Collins se detuvo junto a una pequeña verja de hierro que había en un discreto entrante de la acera.
Alargó la mano hacia el pomo de la verja, pero antes de abrirla se quedó un instante quieta. Y entonces se me ocurrió que aquel sencillo paseo que habían acometido juntos, que el mero hecho de estar el uno junto al otro a la entrada del Sternberg Garden, poseía para ella una significación allende todo lo que Brodsky podría haber imaginado en aquel momento. Porque la verdad era que ella, en su imaginación y al cabo de los años, había recorrido con él ese breve trecho -del bullicio del bulevar a la pequeña verja de hierro- incontables veces desde aquella tarde de verano en que se habían encontrado por azar en el bulevar, frente a la joyería. Y en todos aquellos años ella no había olvidado el aire de estudiada indiferencia con que él había apartado la vista de ella aquel día, fingiendo estar ensimismado en la contemplación de algún objeto del escaparate de la joyería.
En aquella época -poco más de un año antes del comienzo de las borracheras y los insultos-, tales exhibiciones de indiferencia constituían aún el rasgo dominante en todo contacto entre ellos. Y ella, pese a que antes de aquella tarde había pensado ya varias veces en iniciar alguna forma de reconciliación, había apartado también la vista y había seguido caminando. Sólo bastante más adelante, más allá de los cafés italianos, cedió ante la curiosidad y se volvió para mirar atrás por encima del hombro. Y fue entonces cuando se dio cuenta de que Brodsky la había estado siguiendo. De nuevo miraba él el escaparate de una tienda, pero esta vez a pocos metros de distancia.
Ella había aminorado el paso, suponiendo que él le daría alcance tarde o temprano. Al llegar a la esquina y ver que aún no la había alcanzado, volvió a mirar hacia atrás. Aquel día, como éste, la ancha y soleada acera estaba llena de gente, pero por fortuna pudo ver con nitidez cómo él se detenía a media zancada y miraba hacia el puesto de flores que había a un lado de la acera. A los labios de ella había asomado una sonrisa, y al torcer la esquina de su calle se había visto agradablemente sorprendida ante la ligereza de su ánimo. Aminoró la marcha cuanto pudo y se puso, como él, a mirar escaparates. Miró sucesivamente los de la pastelería, la tienda de juguetes, la tienda de telas -la librería aún no estaba en aquella época-, y durante todo ese tiempo trató de elaborar mentalmente el comentario inicial que haría cuando finalmente él llegara hasta ella. «Leo, qué infantiles somos…», pensó decir. Pero decidió que resultaba demasiado sensato, y consideró la alternativa de algo más irónico: «Veo que al parecer vamos en la misma dirección…», o algo similar. Entonces vio que él aparecía en la esquina y que llevaba en la mano un luminoso ramo de flores. Dejó de mirar rápidamente y reanudó la marcha apretando el paso. Luego, al acercarse a su apartamento, por primera vez aquel día, sintió un intenso enojo hacia él. Ella tenía perfectamente planeado lo que hacer aquella tarde. ¿Por qué elegía él aquel momento, precisamente aquel momento, para hablarle? Al llegar a su portal, volvió a echar una rápida mirada hacia atrás y vio que él se encontraba aún a unos veinte metros.