En las inmediaciones del camerino de Gustav, la situación apenas había cambiado durante mi ausencia. Los mozos de hotel, que quizá se habían alejado un poco más de la puerta, se habían agrupado junto a la pared opuesta del pasillo y conferenciaban en voz baja. Sophie, sin embargo, seguía prácticamente igual a como la había visto al marcharme, con el paquete entre los brazos, mirando a través de la puerta entreabierta. Al ver que me acercaba, uno de los maleteros vino hacia mí y me dijo en un susurro:
– Sigue aguantando bien, señor. Pero Josef se ha ido a buscar al médico. Hemos decidido que no podemos demorarlo más.
Asentí con la cabeza, y luego le pregunté en voz baja, mirando hacia Sophie:
– ¿Ha entrado en algún momento?
– Aún no, señor. Aunque estoy seguro de que la señorita Sophie no tardará en hacerlo.
Ambos nos quedamos mirándola unos segundos.
– ¿Y Boris? -pregunté.
– Oh, él ha entrado varias veces.
– ¿Varias veces?
– Oh, sí. Ahora mismo está dentro.
Volví a asentir, y luego me acerqué a Sophie. No se había percatado de mi vuelta, y al sentir que le tocaba con suavidad el hombro dio un respingo. Luego rió y dijo:
– Está ahí dentro. Papá.
– Sí.
Cambió ligeramente de postura, y se inclinó hacia un lado como tratando de ver mejor a través de la abertura de la puerta.
– ¿No vas a darle el abrigo? -le pregunté.
Sophie miró el abrigo, y dijo:
– Oh, sí. Sí, sí. Estaba a punto de…
Dejó la frase sin terminar y volvió a inclinarse hacia un lado. Luego llamó:
– ¿Boris? ¡Boris! Sal un momento.
Al cabo de unos segundos Boris apareció en el umbral, muy sereno, y cerró la puerta a su espalda.
– ¿Y bien? -preguntó Sophie.
Boris me dirigió una rápida mirada. Luego, volviéndose a su madre, dijo:
– El abuelo dice que lo siente. Dice que te diga que lo siente.
– ¿Eso es todo? ¿Eso es todo lo que ha dicho?
Una sombra de incertidumbre cruzó el semblante del chico. Pero al cabo dijo en tono tranquilizador:
– Entraré otra vez. Va a decirme más.
– Pero ¿eso ha sido todo lo que te ha dicho hasta ahora? ¿Que lo siente?
– No te preocupes. Voy a volver a entrar.
– Espera un momento. -Sophie empezó a rasgar el papel que envolvía el abrigo-. Llévale esto al abuelo. Dáselo. Y mira si le queda bien. Dile que, si no le queda bien, puedo arreglárselo.
Dejó caer el papel roto al suelo, y levantó el abrigo. Era un abrigo marrón oscuro. Boris lo cogió sin protestar y entró en el camerino. Tal vez a causa de lo abultado de la prenda -sus pequeños brazos apenas podían abarcarla-, dejó la puerta a medio abrir a su espalda, y nada más hacerlo nos llegó un murmullo de voces del interior del camerino. Sophie no se movió de su sitio, pero vi que aguzaba el oído para captar lo que decían. A nuestra espalda, los mozos seguían manteniendo una respetuosa distancia, pero pude ver que también ellos miraban con ansiedad hacia la puerta.
Transcurrieron unos minutos, y finalmente salió Boris.
– El abuelo dice que muchas gracias -le dijo a Sophie-. Que está muy contento. Dice que está muy contento.
– ¿Eso es todo?
– Ha dicho que está muy contento. Antes no se sentía muy a gusto, pero ahora que le he dado el abrigo dice que significa mucho para él. -Boris miró hacia atrás, y luego de nuevo a su madre-. Dice que está muy contento con el abrigo.
– ¿Eso es todo lo que ha dicho? ¿No ha dicho nada de…, nada sobre si le queda bien y demás? ¿Si le ha gustado el color?
Yo estaba mirando a Sophie, y por tanto no pude ver con precisión lo que Boris hizo a continuación. Pero no me pareció que hiciera nada especial, aparte de callar unos instantes para buscar una respuesta a las insistentes preguntas de su madre. Pero Sophie, de pronto, dijo a gritos:
– ¿Por qué haces eso?
El chico se quedó mirándola, desconcertado.
– ¿Por qué estás haciendo eso? Sabes a lo que me refiero. ¡Esto! ¡Esto! -Cogió a su hijo por el hombro y comenzó a sacudirlo con violencia-. ¡Igual que su abuelo! -dijo, volviéndose hacia mí-. ¡Le copia! -Luego se volvió a los mozos de hotel, que miraban la escena con sobresalto, y dijo-: ¡De su abuelo! De ahí lo ha sacado. Ya sabéis, eso que hace con el hombro… Tan ufano, tan satisfecho de sí mismo. ¿Lo veis? ¡Exactamente igual que su abuelo! -Miró airadamente a Boris, y continuó sacudiéndolo-. Oh, así que piensas que eres muy importante, ¿eh?, ¿eso piensas?
Boris se zafó de la presa de su madre y retrocedió con paso vacilante.
– ¿Lo has visto? -me preguntó Sophie-. ¿Has visto eso que hace siempre? Igualito que su abuelo.
Boris se alejó de nosotros unos pasos más. Luego, agachándose, recogió la cartera-maletín de médico del suelo y se la llevó al pecho en ademán defensivo. Pensé que iba a echarse a llorar, pero consiguió contenerse en el último momento.
– No te preocupes… -empezó a decir, pero se quedó callado. Se subió la cartera negra a la parte alta del pecho, y dijo-: No te preocupes. Voy a…, voy a… -Dejó la frase a medias y miró a su alrededor. La puerta del camerino contiguo se hallaba apenas a unos pasos a su espalda, y el chico se volvió con rapidez, se metió en el camerino y cerró la puerta de un portazo.
– ¿Estás loca? -le dije a Sophie-. El chico ya está bastante afectado con lo de su abuelo.
Sophie se quedó callada. Después suspiró, y fue hasta la puerta del camerino donde había entrado Boris. Llamó, y luego entró.
Oí que Boris decía algo, pero aunque Sophie había dejado la puerta abierta no pude entender lo que decía.
– Lo siento -oí que respondía Sophie-. No quería hacerte eso…
Boris volvió a hablar, pero tampoco alcancé a entender lo que decía.
– No, no, está bien -dijo Sophie en tono afectuoso-. Has estado maravilloso. -Luego, tras una pausa, añadió-: Ahora voy a ir a hablar con tu abuelo. Tengo que hacerlo.
Boris dijo algo más.
– Sí, de acuerdo -dijo Sophie-. Le diré que entre y que se quede esperando contigo.
El chico, entonces, empezó a decir algo más extenso, pero Sophie no tardó en interrumpirle:
– No, no lo hará. Será amable contigo. No, te lo prometo. Hazme caso. Le diré que entre. Pero ahora tengo que ir a hablar con el abuelo. Antes de que llegue el médico.
Sophie salió del camerino y cerró la puerta. Vino hasta mí, y me dijo con voz muy calma:
– Por favor, entra y espera con él. Está muy disgustado. Yo tengo que ir a hablar con papá. -Luego, antes de que pudiera siquiera moverme, me puso una mano en el brazo y dijo-: Por favor, vuelve a ser cariñoso con él. Como antes. Lo echa tanto en falta.
– Perdona, pero no sé a qué te refieres. Si está disgustado, es porque tú…
– Por favor -dijo Sophie-. Puede que yo tenga la culpa de todo lo que está pasando entre nosotros, pero ya basta. Por favor, entra ahí dentro y siéntate con él.
– Pues claro que me voy a sentar con él… -dije con frialdad-. ¿Por qué no? Será mejor que vayas a hablar con tu padre. Lo más seguro es que lo haya oído todo.
Entré en el camerino donde se había refugiado Boris, y me sorprendió ver que no se parecía en nada a los demás camerinos que había visto en el pasillo. De hecho era mucho más parecido a un aula, con hileras de pequeños pupitres y sillas y, frente a ellas, una gran pizarra. El recinto era espacioso, y estaba pobremente iluminado y lleno de espesas sombras. Boris estaba sentado en uno de los pupitres del fondo, y cuando entré alzó los ojos y me dirigió una rápida mirada. No le dije nada, y me puse a mirar a mi alrededor.
Había un gran garabato en la pizarra, y me pregunté vagamente si lo habría hecho Boris. Luego, mientras seguía paseándome entre los pupitres vacíos, mirando los gráficos y los mapas que colgaban de las paredes, el chico dejó escapar un hondo suspiro. Miré hacia él y vi que se había colocado la cartera en el regazo, y que hurgaba en su interior en busca de algo. Al final sacó un libro grande y lo puso sobre el tablero del pupitre.
Me volví y seguí moviéndome por el aula. Cuando le volví a mirar, vi que pasaba las hojas con expresión de arrobamiento, y caí en la cuenta de que de nuevo estaba hojeando el manual del «hombre mañoso». Sentí una gran irritación, y me volví para mirar un póster que advertía sobre los peligros de la proliferación de los disolventes químicos. Y oí que Boris decía a mi espalda:
– Me gusta de veras este libro. Te enseña a hacer de todo.
Había tratado de decirlo como para sí mismo, pero al ver que me hallaba un poco lejos de donde él estaba sentado, había alzado la voz de forma muy forzada. Decidí no responder, y seguí deambulando por el aula.
Al poco Boris volvió a suspirar.
– Mamá se enfada tanto a veces -dijo.
Aparentaba una vez más no dirigirse a mí concretamente, por lo que tampoco respondí. Además, cuando al final me volví hacia él para mirarle, vi que fingía seguir absorto en el libro. Me paseé por el otro extremo del aula y vi, colgada de la pared, una gran hoja de papel con el encabezamiento: «Objetos perdidos.» Seguía una larga lista de avisos, dispuestos en columnas y escritos con letras de lo más variadas, en los que se hacía constar la fecha, el objeto perdido y el nombre del propietario. No sé, pero me pareció divertido, y me puse a estudiar cada caso. Los avisos de la parte superior parecían escritos en serio: la pérdida de una pluma, de una pieza de ajedrez, de una cartera… Pero hacia la mitad de la hoja los avisos fueron haciéndose más y más jocosos. Alguien, por ejemplo, notificaba que había perdido «tres millones de dólares». Otro de los avisos lo firmaba «Gengis Kan», que había perdido «el continente asiático».
– Me gusta de veras este libro -le oí repetir a Boris-. Te enseña a hacer de todo.
Mi paciencia, repentinamente, se agotó: me precipité hacia él y golpeé con la palma el tablero del pupitre.
– ¿Por qué sigues leyendo este libro? -le interrogué-. ¿Qué es lo que te ha dicho tu madre? Que es un regalo maravilloso, supongo. Bueno, pues no lo es. ¿Es eso lo que te ha dicho? ¿Que era un regalo espléndido? ¿Que lo elegí para ti con gran esmero? ¡Míralo! ¡Míralo! -Traté de arrebatarle el libro del regazo, pero Boris se aferró con fuerza a él, y lo protegió con los brazos-. No es más que un viejo manual inservible que alguien iba a tirar… ¿Crees que un libro como éste, que un libraco como éste puede enseñarte algo?