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La mesa se tambaleó y llegó a ladearse, y los maleteros rieron a carcajadas, como si ello formara parte del espectáculo, y luego sujetaron la mesa para que no volcara y para que el hombre nervudo acabara de subirse a ella. Al principio el hombre barbudo no advirtió la incorporación de su colega, y siguió haciendo alarde de su dominio de la caja, mientras el otro mozo se mantenía ceñudo a su espalda como quien espera su turno para bailar con alguna pareja codiciada. Al final el hombre barbudo vio al hombre nervudo, y le lanzó la caja. Al cogerla entre sus brazos, el hombre nervudo se tambaleó y reculó, y pareció a punto de caerse de la mesa. Pero recuperó el equilibrio justo a tiempo, y, con visibles esfuerzos, fue enderezando el cuerpo con la caja sobre la espalda. Mientras lo hacía, el maletero barbudo, que ahora daba palmadas y reía como sus compañeros, se bajó de la mesa con la ayuda de varias manos.

El maletero nervudo ejecutó muchos de los malabarismos de su predecesor, aunque con aditamentos mucho más cómicos. Arrancaba grandes risotadas con unas muecas y unos traspiés dignos de la mejor tradición bufonesca. Yo lo contemplaba todo sin perder detalle, y las palmadas rítmicas, los violines de los zíngaros, las risas, los alaridos burlescos anegaban no sólo mis oídos sino todos mis sentidos. Al cabo, cuando un tercer maletero se subió a la mesa a relevar al hombre nervudo, sentí que el calor humano empezaba a envolverme por completo. Los consejos de Gustav se me antojaron de pronto profundamente sabios. ¿Por qué preocuparse tanto? De cuando en cuando era esencial relajarse totalmente y divertirse.

Cerré los ojos y me dejé ganar por la agradable atmósfera, sólo vagamente consciente de que seguía dando palmadas, y de que mi pie llevaba el ritmo contra el suelo de tablas. Me vino a la mente la imagen de mis padres, de mi padre y mi madre en el carruaje tirado por caballos acercándose a la explanada de la entrada de la sala de conciertos. Podía ver a la gente de la ciudad -los caballeros con traje de etiqueta, las damas con sus abrigos y chales y joyas- interrumpiendo sus conversaciones y volviéndose hacia el sonido de los cascos que les llegaba desde la negrura de los árboles. Luego, el reluciente carruaje irrumpía en el retazo de luz de la explanada, y los hermosos caballos se acercaban al trote y finalmente se paraban, mientras el vaho de su aliento se alzaba y se perdía en el aire nocturno. Y mi padre y mi madre miraban por la ventanilla del carruaje, con la emocionada expectación dibujada en el semblante, pero también con algo cauteloso y reservado en su expresión: cierta actitud remisa a ceder por completo a la esperanza de que la velada fuera a resultar un triunfo deslumbrante. Y luego, cuando el cochero de librea se apresuraba a ayudarles a descender del carruaje, y la hilera de dignatarios se disponía a darles la bienvenida, ellos adoptaban las sonrisas forzadamente calmas que yo les recordaba de mi niñez, de aquellas raras ocasiones en que tenían invitados para el almuerzo o la cena.

Abrí los ojos y vi que ahora eran dos los maleteros subidos a la mesa, y que ejecutaban juntos un divertido número del programa. Quienquiera que tuviera en ese momento la caja, se tambaleaba y hacía como que iba a desplomarse junto al borde y a caerse de la mesa, pero en el último momento cedía la caja a su compañero. Entonces advertí que Boris -que presumiblemente había estado todo el tiempo sentado en alguna parte del local- se había acercado a la mesa y miraba a los dos maleteros con patente gozo. Por el modo en que el chico daba palmadas y reía en los momentos justos, deduje que Boris se hallaba perfectamente familiarizado con todo aquello. Estaba sentado entre dos maleteros grandes y morenos que parecían hermanos. Vi que Boris le hacía un comentario a uno de ellos, y el hombre se echó a reír y le pellizcó en broma la mejilla.

El espectáculo parecía atraer a más y más gente de la plaza, y el café empezaba a estar abarrotado. Advertí también que, aunque cuando llegué había sólo dos músicos zíngaros, ahora se les habían unido otros tres, y la música de sus violines llegaba de todas direcciones y con mayor potencia que antes. Entonces alguien del fondo -no me pareció que fuera uno de los maleteros- gritó:

– ¡Gustav!

Y en un abrir y cerrar de ojos el grito fue adoptado por to dos los maleteros sentados a la gran mesa:

– ¡Gustav! ¡Gustav!

Y pronto se convirtió en una especie de salmodia. Hasta el hombre demacrado y nervioso que antes me había hablado y que ahora cumplía su turno encima de la mesa -una actuación vigorosa pero escasamente diestra- se unió a los gritos rítmicos, de forma que mientras manipulaba la caja haciendo que le bajara por la espalda y le rodeara las caderas, entonaba la salmodia:

– ¡Gustav! ¡Gustav!

Busqué con la mirada a Gustav -ya no estaba a mi lado-, y vi que se había acercado a Boris y que le estaba diciendo algo al oído. Uno de los hermanos morenos le puso una mano en el hombro, y adiviné que imploraba al anciano mozo que subiera a la mesa y bailara. Gustav sonrió y sacudió la cabeza con humildad, pero su negativa no hizo sino intensificar los gritos. Ahora prácticamente todos los presentes gritaban su nombre, e incluso la gente que había en la plaza parecía unirse gradualmente a la salmodia. Finalmente, dirigiendo una sonrisa cansada a Boris, Gustav se puso en pie.

A Gustav, que era unos años mayor que los demás maleteros, le costó más subirse a la mesa, y lo hizo ayudado por sus compañeros. Una vez arriba, se puso de pie y sonrió a la concurrencia. El mozo demacrado y nervioso le tendió la caja y se bajó de la mesa.

La actuación de Gustav, desde el principio, fue muy distinta de las de los maleteros que le habían precedido. Al recibir la caja, en lugar de simular que la caja era en extremo pesada, se la echó sin esfuerzo al hombro e hizo ademán como de encogerse. Ello arrancó sonoras risotadas, y oí que gritaban: «¡El bueno de Gustav!» y «¡Ya veréis lo que hace!»… Y entonces, mientras él seguía manejando la caja como quien maneja algo liviano, un camarero se abrió paso entre los presentes, llegó hasta el borde de la mesa y lanzó una maleta en dirección a Gustav. Por la manera de sostenerla y de lanzarla y el ruido que produjo al caer sobre la mesa, era obvio que no estaba vacía. Cayó a los pies de Gustav, y un murmullo se alzó en el local. Luego volvió a oírse la salmodia, esta vez con mayor intensidad: «¡Gustav! ¡Gustav! ¡Gustav!»…

Vi cómo Boris seguía, con expresión de inmenso orgullo, cada movimiento de su abuelo, dando enérgicas palmadas y secundando los gritos rítmicos. Gustav, al ver a su nieto, volvió a sonreírle, y luego se agachó y cogió la maleta por el asa.

Cuando Gustav, aún agachado, se llevó la maleta a la cadera, vi con claridad que no estaba fingiendo respecto a su peso. Luego, al ponerse en pie, con la caja aún en el hombro y la maleta en una mano, cerró los ojos y su cara se crispó. Pero nadie pareció ver nada anormal en ello -era con toda probabilidad

una peculiaridad de Gustav previa a la ejecución de algún número difícil-, y la salmodia y las palmadas ensordecedoras siguieron sonando por encima de los quejumbrosos violines. Al instante siguiente Gustav había vuelto a abrir los ojos y sonreía abiertamente a todo el mundo. Luego, alzando aún más la maleta, se las arregló para ponérsela bajo el brazo, y en tal postura -la maleta bajo un brazo y la caja sobre el hombro opuesto- se puso a bailar arrastrando los pies muy despacio por la superficie de la mesa. Hubo vítores y ¡hurras!, y oí que alguien, junto a la entrada, preguntaba:

– ¿Qué está haciendo ahora? No veo. ¿Qué es lo que hace?

Gustav, entonces, se subió la maleta al hombro y siguió bailando con la caja en un hombro y la maleta en el otro. El hecho de que la maleta fuese mucho más pesada que la caja le obligaba a inclinarse más hacia un lado, pero por lo demás parecía sentirse cómodo, y sus pies seguían moviéndose con sorprendente agilidad y viveza. Boris, radiante de gozo, le gritó a su abuelo algo que no pude oír, y a lo cual Gustav respondió con un forzado giro de cabeza que arrancó nuevos vítores y carcajadas.

Luego, mientras Gustav seguía bailando, me percaté de que algo sucedía a mi espalda. Alguien llevaba ya un buen rato clavándome un codo en la espalda con irritante regularidad, pero hasta entonces había supuesto que se debía simplemente a la vehemencia con que los presentes se apretaban entre sí a fin de conseguir un buen sitio desde donde presenciar el espectáculo. Pero al volverme vi que, justo detrás de mí, y pese a que la gente no paraba de empujarles por los cuatro costados, dos camareros, arrodillados en el suelo, estaban llenando otra maleta. Habían llenado ya gran parte de ella con lo que parecían tablas de cortar de la cocina. Uno de los camareros las iba colocando ordenadamente en el interior de la maleta, mientras el otro, dirigiendo impacientes señas hacia el fondo del café, señalaba airadamente el espacio que aún quedaba libre en la maleta. Entonces vi que seguían llegando tablas, dos o tres cada vez, de mano en mano, a través de una cadena humana. Los camareros trabajaban con rapidez, apretando las tablas unas contra otras en el interior de la maleta, hasta que ésta pareció a punto de reventar. Pero las tablas seguían llegando -a veces sólo trozos de ellas-, y los camareros, con experimentada ingenuidad, se las ingeniaban para encontrarles algún hueco. Tal vez habrían seguido metiendo tablas, pero los empujones de los presentes parecieron acabar con su paciencia, y por fin dejaron caer la tapa, cerraron de un par de tirones las correas y, pasando a mi lado, subieron la maleta hasta la mesa.

Boris se quedó mirando fijamente la nueva maleta, y luego miró dubitativamente a Gustav. Su abuelo ejecutaba ahora unos arrastramientos de pies no muy diferentes a los de un matador de toros. Durante un momento el esfuerzo realizado para mantener la caja y la maleta sobre los hombros pareció impedirle ver el nuevo desafío que tenía ante sus pies. Boris miraba atentamente a su abuelo, a la espera de que éste viera la segunda maleta. Era obvio que los demás esperaban lo mismo, pero su abuelo siguió bailando y bailando, haciendo como si no la hubiera visto. ¡Seguramente se trataba de una argucia! Su abuelo, casi con toda seguridad, estaba haciendo «rabiar» a la concurrencia, y Boris sabía que en cualquier momento su abuelo cogería la pesada maleta, aunque quizá antes dejaría la caja. Pero, sea como fuere, Gustav parecía seguir sin ver la maleta, y la gente empezaba a gritar y a señalarla. Entonces Gustav pareció reparar en ella, y en su cara -emparedada entre la caja y la primera maleta- se dibujó una expresión de consternación y desaliento. Alrededor de Boris, todos reían y daban palmadas. Gustav seguía girando sobre sí mismo despacio, pero sin dejar de mirar fijamente, con expresión de desmayo, la nueva maleta, y durante un instante fugaz Boris pensó que su abuelo no estaba simulando su preocupación ante el nuevo reto. Pero entonces vio que todos los que le rodeaban reían a carcajadas -eran gente que había visto a su abuelo realizar este número muchas veces-, y Boris se echó a reír como los demás y se puso a instar también a su abuelo. La voz del chico llegó a oídos de Gustav, y abuelo y nieto volvieron a dirigirse mutuas sonrisas.

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