haberle comprendido en todo este tiempo. -Nos llegaron de nuevo las risas sofocadas de sus amigos-. Aún no ha llegado. Nuestro amado maestro. Bueno, en tal caso, seguiremos un rato más con los músicos. O quizá volvamos al bar. ¿Qué vamos a hacer, compañeros?
Vi que Sophie y Boris contemplaban la escena con creciente impaciencia.
– Disculpe -susurré, y eché a andar hacia adelante. A nuestra espalda, el grupo volvió a reír ahogadamente, pero decidí no mirar atrás.
Por fin amainó el bullicio, y poco después vimos a los mozos de hotel congregados al fondo del pasillo, junto a la puerta del último camerino. Sophie apretó el paso, pero cuando ya nos había adelantado cierto trecho se detuvo. Los maleteros, por su parte, al percatarse de nuestra llegada, se apartaron hacia los lados para dejarnos paso, y uno de ellos -un hombre nervudo con bigote al que recordaba del Café de Hungría- se acercó a nosotros. Parecía indeciso, y al principio se dirigió sólo a mí:
– Está aguantando bien, señor. Está aguantando bien. -Luego se volvió a Sophie, y bajando la mirada, dijo en voz baja-: Está aguantando bien, señorita Sophie.
Sophie, al principio, no respondió; se limitó a pasar junto a los mozos en dirección a la puerta entreabierta del camerino. Pero luego dijo de pronto, como para justificar su presencia allí:
– Le he traído algo. Aquí lo tengo. -Levantó el paquete-. Le he traído esto.
Alguien llamó a la puerta del camerino, y al punto aparecieron en el umbral dos maleteros. Sophie no dijo nada, y por espacio de unos segundos nadie pareció estar muy seguro de lo que decir o hacer a continuación. Entonces Boris se abrió paso hasta la puerta y alzó al aire el maletín negro.
– Por favor, caballeros -dijo-. Háganse a un lado, por favor. A un lado, por favor.
Les indicaba que se apartaran de la puerta. Los dos hombres que acababan de salir permanecieron en el umbral con expresión perpleja, mientras Boris les hacía señas con impaciencia.
– ¡Caballeros! ¡Háganse a un lado, por favor!
Cuando hubo logrado despejar un razonable espacio frente al camerino, Boris se volvió y miró a su madre. Sophie avanzó unos pasos hacia la puerta, pero se detuvo de nuevo. Fijó la mirada en ella -los dos mozos la habían dejado medio abierta- con expresión de cierto recelo. De nuevo nadie parecía saber qué hacer, y de nuevo fue Boris quien rompió el silencio.
– Mamá, espera aquí -dijo.
Y acto seguido se volvió y desapareció en el interior del camerino.
Vi que Sophie se tranquilizaba. Avanzó unos pasos hacia la puerta y -casi como al desgaire- se inclinó un poco hacia adelante para comprobar si podía vislumbrar algo del interior del camerino. Al ver que Boris había dejado la puerta casi cerrada por completo, se enderezó y se quedó allí de pie, esperando, como en la cola de un autobús, con el paquete entre los brazos.
Boris salió al cabo de unos minutos. Con su gran cartera-maletín de médico aún en la mano, cerró con cuidado la puerta a su espalda.
– El abuelo dice que está muy contento de que hayamos venido -dijo en tono suave, mirando a su madre-. Está muy contento.
Siguió mirando con fijeza la cara de su madre, y al principio me extrañó sobremanera la forma en que lo hacía. Pero luego caí en la cuenta de que aguardaba a que Sophie le diera un mensaje, que él transmitiría al instante volviendo a entrar en el camerino. Y, en efecto, Sophie se quedó unos segundos pensativa y al cabo dijo:
– Dile que le he traído una cosa. Un regalo. Que se lo voy a llevar yo misma enseguida. Que… Que me estoy preparando.
Cuando Boris desapareció de nuevo en el interior del camerino, Sophie se colocó el paquete encima de un brazo y con el otro comenzó a alisar las arrugas del suave papel castaño. Tal vez tuviera que ver con la palmaria inutilidad de aquel gesto, pero el caso es que me acordé de pronto de los asuntos que me quedaban por atender. Me acordé, por ejemplo, de que aún tenía que inspeccionar las instalaciones del auditórium, y de que mis posibilidades de poder hacerlo con algún viso de provecho disminuían por momentos.
– Volveré enseguida -le dije a Sophie-. Hay algo de lo que debo ocuparme.
Ella siguió alisando las arrugas del paquete y no me respondió. Me disponía a repetírselo con más fuerza cuando, pensándolo mejor, decidí no atraer la atención sobre mi persona de forma innecesaria, y salí apresurada y discretamente en busca de Hoffman.