– Señor Ryder, por favor, vayamos hasta el fondo del asunto. Díganos: ¿tiene razón Henri al sostener que, en la obra de Kazan, no podemos abandonar la dinámica circular a cualquier costa?
No había hablado muy alto, pero su voz poseía la propiedad de resultar penetrante con independencia del volumen. Todos oyeron la pregunta, y el café se sumió al punto en el silencio. Varios de sus compañeros le dirigieron miradas incisivas, pero ella les miró a su vez con ojos duros y desafiantes.
– Sí, quiero preguntárselo -dijo-. Es una oportunidad única. No podemos desperdiciarla. Quiero preguntárselo. Señor Ryder, por favor, respóndanos.
– Pero aquí tengo los hechos… -musitó Christoff en tono mísero-. Aquí mismo. Lo tengo todo…
Nadie le hizo el menor caso. Las miradas volvían a estar fijas en mí. Consciente de que tendría que escoger cuidadosamente mis próximas palabras, me tomé el tiempo necesario. Y al final dije:
– Mi opinión personal es que Kazan nunca se sirve de las limitaciones formalizadas. Ni de la dinámica circular, ni siquiera de la estructura de barras. Lo que sucede es que hay demasiados estratos superpuestos, demasiadas emociones, sobre todo en sus obras últimas.
Sentí, físicamente casi, cómo la marea de respeto se deslizaba hacia mi persona. El hombre de cara mofletuda me miraba con algo cercano al temor reverencial. Una mujer con anorak de color escarlata decía en un susurro: «Eso es, eso es», como si yo acabara de articular algo que ella llevara años intentando formular. El hombre llamado Claude se había levantado y se acercaba a mí asintiendo enérgicamente con la cabeza. El doctor Lubanski asentía también, pero pausadamente, con los ojos cerrados, como diciendo: «Sí, sí, he aquí por fin un hombre que sabe realmente.» La joven de las gafas de cristales gruesos había permanecido, absolutamente inmóvil, pero seguía mirándome con atención extrema.
– Entiendo -continué- la tentación de recurrir a tales artificios. Hay un miedo natural a la música que impregna todos los recursos del músico. Pero la respuesta reside sin duda en alzarse hasta el nivel del reto, no en recurrir a limitaciones. Claro que el reto podría ser muy grande, en ese caso la respuesta estaría en dejar en paz a Kazan. Uno jamás debería tratar de hacer de una limitación una virtud.
Al oír esta última observación, muchos de los presentes parecieron no poder reprimir más sus sentimientos. El hombre del pelo entrecano estalló en vigorosos aplausos, y mientras lo hacía dirigía a Christoff furibundas miradas. Otros le dedicaron a Christoff nuevos gritos, y la mujer del anorak escarlata repetía de nuevo, esta vez en voz más alta: «Eso es, eso es, eso es.» Me sentí extrañamente estimulado y, alzando la voz sobre la excitación reinante, continué:
– Esas faltas de valor, según mi experiencia, suelen ir asociadas a otros rasgos muy poco atractivos. Una hostilidad hacia el tono introspectivo, la mayoría de las veces caracterizada por un uso excesivo de la cadencia interrumpida. Una marcada tendencia a casar inútilmente pasajes fragmentados. Y, a un nivel más personal, una megalomanía enmascarada tras unos modos modestos y agradables…
Me vi obligado a interrumpirme, pues ahora todos los presentes lanzaban gritos contra Christoff. Él, por su parte, levantaba la carpeta azul y pasaba las páginas en el aire, gritando:
– ¡Los hechos están aquí! ¡Aquí!
– Ni que decir tiene -grité por encima del bullicio- que ese es otro defecto muy común: ¡creer que el guardar algo en una carpeta lo convierte automáticamente en un hecho!
Mi comentario fue recibido por un estallido de risotadas que en el fondo no escondían sino una furia desatada. Entonces la joven de las gafas de cristales gruesos se puso en pie y se acercó a Christoff. Lo hizo con mucha calma, traspasando la barrera espacial en torno al violoncelista que hasta entonces nadie había rebasado.
– Viejo necio -dijo, y de nuevo su voz penetró con claridad meridiana en el centro del clamor-. Nos has arrastrado contigo en tu caída.
Luego, con deliberación, golpeó la mejilla de Christoff con el dorso de la mano.
Se hizo un silencio perplejo. Luego, de pronto, la gente empezó a levantarse de las sillas, a empujarse unos a otros en un claro intento de acercarse a Christoff con el vivo apremio de imitar a la joven de las gafas. Noté que una mano me sacudía el hombro, pero no hice ningún caso porque me tenía sobremanera preocupado lo que estaba sucediendo ante mis ojos.
– ¡No, no, ya basta! -El doctor Lubanski se las había arreglado para llegar hasta Christoff antes que nadie, y levantaba las manos para tratar de detener el ominoso avance-. ¡No, dejad en paz a Henri! ¿Qué diablos estáis haciendo? ¡Ya basta!
Probablemente fue la intervención del doctor Lubanski lo que salvó a Christoff de un ataque multitudinario en toda regla. Vi fugazmente el semblante perplejo y aterrado de Christoff, que apenas un instante después desapareció tras el airado grupo que lo cercaba. La mano me sacudía el hombro de nuevo, y me volví y vi al hombre barbudo -recordé que se llamaba Gerhard- ataviado con un delantal y con un humeante bol de puré de patatas en las manos.
– ¿Le apetece comer algo, señor Ryder? -preguntó-. Lamento haber tardado tanto. Pero ya ve, hemos tenido que hacer otro perol.
– Muy amable de su parte -dije-, pero lo cierto es que tengo que irme. He dejado a mi chico solo, y me está esperando. -Luego, llevándole hacia un lado, fuera del alboroto, añadí-: Me pregunto si podrá usted mostrarme cómo llegar a la fachada principal. -Porque, en efecto, acababa de acordarme de que aquel café y el pequeño local donde había dejado a Boris formaban parte del mismo edificio; se trataba de uno de esos establecimientos con varios locales que daban a distintas calles y se hallaban destinados a diferentes tipos de clientes.
El hombre barbudo pareció muy decepcionado por mi negativa a aceptar su comida, pero superó su disgusto y dijo:
– Sí, claro, señor Ryder. Es por aquí, sígame.
Le seguí hasta la parte delantera del local, donde, tras orillar la barra, llegamos a una puerta. El hombre barbudo la abrió y me invitó a pasar. Antes de trasponer el umbral, eché una última mirada hacia atrás y vi al hombre de cara mofletuda subido a una mesa, agitando en el aire la carpeta azul de Christoff. Entre los gritos airados se oía alguna risotada aislada, y la voz del doctor Lubanski seguía implorando en tono un tanto emocionado:
– ¡No, Henri ya ha tenido bastante! ¡Por favor, por favor! ¡Ya basta!
Pasé a una espaciosa cocina enteramente alicatada con azulejos blancos. Percibí un fuerte olor a vinagre y vi a una mujer corpulenta inclinada sobre una cocina chisporroteante, pero el hombre barbudo ya había cruzado la cocina y estaba abriendo otra puerta en la pared del fondo.
– Es por aquí, señor -dijo, invitándome a pasar.
La puerta era particularmente alta y estrecha. De hecho era tan estrecha que sólo permitía el paso de un cuerpo ladeado. Además, cuando escruté el otro lado, no vi más que negrura. Tenía que ser por fuerza el armario de las escobas. Pero el hombre barbudo volvió a indicarme con una seña:
– Por favor, tenga cuidado con los escalones, señor Ryder.
Me percaté entonces de que había tres escalones ascendentes -quizá cajas de madera ensambladas unas sobre otras-. Deslicé el cuerpo a través del hueco de la puerta y subí con cuidado un escalón tras otro. Al llegar arriba vi un pequeño rectángulo de luz. Avancé dos pasos, me situé ante él, miré por el rectángulo de cristal y vi una sala llena de sol. Había mesas y sillas, y reconocí el local donde había dejado a Boris horas atrás. Vi a la camarera jovencita y regordeta -me hallaba contemplando la escena desde detrás de la barra-, y al otro lado, en un rincón, a Boris con la mirada perdida y una expresión disgustada. Había terminado el pastel y, ensimismado, pasaba el tenedor por el mantel. Con excepción de una joven pareja sentada junto a la ventana, el interior del café estaba vacío.
Sentí que algo se apretaba contra mi costado: el hombre barbudo se había deslizado hasta situarse a mi espalda, y estaba en cuclillas en la oscuridad con un manojo de llaves en las manos. Instantes después, el tabique entero se abrió y traspasé el umbral y me vi de lleno en el café.
La camarera se volvió a mí y me sonrió. Luego llamó a Boris.
– Mira quién está aquí.
Boris me miró desde su mesa. Tenía la cara larga.
– ¿Dónde has estado? -dijo en tono cansino-. Has tardado siglos.
– Lo siento muchísimo, Boris -dije yo. Luego le pregunté a la camarera-: ¿Se ha portado bien?
– Oh, es un cielo. Me ha estado contando lo de la casa donde vivían antes. La urbanización y el lago artificial y todo eso…
– Ah, sí -dije-. El lago artificial. Sí, estábamos a punto de ir de visita…
– ¡Pero es que has tardado siglos! -dijo Boris-. ¡Ahora llegaremos tarde!
– Lo siento muchísimo, Boris. Pero no te preocupes, nos queda mucho tiempo. Y el antiguo apartamento no se va a ir de donde está, ¿no te parece? Pero tienes razón, ya tendríamos que estar saliendo. Espérame un momento. -Me volví a la camarera, que había empezado a decirle algo al hombre barbudo-. Perdone, pero me preguntaba si podría decirnos el modo más sencillo de llegar al lago artificial.
– ¿Al lago artificial? -La camarera señaló la ventana-. Ese autobús que espera ahí fuera. Les llevará directamente.
Miré hacia donde apuntaba la camarera y vi que enfrente de nosotros, más allá de las sombrillas de la terraza, había un autobús parado junto a la bulliciosa acera.
– Lleva ya esperando bastante tiempo -prosiguió la camarera-. Será mejor que suban. Creo que está a punto de salir.
Le di las gracias y, haciéndole una seña a Boris para que me siguiera, salí al sol de la calle.