Boris y yo bajamos del autobús y, mientras éste se alejaba, miramos a nuestro alrededor. Estábamos en el borde exterior de una vasta depresión de hormigón. Más allá, en el centro de la depresión, se hallaba el lago artificial, cuya forma arriñonada -a escala gigantesca- evocaba la de esas piscinas que en un tiempo se decía poseían las estrellas de Hollywood. No pude sino admirar el modo en que el lago -el enclave entero, de hecho- proclamaba con orgullo su condición de artificial. No se veía ni un ápice de hierba. Hasta los delgados árboles que salpicaban las pendientes de hormigón se hallaban alojados en macetas de acero y encastrados con precisión en el pavimento. Dominando tal paisaje, rodeándonos por completo, podían verse las incontables e idénticas ventanas de los altos bloques de viviendas… Advertí que las fachadas de los bloques describían una tenue curva que hacía posible el efecto visual de circularidad sin fisuras propia de los estadios deportivos. Pero, pese a la cantidad de apartamentos -unos cuatrocientos como mínimo, calculé-, apenas se veía gente. Pude divisar unas cuantas figuras que caminaban apresuradamente al otro lado del lago (un hombre con un perro, una mujer con un cochecito de niño), pero se percibía claramente que había algo en el ambiente que hacía que la gente se quedara en casa. Como el conductor del autobús nos había advertido, las condiciones climatológicas no ayudaban mucho a la sociabilidad. Mientras Boris y yo permanecíamos allí de pie, inmóviles, un desapacible viento nos llegó a través del agua del lago.
– Bien, Boris -dije-, será mejor que nos movamos.
El chico parecía haber perdido todo su entusiasmo. Miraba con ojos fijos y vacíos el lago, y no se movía. Me volví y eché a andar hacia el bloque que se alzaba a nuestra espalda, e hice un esfuerzo por imprimir cierta viveza a mi paso, pero entonces recordé que ignoraba la situación exacta de nuestro antiguo apartamento.
– Boris, ¿por qué no me guías tú? -dije-. Vamos, ¿qué te pasa?
Boris suspiró, y se puso a andar. Subí tras él varios tramos de la escalera de hormigón. En un momento dado, cuando torcíamos una esquina para subir el tramo siguiente, dejó escapar un grito, puso el cuerpo rígido y adoptó una postura de artes marciales. Yo me sobresalté, pero enseguida vi que no había otro asaltante que el que Boris quizá estaba imaginando. Y me limité a decir:
– Muy bien, Boris.
A partir de ahí, repitió el grito y la postura de artes marciales ante cada nuevo tramo de escalera. Luego, para alivio mío -empezaba a faltarme el resuello-, llegamos arriba y Boris me precedió por un pasillo. Desde nuestra posición elevada, la forma arriñonada del lago era aún más evidente. El cielo tenía una tonalidad apagada y blanquecina, y aunque el pasillo era cubierto -debía de haber otros dos o tres, simétricos, en las plantas superiores-, se hallaba abierto a ambos costados y las ráfagas de viento nos azotaban con violencia. A nuestra izquierda estaban los apartamentos; una serie de pequeñas escaleras de hormigón unían el pasillo al edificio a modo de pequeños puentes sobre el foso de un castillo. Algunas escaleras ascendían hasta las puertas de los apartamentos, y otras descendían, y a medida que caminábamos por el pasillo yo estudiaba cada puerta, pero cuando al cabo de varios minutos vi que ninguna de ellas suscitaba en mí el más mínimo recuerdo, desistí y me puse a contemplar el lago.
Boris, entretanto, seguía caminando con decisión unos pasos más adelante, y parecía haber recuperado el entusiasmo aventurero. Susurraba cosas para sus adentros, y cuanto más avanzábamos, más intensos se volvían sus susurros. Entonces empezó a brincar mientras caminaba, y a lanzar golpes de karate a diestra y siniestra, y el ruido de sus pies cada vez que tocaban suelo tras un brinco producía un eco en torno. Pero no gritaba como lo había hecho antes en las escaleras, y dado que hasta entonces no nos habíamos cruzado con nadie en el pasillo, no vi razón alguna para reprimirle.
Al poco se me ocurrió mirar de nuevo hacia el lago, y me sorprendió comprobar que ahora lo estaba mirando desde un ángulo completamente diferente. Sólo entonces conjeturé que el pasillo describía poco a poco un círculo en torno a la urbanización, y que, de seguir así, era perfectamente posible que nuestra andadura se convirtiera en un eterno caminar en círculo. Miré a Boris, que avanzaba deprisa sin dejar de jugar a las artes marciales, y me pregunté si recordaría mejor que yo el camino al apartamento. Y entonces me asaltó el pensamiento de que no había planeado las cosas en absoluto. Debería, cuando menos, haberme tomado la molestia de ponerme en contacto de antemano con los nuevos ocupantes del apartamento. Bien pensado, no veía razón alguna para que esas personas tuvieran especiales deseos de recibirnos y atendernos. El pesimismo en relación con la excursión empezó a minarme el ánimo.
– Boris -llamé al chico-. Espero que estés atento. No quiero que nos pasemos.
Boris me miró sin dejar de susurrar con pasión sus cosas, y luego echó a correr hacia adelante y volvió a ejecutar sus fintas de karate.
De pronto me dio la sensación de que llevábamos andando un tiempo excesivo, y cuando miré hacia el lago vi que como mínimo habíamos dado ya una vuelta completa a su alrededor. Boris, más adelante, seguía con sus ensimismados susurros.
– Oye, espera un momento -le grité-. Boris, espérame.
Boris dejó de caminar, y al acercarme hacia él me dirigió una mirada hosca.
– Boris -dije con voz suave-, ¿estás seguro de que te acuerdas de cómo se va al antiguo apartamento?
El chico se encogió de hombros y miró para otra parte. Luego dijo, sin mucha convicción:
– Pues claro que me acuerdo.
– Pero me parece que ya hemos dado una vuelta entera…
Boris volvió a encogerse de hombros. Ahora se hallaba absorto en la contemplación de su zapato, que movía ora hacia un lado ora hacia otro. Por fin dijo:
– ¿Crees que habrán guardado como es debido al Número Nueve?
– Supongo que sí, Boris. Estaba en una caja, una caja que parecía muy importante. Las cosas así se guardan aparte. En lo alto de una estantería, por ejemplo.
Boris siguió unos segundos mirándose el zapato. Luego dijo:
– Nos hemos pasado. Hemos pasado por delante dos veces.
– ¿Qué? ¿Quieres decir que hemos estado dando vueltas y vueltas con este viento helador para nada? ¿Por qué no me lo has dicho, Boris? No te entiendo.
El chico se quedó callado, moviendo el pie de un lado para otro.
– Bien, ¿piensas que debemos retroceder? -le pregunté-. ¿O piensas que debemos dar otra vuelta al lago?
Boris suspiró, y se quedó pensativo unos instantes. Luego volvió a mirarme, y dijo:
– De acuerdo. Está allí atrás. Justo allí atrás.
Volvimos sobre nuestros pasos, y tras un corto recorrido Boris se detuvo ante una de las escaleras y dirigió una rápida mirada a la puerta del apartamento. Entonces, casi de inmediato, giró en redondo y se puso de nuevo a mirarse el zapato.
– Ah, sí -dije, estudiando detenidamente la puerta. La puerta, a decir verdad (era una puerta pintada de azul, sin nada que la distinguiera de las otras), no despertó en mí el más mínimo recuerdo.
Boris miró por encima del hombro hacia el apartamento, y volvió a apartar la mirada, restregando el suelo con la punta del zapato. Permanecí unos segundos al pie de la escalera, sin saber muy bien qué hacer a continuación. Finalmente dije:
– Boris, ¿por qué no me esperas aquí un momento? Subiré a ver si hay alguien.
El chico seguía restregando el suelo con el pie. Subí la escalera y llamé a la puerta. No hubo respuesta. Llamé por segunda vez, y al ver que nadie respondía pegué la cara al pequeño cuarterón acristalado de la puerta, pero el cristal era esmerilado y no pude ver nada.
– La ventana -dijo Boris a mi espalda-. Mira por la ventana. Miré hacia mi izquierda y vi una especie de balcón. No era mucho más que un antepecho que corría de un lado a otro de la fachada del edificio, un espacio demasiado estrecho incluso para una silla de respaldo recto. Alargué la mano y me agarré a la barandilla de hierro que lo protegía, me aupé y fui asomando el cuerpo por encima del murete de la escalera hasta que alcancé a atisbar un poco a través de la ventana más próxima. Vi una amplia sala diáfana -de esas que uno dispone según su gusto personal-, con una mesa de comedor pegada a la pared de uno de los lados y un mobiliario bastante moderno.
– ¿Ves algo? -preguntó Boris-. ¿Ves la caja?
– Un momento.
Traté de encaramarme más sobre el murete de la escalera, consciente del abismo que se abría bajo mi torso.
– ¿La ves?
– Espera un segundo, Boris.
Cuanto más la contemplaba, más familiar me resultaba la sala. El reloj de pared triangular, el sofá de gomaespuma color crema, el mueble con el equipo de alta fidelidad de tres pisos. Los objetos, a medida que ponía la mirada en cada uno de ellos, iban hiriéndome con aceradas punzadas de reconocimiento. Sin embargo, cuando llevaba unos segundos observando la sala, tuve la viva sensación de que la parte del fondo -que con la parte principal formaba una L- no había estado allí en el pasado, que era un anexo muy reciente. Pero a medida que seguía mirando me iba percatando de que tal anexo también despertaba en mí vivas reminiscencias, y al cabo de unos instantes caí en la cuenta del porqué: se parecía extraordinariamente a la parte posterior del salón de la casa en que habíamos vivido mis padres y yo unos meses cuando nos mudamos a Manchester. La casa, una estrecha vivienda urbana adosada, era húmeda y necesitaba una nueva decoración con urgencia, pero la soportábamos porque sólo íbamos a vivir en ella hasta que el trabajo de mi padre nos permitiera mudarnos a un lugar mejor. Para mí, un chiquillo de nueve años, la casa pronto pasó a representar no sólo un cambio estimulante sino también la expectativa esperanzada de que un capítulo nuevo y más feliz de nuestras vidas se estaba abriendo ante nosotros.
– No van a encontrar a nadie en casa -dijo una voz de hombre a mi espalda.
Me enderecé y vi que el hombre había salido de un apartamento cercano. Estaba de pie en el umbral de la puerta, en lo alto de una escalera paralela a la nuestra. Tenía unos cincuenta años, y facciones duras, como de bulldog. Estaba despeinado, y llevaba una camiseta con una mancha de humedad en la pechera.
– Ah -dije-. El apartamento está vacío, ¿no?
El hombre se encogió de hombros.
– Puede que vuelvan. A mi mujer y a mí no nos gusta tener al lado un apartamento vacío, pero después de todos esos líos, nos sentimos aliviados, puede creerme. No es que seamos gente poco sociable. Pero después de todo lo que ha pasado, preferimos que esté como está: vacío.