– Perdone, pero deseo llegar a la sala de conciertos. ¿Cómo podría pasar al otro lado?
La mujer pareció sorprenderse ante mi pregunta.
– Oh, no -dijo-. No puede pasar al otro lado del muro. Por supuesto que no puede. Ese muro cierra la calle por completo.
– Pero eso es un verdadero engorro -dije-. Tengo que llegar a la sala de conciertos.
– Sí, supongo que es un engorro -dijo la mujer, como si jamás se hubiera puesto a pensar en el asunto-. Cuando le he visto mirándolo y mirándolo hace un momento, señor, pensé que era un turista. Este muro, como podrá ver, resulta una gran atracción turística.
Señalaba hacia un expositor giratorio de postales que había junto a la tienda de regalos. A la luz de la entrada de la tienda, pude ver multitud de postales que mostraban ostentosamente el muro.
– Pero ¿a qué diablos viene un muro precisamente aquí? -pregunté, alzando la voz pese a mí mismo-. Es monstruoso. ¿Para qué sirve una cosa semejante?
– Le comprendo perfectamente. Para un forastero, y en especial para alguien que necesite llegar rápidamente a algún sitio, debe de ser un auténtico fastidio. Supongo que usted lo llamaría un disparate. Lo construyó cierto personaje excéntrico a finales del siglo pasado. Es algo bastante raro, por supuesto, pero es famoso desde entonces. En el verano, esta zona donde ahora estamos se llena de turistas. Norteamericanos, japoneses… Y no paran de sacarle fotos.
– Es absurdo -dije, furioso-. Por favor, dígame cómo llegar enseguida a la sala de conciertos.
– ¿La sala de conciertos? Bien, la verdad es que si piensa ir a pie le va a resultar francamente lejos… Claro que ahora mismo, estando aquí, la tenemos prácticamente a un paso. -Alzó la mirada hacia la cúpula-. Pero en la práctica, con el muro ahí, eso no quiere decir mucho.
– ¡Esto es absolutamente ridículo! -Había perdido la paciencia-. Encontraré el camino yo solo. Ya veo que usted es incapaz de entender que una persona pueda estar realmente atareada, tenga una apretada agenda y no pueda permitirse andar deambulando de un lado a otro durante horas. De hecho, si me permite decirlo, este muro es algo muy propio de esta ciudad. Llena de obstáculos absolutamente absurdos. ¿Y qué hacen al respecto? ¿Se enfadan por el muro de marras? ¿Exigen que sea derribado inmediatamente para que la gente pueda moverse libremente? No, lo soportan durante casi un siglo. Hacen postales de él y creen que es algo encantador. ¿Encantador este muro de ladrillo? ¡Qué monstruosidad! ¡Creo que voy a utilizarlo como símbolo esta noche en mi discurso! Por suerte para ustedes ya tengo en mente la mayor parte de lo que voy a decir, y soy por naturaleza reacio a cambiar cosas en el último momento. ¡Buenas noches!
Dejé allí a la mujer y me apresuré a desandar rápidamente el camino, resuelto a no permitir que un contratiempo tan absurdo echara por tierra mi recién recuperada confianza en mí mismo. Pero luego, al seguir andando y ver que la sala de conciertos se iba alejando más y más, sentí que volvía a mí el desánimo. La calle me pareció mucho más larga de lo que me había parecido antes, y cuando llegué al final y salí de ella volví a verme perdido en la urdimbre de estrechas callejuelas.
Al rato de inútil deambular sin rumbo, me sentí incapaz de seguir y me detuve. Al verme junto a la terraza de un café me dejé caer en una de las sillas de la mesa más cercana, y nada más hacerlo sentí que huía de mí lo poco que me quedaba de energía. Era vagamente consciente de que empezaba a caer la tarde, de que había una luz eléctrica en alguna parte, a mi espalda, de que, con toda probabilidad, aquella luz me estaba iluminando ante los transeúntes y ante los clientes del café…, pero de alguna forma seguía sin sentir la urgencia de enderezar mi postura o siquiera de disimular mi abatimiento. Al poco apareció un camarero. Pedí un café, y seguí con la mirada fija en la sombra que proyectaba mi cabeza sobre la mesa metálica. Todas las eventualidades aciagas que antes me habían conturbado el ánimo en relación con la velada volvían a agolparse ahora en mi cabeza. Y, sobre todas ellas, la deprimente idea de que mi decisión de dejarme fotografiar ante el monumento Sattler había minado irreversiblemente mi autoridad en la ciudad; de que ahora el terreno a recuperar se había vuelto casi msalvable y de que nada salvo una actuación sobremanera imperiosa en la ronda de preguntas y respuestas podría ahorrarme unas consecuencias absolutamente catastróficas… De hecho, por espacio de un instante, me sentí tan abrumado por tales pensamientos que me vi al borde de las lágrimas. Pero entonces advertí que alguien me había puesto una mano en la espalda, y que me decía con voz suave:
– Señor Ryder, señor Ryder…
Supuse que era el camarero que había vuelto con el café, y le indiqué con un gesto que lo dejara en la mesa. Pero la voz continuó pronunciando mi nombre, y al levantar la mirada vi a Gustav mirándome con expresión preocupada.
– Oh, hola -dije.
– Buenas noches, señor. ¿Cómo está? Me pareció que era usted, pero no estaba seguro y me he acercado a cerciorarme. ¿Se siente bien, señor? Estamos todos allí, todos los chicos… ¿Por qué no viene a sentarse con nosotros? Les haría tanta ilusión…
Miré a mi alrededor y vi que estaba sentado al borde de una plaza. Aunque había una farola en el centro, la plaza se hallaba casi a oscuras, de forma que las figuras de la gente que se movía a través de ella no eran a mis ojos sino poco más que sombras. Gustav me señalaba el lado opuesto de la plaza, donde pude ver otro café, algo más grande que el que yo había elegido y de cuya puerta abierta y ventanales salía una luz cálida. Incluso a aquella distancia pude entrever una gran actividad en su interior, y a través del aire del crepúsculo nos llegaban retazos de música de violín y risas. Sólo entonces caí en la cuenta de que me hallaba frente al Café de Hungría, en la plaza principal de la ciudad antigua. Seguía mirando a mi alrededor cuando oí que Gustav decía:
– Los chicos, señor, han estado haciendo que les cuente una y otra vez lo de… Ya sabe, señor, lo que me dijo…, lo de que estaba usted de acuerdo. Se lo he contado ya cinco, seis veces, pero quieren que vuelva a contárselo una vez más… Apenas dejan de reír y de darse palmadas en la espalda cuando acabo de contárselo, y enseguida vuelven a la carga: «Venga, Gustav, sabemos que no nos lo has contado todo. ¿Qué es lo que ha dicho exactamente el señor Ryder?» «Ya os lo he contado», les repito yo. «Ya os lo he contado. Lo sabéis perfectamente.» Pero ellos quieren oírlo de nuevo, y me atrevo a decir que querrán volver a oírlo varias veces más antes de que termine la velada. Y claro, señor, aunque yo adopte ese tono de cansancio cada vez que me lo preguntan, lo hago tan sólo por pose, porque la verdad es que a mí también me ilusiona volver a contarlo, y podría seguir repitiendo nuestra conversación de esta mañana una y otra vez, hasta el infinito. Es tan maravilloso verles de nuevo con esa expresión en el semblante… Su promesa, señor, ha traído una nueva esperanza, una nueva juventud a sus personas. ¡Hasta Igor sonreía, hasta se reía con algunas de las bromas! No recuerdo haberles visto así desde hace tanto tiempo… Oh, sí, señor, me hará muy feliz seguir contándolo muchas veces más. Cada vez que llego a cuando usted dice: «Muy bien, me encantará decir unas palabras en su favor…», cada vez que llego a esa parte, señor, ¡debería usted verles la cara! Sueltan vítores, y ríen, y se dan palmadas en la espalda… Hace tanto tiempo que no les veo así. Y allí estamos, señor, bebiendo cerveza y hablando de su gran generosidad, hablando de cómo después de todos estos años la profesión de mozo de hotel va a cambiar para siempre a partir de esta noche, sí, y cuando estábamos en la mitad de la conversación se me ha ocurrido mirar hacia aquí y le he visto… Como puede ver, el propietario deja la puerta abierta. Le da al local una atmósfera mucho más cálida; permite ver la plaza mientras la noche va cayendo… Bien, estaba allí mirando la plaza y pensando para mis adentros: «¿Quién será aquel hombre que está allí sentado, tan solo…?» Mis ojos no están muy bien, señor, y no me daba cuenta de que era usted. Y entonces Karl me ha dicho en una especie de susurro, porque ha debido de presentir que no debía decirlo en voz alta…, me ha dicho: «Puede que me equivoque, pero ¿no es aquél el señor Ryder? Sí, aquél de allí.» Y he vuelto a mirar y he pensado, sí, puede ser… ¿Qué diablos puede estar haciendo allí sentado, con el frío que hace y con ese aire tan triste? Iré a ver si es él. Permita que le diga, señor, que Karl ha sido muy discreto. Ninguno de los demás chicos ha oído lo que me ha dicho, así que, aparte de él, nadie sabe a qué he salido, aunque me atrevería a decir que a estas alturas algunos de ellos estarán ya mirando hacia aquí, y preguntándose qué estoy haciendo. Pero, oiga, de veras, ¿se siente usted bien? Parece como si le sucediera algo…
– Oh… -dije. Dejé escapar un suspiro y me sequé las mejillas con la mano-. No es nada. Sólo que con tanto viaje, con tantas responsabilidades… De cuando en cuando se hace demasiado… -Dejé la frase en suspenso y solté una risita.
– Pero ¿a qué viene sentarse aquí fuera, tan solitario…? Es una noche muy fría, y sólo lleva una chaqueta… ¿De verdad que quiere seguir aquí sentado después de explicarle la calurosa bienvenida que le dispensaríamos en el Café de Hungría? ¿Piensa que no le íbamos a recibir con auténtico entusiasmo? ¡Quedarse aquí sentado, a solas consigo mismo! ¡La verdad, señor Ryder! Por favor, venga a sentarse con nosotros. ¡Aleje toda preocupación de su mente! Los chicos no cabrán en sí de gozo. Por favor…
Al otro extremo de la plaza, la viva luz de la entrada, la música, las risas…, todo parecía tan atrayente… Me levanté y volví a secarme la cara con la mano.
– Muy bien, señor. Se sentirá mejor enseguida.
– Gracias. Gracias. De verdad, gracias. -Hice un esfuerzo por controlar mis emociones-. Le estoy muy agradecido. De verdad. Espero no molestar.
Gustav se echó a reír.
– Va a ver si molesta o no, señor…
Mientras cruzábamos la plaza se me ocurrió que debía preparar cómo presentarme a aquellos mozos, que sin duda se sentirían abrumados por la gratitud y la emoción al verme aparecer ante ellos. Ahora, a cada paso, me sentía más y más dueño de mí mismo, y me disponía incluso a hacer algún comentario agradable a Gustav cuando éste, repentinamente, se detuvo en seco. Había mantenido amablemente la mano en mi espalda mientras cruzábamos la plaza, y ahora sentí que sus dedos, durante un instante fugaz, se habían clavado como una garra en la tela de mi chaqueta. Me volví y, a la mortecina luz de la farola de la plaza, vi a Gustav inmóvil, con la mirada fija en el suelo, con la otra mano alzada, pegada a la frente, como si de pronto hubiera recordado algo muy importante. Luego, antes de que yo pudiera decir nada, lo vi sacudiendo la cabeza y sonriendo con timidez.