El joven calló de pronto, tal vez lamentando el haberse expresado con tanta libertad. Pero yo me daba cuenta de que otra parte de él estaba deseando seguir con las confidencias, y le animé a ello con una pregunta:
– ¿Qué le ocurrió al cumplir los diez años? -Verá…, me avergüenza reconocerlo, y muy en particular confesárselo a usted, señor Ryder… El caso es que, al cumplir los diez años…, dejé de practicar. Me presentaba en casa de la señora Tilkowski sin haber ensayado mis ejercicios. Y cuando ella me preguntaba la razón, yo no respondía nada. Me resulta muy embarazoso confesarlo… Es como si estuviera hablando de otra persona…, y ojalá que así fuera… Pero si he de serle sincero…, ése fue mi comportamiento, tal como se lo cuento. Y al cabo de unas pocas semanas no le dejé otra opción a la señora Tilkowski que informar a mis padres de que, si las cosas no cambiaban, ya no podría seguir dándome clases. Supe después que mamá perdió los estribos y le gritó a la señora Tilkowski… Lo cierto es que la cosa acabó bastante mal.
– ¿Y después de eso tuvo usted otra profesora?
– Sí, una tal señorita Henze, que no era mala en absoluto, pero que no tenía la talla de la señorita Tilkowski. Yo seguí sin practicar en casa, pero la señorita Henze no era tan estricta. Luego, al cumplir los doce años, todo cambió. Es difícil explicarlo, y comprendo que puede sonar un poco raro. Fue una tarde, una tarde muy soleada, mientras me hallaba sentado en la salita de nuestra casa. Recuerdo que estaba leyendo una revista de deportes cuando entró mi padre. Llevaba puesto…, es como si lo estuviera viendo…, su chaleco gris y se había arremangado las mangas de la camisa. Se paró en mitad de la sala y se puso a contemplar el jardín a través de la ventana. Yo sabía que mamá estaba allí fuera, sentada en un banco que en aquel entonces solíamos colocar bajo los frutales, por lo que supuse que papá saldría también e iría a sentarse a su lado. Pero permaneció allí quieto. Me daba la espalda, así que no podía verle la cara. Pero cada vez que levantaba yo la cabeza, me lo encontraba con la vista fija en el jardín, en el punto donde estaba mamá. Bueno…, a la tercera o cuarta vez de dejar yo mi lectura para mirar a papá, que seguía sin salir, se me hizo de repente la luz. Quiero decir que me di cuenta de que mis padres llevaban meses prácticamente sin hablarse. Fue muy extraño caer en la cuenta de pronto de que hacía meses que no se hablaban. No sé cómo me había pasado por alto hasta entonces, pero era así, y ahora lo veía con una claridad meridiana. Me asaltaron en tropel los recuerdos… Las numerosas ocasiones recientes en las que papá y mamá se habrían dicho algo normalmente, y en las que sin embargo habían callado. No quiero decir que mantuvieran un silencio absoluto… Pero, ya me entiende…, entre los dos se había levantado un muro de frialdad que yo no había advertido hasta aquel instante. Le aseguro, señor Ryder, que aquel descubrimiento me produjo una sensación sumamente extraña. Máxime cuando, casi al mismo tiempo, me vino a la cabeza una sospecha horrible: que el cambio que advertía se remontaba muy probablemente a la fecha en que perdí a la señora Tilkowski. No podía estar seguro a causa del mucho tiempo que había pasado desde entonces; pero cuanto más pensaba en ello mayor era mi certeza de que fue entonces cuando empezó todo aquello. No recuerdo si papá salió o no al jardín ese día. En todo caso, yo no dije nada y fingí seguir leyendo mi revista. Pero al cabo de un rato subí a mi habitación, me tumbé en la cama y reflexioné detenidamente sobre el asunto. Fue a raíz de entonces cuando volví a aplicarme a mis ejercicios de piano. Empecé a practicarlos con suma diligencia y debí de hacer muchos progresos porque, a los pocos meses, mamá fue a ver a la señora Tilkowski para rogarle que considerara la posibilidad de readmitirme como discípulo. Ahora veo que debió de suponer una gran humillación para mamá, después de haberle gritado en aquella entrevista anterior, y que sin duda tuvo que costarle mucho trabajo convencer a la señora Tilkowski… Pero el resultado fue que la señora Tilkowski aceptó darme clases de nuevo, y que a partir de entonces me esforcé mucho, y que practicaba y practicaba sin cesar. Aunque, como comprenderá…, había perdido dos años cruciales. Usted, mejor que nadie, sabe cuán importante es esa etapa entre los diez y los doce años… Créame si le digo que hice todo lo posible por compensar de algún modo el tiempo perdido…, todo cuanto pude… Pero ya era demasiado tarde. Todavía hoy me pregunto a menudo: «¿Dónde diablos tenía yo la cabeza?» ¡Lo que daría hoy por poder recuperar aquel tiempo! Creo que ni siquiera mis padres se daban cuenta del tremendo daño que iba a significar la pérdida de aquellos dos años. Seguramente pensaban que, una vez recuperada la señora Tilkowski, el paréntesis no tendría importancia siempre que yo me esforzara de veras. Me consta que la señora Tilkowski trató de sacarlos de su error en más de una ocasión, pero creo que me querían tanto y que se sentían tan orgullosos de mí, que no quisieron ver la realidad. Porque durante algunos años más siguieron dando por sentado que yo hacía constantes progresos y que tenía excelentes dotes. Hasta que, cuando cumplí los diecisiete años, se toparon con la dura realidad. Se celebraba un concurso de piano, el Jürgen Flemming Prize, organizado por el Instituto Municipal de Bellas Artes para las jóvenes promesas de la ciudad. Tenía bastante fama, aunque ahora ha dejado de convocarse por falta de financiación. Cuando cumplí diecisiete años, como digo, a mis padres se les ocurrió que debía participar en ese concurso, y mamá, de hecho, inició los trámites preliminares para inscribirme. Y entonces, por primera vez, se dieron cuenta de lo lejos que estaba de un nivel aceptable. Escucharon con atención cómo tocaba -fue, quizá, la primera vez que lo hacían realmente- y se dieron cuenta de que mi participación en el certamen sólo serviría para avergonzarme y avergonzar a la familia. Yo deseaba, a pesar de todo, tener la oportunidad de competir, pero mis padres pensaron que podría ser un golpe demasiado duro para mí. Ya le digo que acababan de percatarse de cuán deficiente era mi forma de interpretar… Hasta entonces, las grandes esperanzas que tenían depositadas en mí, y supongo que también su cariño, les habían impedido escucharme con entera objetividad. Fue también la primera vez que apreciaron los estragos de aquellos dos años perdidos… En fin…, todo ello, como es lógico, supuso para mis padres una gran decepción. Mamá, en particular, pareció resignarse a la idea de que todo había sido en vano: sus desvelos, los anos de aprendizaje con la señora Tilkowski, su heroica decisión de ir a verla para que me readmitiera… Todo aquello le parecía ahora tremendamente inútil. Y se abandonó al desaliento: dejó de salir, de acudir a conciertos y funciones… Cierto que papá siguió acariciando aún alguna esperanza sobre mi persona. Es típico de él, en realidad: no perder la esperanza hasta el último instante. Todavía ahora, de cuando en cuando, quizá una vez al año, me pide que toque; y, cuando lo hace, puedo ver que aún confía en mí, que se dice a sí mismo: «Esta vez…, ¡esta vez será diferente!» Pero, en cuanto acabo de tocar y le miro, vuelvo a verlo alicaído. Cierto que se esfuerza por que yo no lo advierta, pero lo intuyo claramente. Y, sin embargo, el que él no haya renunciado a creer que podré lograrlo significa mucho para mí.
Avanzábamos ahora a buena velocidad por una amplia avenida flanqueada por grandes edificios de oficinas. Y aunque había filas y filas de coches aparcados, el nuestro parecía ser el único vehículo en varios kilómetros a la redonda.
– ¿Fue idea de su padre que tocara usted el jueves por la noche? -pregunté.
– En efecto. ¡Ésa sí que es verdadera fe! Lo sugirió por primera vez hace seis meses. Hace casi dos años que no me ha oído tocar, pero muestra una auténtica confianza en mí. Por supuesto que me dejó libertad para negarme, pero me sentí tan conmovido ante tal muestra de fe en mí a pesar de tantas decepciones…, que accedí a hacerlo.
– Fue una decisión valiente. Espero que, además, resulte acertada.
– En realidad, señor Ryder, dije que sí también porque…, bueno, porque pienso que últimamente se ha producido en mí una especie de cambio radical. Quizá usted sepa a qué me refiero. Es como si algo en mi cabeza, algo que bloqueaba mis progresos…, algo parecido a un dique…, hubiera reventado de pronto permitiendo la irrupción de un espíritu completamente nuevo. No puedo explicarlo, pero el hecho es que ahora me considero a mí mismo un pianista notablemente mejor que cuando mi padre me oyó la ocasión anterior. Y por eso, cuando me preguntó si quería tocar el jueves por la noche, a pesar de mis nervios, accedí. Si me hubiera negado, no habría sido justo con él, después de la fe que ha depositado en mí. Esto no quiere decir que no me inquiete lo del jueves por la noche. Llevo tiempo trabajando duro en mi pieza y, lo confieso, estoy preocupado. Pero sé también que se me ofrece una oportunidad espléndida para sorprender a mis padres. Porque, ¿sabe?, siempre he tenido esa fantasía. Incluso cuando mi nivel era un auténtico desastre. La fantasía de haberme pasado meses encerrado en cualquier parte, ensayando día tras día, lejos de mis padres durante unos meses…, y volver un día a casa, inesperadamente…, quizá un domingo por la tarde…, cuando papá estuviera allí. Entraría por la puerta y, sin apenas decir una palabra de saludo, me acercaría al piano, levantaría la tapa y me pondría a tocar… Ni siquiera me habría quitado el abrigo… Y tocaría, tocaría sin parar. Bach, Chopin, Beethoven… Algo moderno, luego: Grebel, Kazan, Mullery… Una pieza, otra… Mis padres me habrían seguido al comedor y se quedarían mirándome, asombrados: aquello colmaría sus sueños más ambiciosos. Pero es que, además, para mayor estupefacción, se darían cuenta de que, a medida que tocaba, alcanzaba cotas más altas de perfección. Sublimes adagios rebosantes de sensibilidad. Asombrosos pasajes de apasionada bravura… Siempre mejor, mejor… Y allí estarían ellos, de pie en medio de la habitación, inmóviles; papá absorto, asiendo aún sin darse cuenta el periódico que acababa de estar leyendo, los dos atónitos. Concluiría con algún final espectacular y después me volvería a mirarlos y… bueno, jamás he podido imaginar con claridad lo que ocurriría después. Pero es un sueño que siempre he tenido desde mis trece o catorce años. Puede que el jueves por la noche no salga exactamente así, pero quizá sea algo cercano a mi sueño. Como le digo, noto que algo ha cambiado en mí, y estoy seguro de que estoy a punto de realizarlo. ¡Ah, señor Ryder! ¡Ya hemos llegado! Supongo que muy oportunamente para los periodistas que le aguardan.