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– Me estaba preguntando -dijo de pronto el hombre robusto- si seguirás o no en contacto con la vieja pandilla. Con Tom Edwards, por ejemplo. O con Chris Farleigh. O con aquellas dos chicas que vivían en la Granja Inundada.

Entonces caí en la cuenta de que el hombre robusto era Jonathan Parkhurst, a quien había tratado bastante en mis días de estudiante en Inglaterra.

– No -dije-. Desgraciadamente he perdido el contacto con la gente de aquel tiempo. Teniendo que pasarme la vida yendo de un país a otro, me ha resultado imposible seguir viéndola.

El hombre asintió con la cabeza, sin sonreír.

– Sí, supongo que es difícil -dijo-. Bien, a ti todos te recuerdan. Oh, sí. Cuando volví a Inglaterra el año pasado, me encontré con unos cuantos. Al parecer se reúnen una vez al año o algo así. A veces les envidio, pero en general me alegro de no haberme quedado atado a aquel grupo. Por eso vivo aquí; aquí puedo ser quien me apetezca, la gente no espera que haga el payaso todo el tiempo. Pero, ¿sabes?, cuando volvía de visita, cuando me encontraba con ellos en aquel pub, volvían a empezar de inmediato: «¡Eh, mirad al viejo Parkers!», decían a gritos. Siguen llamándome así, como si el tiempo no hubiera pasado en absoluto. «¡Parkers! ¡Es el viejo Parkers!» Y se ponían a lanzar aquella especie de rebuzno para darme la bienvenida. Oh, Dios, no puedes hacerte idea de lo horrible que era. Y me veía convirtiéndome otra vez en aquel payaso patético del que al venir aquí quise escapar; sí, y tenía esa sensación desde que empezaban a dedicarme aquel grito, aquella especie de rebuzno. La verdad es que era un pub bastante agradable, un típico pub inglés de la campiña, una chimenea de verdad, todos esos adornos de latón sobre el ladrillo visto, una vieja espada sobre la repisa de la chimenea, un patrón campechano que no para de decir cosas alegres…, eso hace que sienta nostalgia, lo echo en falta aquí, pero lo demás, Dios, me entran escalofríos con sólo pensarlo… Emitían aquella especie de rebuzno, y esperaban que fuera hasta su mesa dando brincos, haciendo el payaso una vez más… Y así toda la noche; mencionaban un nombre tras otro, no como si fueran a hablar de ellos, no, sino que volvían a lanzar esos rebuznos, o se echaban a reír nada más mencionar un nuevo nombre… O sea, mencionaban el nombre de Samantha, por ejemplo, y se echaban a reír y a lanzar vítores y a armar jaleo. Y luego decían otro nombre, Roger Peacock, por ejemplo, y se ponían a entonar como un sonsonete futbolístico. Era absolutamente horrible. Pero lo peor era que todos esperaban que me pusiera a hacer el payaso, y no podía hacer nada para evitarlo. Era como si les resultara totalmente impensable que hubiera podido convertirme en alguien distinto, y entonces yo empezaba con la misma historia, las voces chistosas, las muecas…, oh, sí, me di cuenta de que podía seguir haciéndolo perfectamente, como antaño… Supongo que no veían razón alguna para pensar que aquí no seguía haciéndolo. De hecho fue exactamente lo que uno de ellos dijo. Creo que fue Tom Edwards. En un momento de la velada, cuando todos estaban ya muy borrachos, me dio una fuerte palmada en la espalda y dijo: «¡Parkers! ¡Lo que deben de quererte allí, Parkers! ¡Parkers!» Supongo que fue después de que les brindara alguno de mis números; puede que les hubiera estado contando algo de la vida de esta ciudad y que estuviera parodiándolo, quién sabe… El caso es que eso es lo que dijo, y los demás reían y reían. Oh, sí, tuve un éxito tremendo. No dejaban de decirme lo mucho que me echaban de menos, lo divertido que era, oh, y hacía tanto tiempo que nadie me decía eso, tanto tiempo que nadie me recibía así, de un modo tan caluroso y amistoso… Y, sin embargo, ¿por qué diablos estaba haciendo todo aquello de nuevo? Me había jurado no volver a hacerlo, por eso me vine aquí. Incluso cuando iba hacia el pub me lo iba diciendo, incluso cuando iba acercándome por el camino; era una noche muy fría, con niebla, fría de verdad, y me iba diciendo que aquello había sido mucho tiempo atrás, que yo ya no era así, que iba a demostrarles cómo era en la actualidad, y me lo iba repitiendo una y otra vez para darme fuerza, pero en cuanto entré en el pub y vi aquel fuego tan acogedor y todos me dedicaron aquella especie de rebuzno a modo de bienvenida…, oh, aquí me había sentido tan solo… De acuerdo, aquí no tengo por qué hacer esas muecas ni impostar esas voces, pero al menos sé que la cosa sigue funcionando… Puede que fuera insoportable, pero seguía funcionando, todos me adoraban, mis viejos amigos de la universidad, los muy cabrones, seguro que piensan que sigo siendo así. Jamás se les pasaría por la cabeza que mis vecinos me tengan por ese inglés solemne, insulso… Cortés, se dicen, pero tan insulso. Muy solitario y muy insulso. Bien, al menos es mejor que volver a ser Parkers. Aquella especie de rebuzno…, oh, Dios, era nauseabundo. Pero no pude evitarlo, hacía tanto tiempo que no me veía rodeado de amigos como aquellos. ¿Y tú, Ryder? ¿No echas de menos aquellos tiempos a veces? ¿Incluso tú, con todo tu éxito? Oh, sí, es eso lo que quiero decirte. Tú puede que ya no te acuerdes bien de ellos, pero ellos se acuerdan perfectamente de ti. Al parecer, siempre que tienen esas pequeñas reuniones, dedican una parte de la velada a hablar de ti. Oh, sí, lo he visto con mis propios ojos. Primero mencionan un montón de nombres, no quieren sacarte a relucir de entrada, ¿sabes?, les gusta hacer una especie de preámbulo. Y de hecho hacen una pausa cuando fingen no dar con ningún nombre más de aquel tiempo. Pero al final alguien dice: «¿Y qué pasa con Ryder? ¿Alguien ha oído algo sobre él últimamente?» Y entonces todos explotan, lanzan el más horrible de los gritos, algo entre un abucheo y un vómito. Lo hacen todos juntos, varias veces, de veras, no hacen otra cosa durante el minuto que sigue a la mención de tu nombre. Y entonces se ríen a carcajadas, y luego se ponen a hacer como que tocan el piano, ya sabes, así… -Parkhurst adoptó una expresión altiva y se puso a tocar un teclado invisible con porte sobremanera exquisito-. Todos lo hacen, y luego vuelven a lanzar esos ruidos como de vómitos. Y al final empiezan a contar cosas, pequeñas anécdotas tuyas que recuerdan, y se nota que las conocen de sobra, que se las han contado unos a otros muchas veces, porque saben perfectamente cuándo volver a emitir esos ruidos odiosos, cuándo decir: «¿Sí? ¿No bromeas?», y así sucesivamente. Oh, se divierten de veras. La vez que estuve con ellos, alguien recordó la noche en que terminaron los exámenes, cuando todo el mundo se estaba ya poniendo a tono para la gran borrachera, y te vieron venir con semblante muy serio por la carretera, y te dijeron: «¡Venga, Ryder, ven a coger una buena curda con nosotros!», y al parecer tú replicaste…, y el que lo contaba ponía esta cara… -Parkhurst se transformó de nuevo en el ser altivo al que había remedado antes, y su voz adoptó un tono ridiculamente pomposo-: «Estoy demasiado ocupado. No puedo permitirme no practicar esta noche. ¡Llevo sin ensayar ya dos días por culpa de esos horribles exámenes!» Y todos lanzaron al unísono aquel ruido como de vómito, y se pusieron a hacer como que tocaban el piano en el aire, y es entonces cuando empezaron a… Bueno, no te contaré las otras cosas que llegaron a hacer, porque son bastante horrorosas. Son una pandilla odiosa, y la mayoría de ellos tan infelices, tan frustrados y llenos de ira…

Mientras Parkhurst hablaba me había venido a la memoria un retazo de mis días de estudiante, un recuerdo que por espacio de un instante me hizo sentirme muy sereno, hasta el punto de olvidar momentáneamente lo que Parkhurst me estaba contando. Recordé una hermosa mañana no muy diferente de la actual, en la que había estado sentado y relajado en un sofá, junto a una ventana soleada, en mi pequeño cuarto de la vieja granja que compartía con otros cuatro estudiantes. Tenía sobre el regazo la partitura de un concierto que había estado estudiando con indolencia durante la hora previa, y que pensaba seriamente abandonar para enfrascarme en la lectura de una de las novelas del siglo xix que había apiladas a mis pies, sobre el suelo de madera. La ventana estaba abierta, y entraba una suave brisa, y del exterior llegaban las voces de unos estudiantes que, sentados en la hierba sin cortar, discutían de filosofía o de poesía o de algún tema similar. En el cuartito había muy poco más que aquel sofá -tan sólo un colchón sobre el suelo y, en un rincón, una pequeña mesa y una silla de respaldo recto-, pero era un cuarto al que tenía mucho apego. Normalmente el suelo estaba lleno de los libros y revistas que solía hojear en aquellas largas tardes, y había dado en la costumbre de dejar la puerta entreabierta para que cualquiera que pasara pudiera entrar a charlar un rato. Cerré los ojos y durante unos instantes me invadió un intenso deseo de estar de nuevo en aquella granja, rodeado de campos abiertos y de compañeros que holgazaneaban sobre la alta hierba, y pasó cierto tiempo hasta que volví a tomar conciencia de lo que Parkhurst me estaba contando. Sólo entonces caí en la cuenta de que era precisamente de algunos de aquellos compañeros -cuyas caras se fundían unas con otras ahora en mi memoria, a quienes un día había acogido en mi cuarto al verlos asomar por la puerta entreabierta y con quienes solía pasar una o dos horas charlando de algún novelista o de algún guitarrista español- de quienes ahora me hablaba Parkhurst. Pero ni siquiera entonces -tal era el placer casi sensual que experimentaba allí recostado en el sofá de mimbre de la ventana salediza bañada por el sol de la señorita Collins- llegué a sentir más que una vaga y remota incomodidad en relación con las palabras de Parkhurst.

Parkhurst siguió hablando, y yo llevaba ya cierto tiempo sin prestar atención a lo que decía cuando me sobresalté ante un ruido que oí a mi espalda: alguien estaba tocando en el cristal de la ventana. Parkhurst parecía no querer oírlo, y siguió hablando, y también yo traté de pasarlo por alto, como a veces se hace con el despertador que nos importuna en medio de un sueño placentero. Pero el ruido persistía, y Parkhurst acabó por exlamar:

– Oh, santo cielo. Pero si es el tal Brodsky…

Abrí los ojos y miré por encima del hombro. En efecto, Brodsky en persona escrutaba intensamente a través de la ventana. La viva claridad de la calle, o quizá algo relacionado con su vista, parecía impedirle ver el interior de la salita. Aplastaba la cara contra el cristal, y se cubría los ojos a modo de visera con ambas manos, pero todo parecía indicar que no alcanzaba a vernos, y pensé que quizá tocaba en el cristal creyendo que era la propia señorita Collins quien estaba en la salita.

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