– Perdona. Sé que has trabajado mucho para preparar todo esto. Pero se ha hecho tarde. Mañana tengo una mañana ocupadísima.
Sophie suspiró con expresión decepcionada.
– Lo siento -dijo al final-. La velada no ha sido lo que se dice un éxito. Lo siento.
– No te preocupes. No es culpa tuya. Todos estamos muy cansados. Bueno, creo que tendré que irme.
Sophie me abrió la puerta con expresión sombría, y me dijo que me llamaría por la mañana.
Pasé varios minutos vagando por las calles desiertas, tratando de recordar el camino de vuelta hacia el hotel. Al final salí a una calle que recordaba, y empecé a disfrutar de la quietud de la noche y de la oportunidad de quedarme a solas con mis pensamientos y con el sonido de mis pasos. No pasó mucho tiempo, sin embargo, sin que volviera a sentir cierto pesar por el modo en que había acabado la velada. Pero el hecho era que, además de otras muchas cosas, Sophie había conseguido reducir al caos mi cuidadosamente planeada agenda. Y allí estaba yo en medio de la calle, a punto de apurar mi segundo día en la ciudad y no habiendo logrado sino el más superficial de los conocimientos de la crisis que se esperaba que evaluara. Recordé que me había sido imposible incluso asistir a la cita con la condesa y el alcalde, en el curso de la cual habría tenido finalmente la oportunidad de oír algo de la música de Brodsky. Aún me quedaba, claro está, tiempo más que suficiente para recuperar el terreno perdido, amén de que varias importantes reuniones por celebrar -como la que mantendría con el Grupo Ciudadano de Ayuda Mutua- acabarían por brindarme un cuadro mucho más completo de la situación de la ciudad. De todos modos, no había ninguna duda de que me había visto sometido a una presión considerable, y Sophie no podía quejarse si al final de la velada el mío no había sido el más relajado de los estados de ánimo.
Mientras rumiaba estos pensamientos había estado cruzando un puente de piedra. Hice una pausa para mirar el agua y las hileras de farolas que flanqueaban las orillas, y me vino a la cabeza que aún me quedaba la opción de aceptar la invitación de visitar a la señorita Collins. Ella, en efecto, había insinuado que se hallaba en una posición única para prestarme ayuda, y ahora, viéndome con el tiempo cada vez más limitado, pensé que una buena charla con ella podría facilitarme grandemente las cosas, al proporcionarme la información que yo mismo habría logrado reunir si Sophie no hubiera aparecido en escena. Pensé de nuevo en la sala de la señorita Collins, en las colgaduras de terciopelo y el gastado mobiliario, y sentí un intenso deseo de estar allí en aquel instante. Reanudé la marcha sobre el puente y salí a una calle oscura, resuelto a visitar a la señorita Collins en cuanto se me presentara la oportunidad a la mañana siguiente.