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Llevábamos ya un rato en el tranvía cuando advertí cierto revuelo a mi alrededor y vi que la revisora se acercaba por el pasillo. Supuse que mis compañeros me habrían pagado el billete, pues yo no lo había hecho. Cuando miré por encima del hombro vi que la revisora, una mujer menuda cuyo feo y negro uniforme no lograba disimular por completo su atractiva figura, se hallaba ya muy cerca de mi asiento. La gente, en torno a mí, sacaba billetes y bonos. Reprimiendo un sentimiento de pánico, me puse a pensar algo que decir que sonara a un tiempo digno y convincente.

La revisora estaba ya encima de nosotros, y mis vecinos le tendieron sus billetes. La revisora los estaba ya picando cuando anuncié con firmeza:

– Yo no tengo billete, pero en mi caso concurren circunstancias especiales que, si me permite, pasaré a explicarle.

La revisora se quedó mirándome, y luego dijo:

– Una cosa es no tener billete. Pero, ¿sabes?, anoche me dejaste en la estacada.

En cuanto dijo aquello, la reconocí. Era Fiona Roberts, una chica de la escuela primaria de mi pueblo, en Worcestershire, con la que me había unido una amistad muy especial cuando yo tenía unos nueve años. Vivía cerca de casa, un poco más allá del camino, en una casita muy parecida a la nuestra, y yo solía llegarme hasta allí para pasar la tarde jugando con ella, sobre todo en la época difícil que precedió a nuestra partida para Manchester. No la había vuelto a ver desde entonces, y me quedé estupefacto ante su actitud reprobadora.

– Ah, sí -dije-. Anoche. Sí.

Fiona Roberts siguió mirándome. Tal vez tuvo que ver con la expresión de reproche que vi en su cara, pero de pronto me sorprendí recordando una tarde de nuestra niñez en que los dos habíamos estado sentados juntos debajo de la mesa del comedor de su casa. Como de costumbre, habíamos creado nuestro «escondite» poniendo mantas y cortinas que colgaban por los lados de la mesa. Aquella tarde había sido soleada y calurosa, pero nosotros persistimos en permanecer en nuestro «escondite», en el calor cargado y la casi total oscuridad. Le había estado diciendo algo a Fiona, sin duda extendiéndome en exceso y con talante disgustado. Ella había intentado interrumpirme en más de una ocasión, pero yo había continuado sin hacerle caso. Por fin, cuando hube terminado, me había dicho:

– Eso es una tontería. Así acabarás quedándote solo. Te sentirás muy solo.

– No me importa -dije-. Me gusta estar solo. -Otra vez dices tonterías. A nadie le gusta estar solo. Yo voy a tener una gran familia. Cinco hijos como mínimo. Y les voy a hacer una cena estupenda cada noche. -Luego, al ver que yo no respondía, volvió a decir-: Estás diciendo tonterías. A nadie le gusta estar solo.

– A mí. A mí me gusta. -¿Cómo puede gustarte estar solo? -Pues me gusta. A mí me gusta.

De hecho, al afirmarlo, había sentido cierta convicción. Porque hacía ya varios meses que había dado comienzo a mis «sesiones de adiestramiento». Sí, en efecto, mi particular obsesión debió de alcanzar su cénit por aquella época.

Mis «sesiones de adiestramiento» habían empezado sin la menor premeditación, de forma espontánea. Estaba jugando en el camino una tarde gris -absorto en alguna fantasía, entrando y saliendo de una acequia seca que discurría entre una hilera de álamos y un campo- cuando de pronto me invadió el pánico y sentí la necesidad de buscar la compañía de mis padres. Nuestra casita no estaba lejos, podía ver la parte trasera al otro lado del campo, y sin embargo el pánico se apoderó de mí rápidamente y me sentí abrumado por la urgencia de correr a casa como un loco a través de las enmarañadas hierbas del campo. Pero por alguna razón que desconozco -quizá asocié aquella sensación con una eventual inmadurez para mi edad- no lo hice, y me forcé a demorar la huida. En mi mente no cabía duda alguna de que, muy pronto, acabaría por echar a correr a través del campo. Sólo era cuestión de resistir un poco, de forzar mi voluntad durante unos segundos más. La extraña mezcla de miedo y exaltación gozosa que experimenté mientras seguí allí de pie, paralizado en la acequia seca, habría de llegar a conocerla bien en las semanas que siguieron. Porque mis «sesiones de adiestramiento» se convirtieron en algo habitual e importante en mi vida. Con el tiempo adquirieron cierto ritual, en virtud del cual, cada vez que detectaba la menor señal de apremiante urgencia por volver a casa, me obligaba a llegar a un punto concreto del camino, bajo un gran roble, donde permanecía de pie unos minutos luchando contra mis emociones. A menudo decidía que ya había aguantado bastante, que podía ya marcharme, y entonces me retenía de nuevo, me forzaba a seguir bajo aquel árbol unos segundos más. Y en tales ocasiones el creciente pánico llevaba aparejada una extraña emoción, una sensación que quizá explicaba la especie de hechizo compulsivo que aquellas «sesiones de adiestramiento» acabaron ejerciendo sobre mi persona.

– Pero lo sabes, ¿no? -me había dicho Fiona aquella tarde, con la cara casi pegada a la mía en la oscuridad-. Cuando te cases no tiene por qué ser como lo de tu padre y tu madre. No va a ser como eso en absoluto. Los maridos y las esposas no tienen por qué estar discutiendo todo el tiempo. Sólo discuten cuando…, cuando suceden ciertas cosas.

– ¿Qué cosas?

Fiona se quedó callada unos instantes. Iba yo a repetir la pregunta, esta vez con mayor agresividad, cuando ella dijo con deliberación:

– Tus padres, por ejemplo. No discuten así porque no se lleven bien. ¿No lo sabes? ¿No sabes por qué se pasan todo el tiempo discutiendo?

Entonces llegó del exterior del «escondite» una voz airada, y Fiona salió de él precipitadamente. Y, mientras yo seguía escondido en la oscuridad de debajo de la mesa, alcancé a entreoír cómo Fiona y su madre discutían en la cocina en voz baja. En un momento dado oí que Fiona repetía en tono dolido:

– ¿Por qué no? ¿Por qué no puedo decírselo? Todo el mundo lo sabe.

Y que su madre le respondía en voz baja:

– Es más pequeño que tú. Es demasiado niño. No debes decírselo.

Mis recuerdos llegaron a su fin cuando oí que Fiona Roberts, que se había acercado a mí un par de pasos, me decía:

– Esperé hasta las diez y media. Y entonces le dije a todo el mundo que se pusiera a comer. Estaban muertos de hambre.

– Ya, claro. Lógicamente. -Lancé una débil risa y miré en torno-. Las diez y media. Sí, a esa hora la gente suele tener hambre…

– Y a esa hora era obvio que no ibas a venir. Nadie se creía ya nada de nada.

– Ya. Supongo que a esa hora…, era inevitable…

– Al principio todo iba de perlas -continuó Fiona Roberts-. Nunca había organizado nada parecido, pero todo iba muy bien. Estaban todas: Inge, Trude, todas… Allí en mi apartamento. Yo estaba un poco nerviosa, pero la cosa iba muy bien y me sentía realmente entusiasmada. Algunas de las mujeres esperaban con tanta expectación la velada…, incluso habían traído carpetas llenas de recortes y de fotos. Fue como a las nueve cuando empecé a sentir cierta inquietud, cuando por primera vez se me ocurrió pensar que tal vez no vendrías. Seguí entrando y saliendo de la sala, sirviendo más café, rellenando los boles de aperitivo, tratando de que las cosas siguieran como hasta entonces. Vi que mis invitadas empezaban a cuchichear, pero seguía pensando que, bueno, aún podías llegar, probablemente te había detenido el tráfico en alguna parte. Entonces se fue haciendo más y más tarde, y al final todas charlaban y cuchicheaban bastante a las claras. Ya sabes, hasta cuando yo estaba en la sala. ¡En mi propio apartamento! Fue entonces cuando les dije que empezaran a cenar. Quería que se marcharan cuanto antes. Así que se sentaron y se pusieron a comer; les había preparado esas pequeñas tortillas francesas… E incluso mientras estaban comiendo, algunas de ellas, como la tal Ulrike, se permitían los cuchicheos y las risitas solapadas. Pero, ¿sabes?, en cierto modo prefería a las que se reían disimuladamente. Las prefería a las otras, como la tal Trude, que fingía sentirlo tanto por mí, y que se esforzaba por mostrarse amable hasta el final… ¡Oh, cómo odio a esa mujer! Al despedirse, la miraba y sabía lo que estaba pensando: «Pobrecilla. Vive en un mundo de fantasía. Tendríamos que haberlo imaginado.» Oh, las odio a todas. Y me desprecio a mí misma por haber llegado a tener relación con ellas. Pero, ya ves, llevaba viviendo en la urbanización cuatro años, y no había hecho ni un solo amigo de verdad, y me sentía tan sola… Esas mujeres, las que estaban en mi apartamento anoche, llevaban siglos sin dignarse a tener nada que ver conmigo. Se consideran la élite de la urbanización. Se llaman a sí mismas la Fundación Cultural y Artística de Mujeres. Qué estupidez. No es una fundación ni por asomo, pero a ellas les suena a muy importante. Cuando se organiza algo en la ciudad, les encanta ocuparse de esto y de lo otro. Cuando vino el Ballet de Pekín, por ejemplo, hicieron todas las banderas para la ceremonia de bienvenida. En fin, se consideran muy «selectas», y hasta hace muy poco no querían saber nada de gente como yo. La tal Inge ni siquiera me saludaba cuando me veía por la urbanización. Pero todo cambió, claro, cuando corrió la voz. Me refiero a cuando se supo que te conocía. No sé cómo se enterarían, porque yo no voy por ahí alardeando de ello. Supongo que debí de mencionárselo a alguien. Bueno, el caso es que, como podrás imaginar, eso lo cambió todo. La propia Inge me paró un día hace unos meses, cuando nos cruzamos en las escaleras, y me invitó a una de sus reuniones. Yo no tenía ganas de relacionarme con ellas, pero acabé yendo, supongo que pensando que por fin se me presentaba la ocasión de hacer amigas…, no estoy segura. Bien, pues desde el principio mismo, algunas de ellas, Inge y Trude, por ejemplo, no sabían muy bien si creerse o no lo de mi vieja amistad contigo. Pero al final prefirieron creerme porque la idea las hacía sentirse bien, supongo. Lo de cuidar a tus padres y demás no fue idea mía, pero como es lógico influyó mucho en ello el hecho de que yo te conociera. Cuando llegó la noticia de que vendrías a la ciudad, Inge fue a ver al señor Von Braun y le dijo que ahora, tras la visita del Ballet de Pekín, la Fundación se hallaba en situación de acometer algo realmente importante, y que, en cualquier caso, una de las integrantes del grupo era una vieja amiga tuya. Y ese tipo de cosas. Así pues, la Fundación consiguió que le fuera encomendado el cuidado de tus padres durante su estancia en la ciudad, y aunque todas las del grupo, faltaría más, estaban que no cabían en sí de gozo, algunas tenían los nervios de punta ante semejante responsabilidad. Pero Inge las tranquilizó diciendo que no era ni más ni menos que lo que todas merecíamos. Y seguimos celebrando nuestras reuniones, en las que cada una proponía ideas sobre cómo agasajar a tus padres. Inge nos dijo, me apenó mucho oírlo, que ninguno de los dos está muy bien en la actualidad, por lo que la mayoría de las cosas normales, como las visitas turísticas a la ciudad y demás, debían quedar descartadas. Pero había montones de ideas más, y todo el mundo empezaba a entusiasmarse con los planes posibles. Entonces, en la última reunión, alguien dijo que, bueno, que por qué no te pedían que vinieras personalmente a conocernos. A hablar de lo que les gustaría hacer a tus padres. Se hizo un silencio sepulcral. Y finalmente Inge dijo: «¿Por qué no? Estamos en una situación inmejorable para invitarle.» Y todas se pusieron a mirarme. Así que por fin dije: «Bien, supongo que va a estar muy ocupado, pero si queréis podría pedírselo.» Y cuando lo dije vi el entusiasmo que despertaba en ellas la idea. Luego, cuando llegó tu respuesta, me convertí en una princesa, me trataban con tal consideración, me sonreían y me hacían tantas carantoñas cada vez que se encontraban conmigo en cualquier parte… Empezaron a traerme regalos para los niños, a ofrecerse a hacerme esto y lo otro… Te puedes imaginar cómo cayó anoche el que no vinieras…

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