Puso en marcha el coche y pronto nos vimos descendiendo por una carretera muy inclinada y llena de curvas. Christoff, que parecía conocer muy bien la carretera, tomaba con gran seguridad las cerradas curvas. A medida que descendíamos la carretera se hacía menos empinada y los chalets de los que había hablado -precariamente encaramados en el terreno algunos de ellos- empezaron a aparecer a ambos lados del asfalto. Al final me volví a Christoff y dije:
– Señor Christoff, he esperado con vivo anhelo este almuerzo con usted y sus amigos. Deseaba oír su versión de las cosas. Sin embargo, esta mañana me han surgido varios asuntos por completo inesperados, y en consecuencia me espera una jornada harto atareada. De hecho, ahora mismo…
– Señor Ryder, por favor, no tiene que explicarme nada. Sabíamos desde el principio lo ocupado que iba a estar, así que todos los asistentes al almuerzo, se lo aseguro, se mostrarán enormemente comprensivos al respecto. Si se marcha usted a la hora y media, o incluso a la hora de su llegada, le puedo asegurar que nadie se ofenderá en lo más mínimo. Son gente estupenda, la única en la ciudad capaz de pensar y sentir a tal nivel. Sea cual fuere el resultado de la reunión, señor Ryder, estoy seguro de que le agradará haberles conocido. Aún me acuerdo de cuando muchos de ellos eran jóvenes y vehementes. Son un grupo estupendo. Puedo responder por cada uno de ellos. Supongo que hubo un tiempo en que se consideraron mis protegidos. Me siguen respetando enormemente, pero hoy somos colegas, amigos, o acaso algo más profundo. Estos últimos años nos han unido aún más. Hay unos cuantos, como es lógico, que me han abandonado. Es inevitable. Pero los que han permanecido a mi lado, oh, Dios, lo han hecho de forma inquebrantable. Estoy orgulloso de ellos. Los quiero entrañablemente. Constituyen la esperanza mejor de esta ciudad, pese a que no se les permitirá ejercer la más mínima influencia durante un tiempo. Ah, señor Ryder, enseguida vamos a pasar por el chalet del que le he hablado. Está detrás de esa curva. Aparecerá por su lado.
Calló, y cuando le miré, advertí que se hallaba al borde de las lágrimas. Sentí una oleada de comprensión solidaria, y le dije con voz suave:
– Uno nunca sabe lo que el futuro puede depararle, señor Christoff. Quizá usted y su mujer encuentren un chalet muy parecido a éste algún día. Si no aquí, en otra ciudad.
Christoff sacudió la cabeza.
– Sé que está tratando de ser amable, señor Ryder. Pero de nada sirve ya. Entre Rosa y yo todo ha terminado. Va a dejarme. Lo sé desde hace algún tiempo. De hecho toda la ciudad lo sabe. Seguro que ha oído usted algún cotilleo al respecto.
– Bueno, supongo que sí, que algo he oído…
– Estoy seguro de que circulan montones de habladurías sobre ello… Ahora ya no me importa gran cosa. Lo esencial es que Rosa me dejará muy pronto. No va a tolerar por mucho tiempo seguir casada conmigo después de todo lo que ha pasado. Pero no debe hacerse usted una idea equivocada. Al cabo de los años hemos llegado a amarnos, hemos llegado a amarnos mucho. Pero, ¿sabe?, entre nosotros siempre medió un acuerdo, desde el primer día. Ah, ahí lo tiene, señor Ryder. A su derecha. Rosa solía ir sentada donde ahora se sienta usted, y pasábamos ante él muy despacio. Una vez íbamos tan despacio, tan absortos en su contemplación, que por poco chocamos con un vehículo que subía por la colina. Pues sí, siempre tuvimos un acuerdo. Mientras yo gozara del prestigio del que gozaba en esta comunidad, ella podría amarme. Oh, sí, me amaba, me amaba genuinamente. Puedo decirlo con absoluta convicción. Porque verá, señor Ryder, para Rosa nada hay en la vida más importante que estar casada con alguien con la posición que yo tenía entonces. Tal vez pueda parecerle a usted superficial de su parte. Pero no debe interpretarla mal. A su modo, de la forma en que ella sabía, me amaba profundamente. En cualquier caso, es una necedad pensar que la gente se sigue amando suceda lo que suceda. En el caso de Rosa, bueno, dada su forma de ser, sólo es capaz de amarme en ciertas circunstancias. Y ello no hace su amor por mí menos real.
Christoff, claramente absorto en sus pensamientos, volvió a guardar silencio. La carretera describía una morosa curva, y a través de mi ventanilla pude gozar de una amplia vista del valle. Miré hacia abajo y pude divisar lo que parecía una zona residencial de grandes y lujosas casas, todas ellas en parcelas de unos cinco mil metros cuadrados.
– Estaba recordando -dijo Christoff- la primera vez que vine a esta ciudad. cuán excitados estaban todos. Y cómo Rosa vino hasta mí por vez primera en el Edificio de las Artes. -Volvió a quedarse en silencio, y al poco prosiguió-: ¿Sabe?, en aquel tiempo yo ya no me hacía ideas fantasiosas acerca de mí mismo. Para entonces ya había aceptado el hecho de no ser ningún genio. De estar muy lejos de serlo. Mi carrera no había estado mal, pero habían sucedido una serie de cosas que me habían forzado a ver mis limitaciones. Cuando vine a esta ciudad, mi plan era vivir apaciblemente (disfruto de una pequeña renta) y quizá dar unas clases o algo por el estilo. Pero la gente de aquí parecía apreciar tanto mis pequeños talentos… ¡Se sentía tan feliz de que yo hubiera venido! Y al cabo de un tiempo empecé a pensar. Después de todo, había trabajado duro, muy duro, para tratar de adaptarme a los métodos de la música moderna. Sabía bastante al respecto. Miré a mi alrededor y pensé, bueno, sí, podría aportar algo a esta ciudad. En aquel entonces, estando como estaban las cosas, vi que podía hacer algo por ella. Vi el modo en que podía hacer un bien real. En fin, señor Ryder, al cabo de todos estos años tengo la firme convicción de que mi labor fue verdaderamente valiosa. Lo creo sinceramente. No se trata de que mis protegidos, bueno, debería decir mis colegas, mis amigos, a quienes usted conocerá muy pronto, hayan hecho que lo crea. No, lo creo yo, y lo creo firmemente. Hice algo valioso aquí. Pero ya sabe cómo son las cosas. Una ciudad como ésta. Tarde o temprano las cosas empiezan a ir mal en las vidas de la gente. El descontento germina en ellas. Y la soledad. Y la gente como ésta, que no entiende casi nada de música, se dice a sí misma, oh, debemos de haberlo hecho todo mal. Hagamos lo diametralmente contrario. ¡Esas acusaciones que me hacen! Dicen que en mi modo de enfocar la música prima lo mecánico, que ahogo la emoción natural. ¡Cuan poco entienden! Como vamos a demostrarle en breve, señor Ryder, lo único que hice fue introducir un enfoque, un sistema capaz de hacer que gente como ésta pudiera iniciarse de algún modo en autores como Kazan y Mullery. Un mero modo de descubrir sentido y valor en ese tipo de obras. Le aseguro, señor, que cuando llegué a esta ciudad la gente pedía a gritos exactamente esto. Cierto orden, cierto sistema que ellos pudieran comprender. La gente veía que esa música estaba fuera de su alcance, que sus conocimientos no bastaban. Tenía miedo, sentía que las cosas escapaban a su control. Guardo en mi poder documentos; se lo mostraré todo muy pronto. Entonces verá, sin ningún género de duda, cuán errados están todos en su actual consenso. Muy bien, soy una mediocridad, no lo niego. Pero verá que siempre me he mantenido en el buen camino. Que lo poco que yo hice fue tan sólo un comienzo, una aportación útil. Y que lo que se necesita ahora (espero que lo vea, señor Ryder; si al menos usted lo viera, quizá no todo estaría perdido para esta ciudad), que lo que se necesita ahora es que alguien, alguien con más talento que yo, de acuerdo…, alguien que continúe la labor, que construya sobre los cimientos que yo he puesto. Hice una aportación, señor Ryder. Tengo la prueba, y se la mostraré en cuanto lleguemos.
Habíamos entrado en una autopista. La calzada era ancha y recta. Ante ella se abría un vasto espacio de cielo. Frente a nosotros, en la lejanía, vi dos pesados camiones que circulaban por el carril lento. A excepción de ellos, la autopista estaba prácticamente vacía.
– Espero que no piense -dijo Christoff al cabo de unos instantes- que el traerle hoy a este almuerzo sólo es una estratagema para recuperar mi preeminencia en la ciudad. Soy perfectamente consciente de que mi posición personal no admite vuelta atrás. Además, ya no me queda nada que dar. Lo he dado todo, todo lo que tenía; se lo he dado todo a esta ciudad. Quiero marcharme a alguna parte, muy lejos, a algún lugar tranquilo, yo solo, y olvidarme para siempre de la música. Mis protegidos, por supuesto, se quedarán desolados cuando me vaya. Aún no han aceptado la idea. Quieren que me quede y luche. Una palabra mía, y se pondrían manos a la obra, harían todo lo imaginable, incluso ir de puerta en puerta. Les he dicho cómo están las cosas, se lo he explicado con toda franqueza, pero ellos siguen sin aceptarlo. Les resulta tan difícil… Me han venerado durante tanto tiempo… Encontraban sentido a las cosas a través de mí. Se quedarán anonadados. Pero no importa: esto tiene que terminar. Quiero que termine. Todo, hasta Rosa. Cada minuto de nuestro matrimonio ha sido para mí precioso, señor Ryder. Pero saber que ha de acabar, aunque sin saber bien cuándo… Ha sido terrible. Quiero que todo termine ahora mismo. Quiero bien a Rosa. Espero que encuentre a alguien, a alguien de la talla adecuada. Sólo espero que tenga el buen juicio de mirar más allá de esta ciudad. Esta ciudad no puede proporcionarle el perfil humano que ella necesita en un marido. Nadie aquí entiende la música lo bastante. ¡Ah, si yo tuviera su talento, señor Ryder…! Rosa y yo envejeceríamos juntos…
El cielo se había encapotado. El tráfico seguía siendo escaso, y de cuando en cuando teníamos que adelantar a camiones de transporte de larga distancia antes de poder volver a pisar el acelerador. Surgieron densos bosques a ambos lados del asfalto, que al final dieron paso a vastas extensiones llanas de tierra de labrantío. El cansancio de los últimos días empezó a vencer mi resistencia física, y mientras contemplaba cómo se iba desplegando ante nosotros la autopista me resultaba difícil resistirme al apremio de echar una cabezada. Entonces oí la voz de Christoff que me decía:
– Hemos llegado.
Y abrí los ojos de nuevo.