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Seguí a Christoff hacia la parte de atrás del edificio blanco. Allí el viento no era tan fuerte, y del muro de ladrillo salía un montón de tuberías que emitían un zumbido grave. Christoff siguió andando hacia el borde de la colina, en dirección a un punto marcado por dos postes de madera. Imaginé que detrás de los postes se abriría una pendiente muy pronunciada, pero al llegar a ellos miré hacia abajo y vi que una larga y deteriorada escalera de piedra descendía vertiginosa por la ladera de la colina. La escalera, abajo, daba a una carretera asfaltada donde divisé la forma de un coche negro que -supuse- nos estaba esperando.

– Después de usted, señor Ryder -dijo Christoff-. Por favor, baje a su ritmo. No hay prisa.

Sin embargo, vi que volvía a mirar el reloj con expresión inquieta.

– Siento que se nos haya hecho tarde -dije-. La sesión fotográfica nos ha llevado más de lo que esperábamos.

– No se preocupe, señor Ryder. Seguro que llegamos a tiempo. Después de usted, haga el favor.

Al iniciar el descenso sentí un poco de vértigo. No había barandilla en ninguno de los lados, y hube de concentrarme intensamente para no dar un mal paso en un escalón y caer rodando por la ladera. Pero, afortunadamente, el viento había amainado y al cabo de unos instantes me vi ganando confianza -no había gran diferencia con el descenso por cualquier otra escalera-, hasta el punto de que de cuando en cuando apartaba por completo la vista de mis pies para echar un vistazo al panorama que se ofrecía ante nuestros ojos.

El cielo seguía encapotado, pero el sol empezaba a abrirse paso a través de las nubes. La carretera en la que esperaba el coche -pude ver ahora- se hallaba sobre una meseta. Más allá de ella la colina continuaba su descenso a través de un vasto arbolado. Más abajo aún, pude ver campos que se extendían en todas direcciones hasta perderse en la lejanía, y, de un modo difuso, sobre el horizonte, la silueta de la ciudad recortada contra el cielo.

Christoff me seguía de cerca. Durante los primeros minutos de descenso, quizá consciente de mi nerviosismo ante lo empinado de la escalera, tuvo a bien no despegar los labios. Pero en cuanto vio que yo bajaba a buen ritmo, suspiró y dijo:

– Esos bosques, señor Ryder… Allá, a su derecha. Son los bosques de Werdenberger. Mucha de la gente más acaudalada de la ciudad tiene un chalet en la zona. Los bosques de Werdenberger son enormemente atractivos. Están a apenas un breve trayecto en coche, y sin embargo te sientes tan lejos de todo cuando estás en ellos… Cuando bajemos por la ladera en el coche, podrá ver los chalets. Algunos están como colgados en el borde de pequeños precipicios. Las vistas tienen que ser realmente asombrosas. A Rosa le habría encantado tener uno de esos chalets. De hecho teníamos uno en mente; se lo mostraré cuando pasemos por delante. Es uno de los más modestos, pero tan bonito como el que más. El propietario actual apenas lo utiliza; no más de dos o tres semanas al año. Si le hiciera una buena oferta, seguro que la consideraba seriamente. Pero ya no tiene sentido pensar en ello. Todo eso ha terminado.

Calló unos instantes. Luego su voz volvió a sonar a mi espalda.

– No es nada extraordinario. Rosa y yo ni siquiera hemos visto el interior. Pero hemos pasado ante él tantas veces que nos imaginamos perfectamente cómo es. Se asienta sobre un pequeño promontorio, junto a un declive abrupto del terreno: oh, da la sensación de estar suspendido en lo alto del cielo. Ves nubes desde todas las ventanas cuando vas pasando de cuarto a cuarto. Rosa se había enamorado de esa casa. Solíamos pasar por delante de ella muy despacio, y a veces parábamos el coche y nos quedábamos mirándola, imaginando cómo sería por dentro, visualizando las habitaciones una a una. Bien, ya le digo, todo es ya agua pasada. De nada sirve recrearse en ello. En cualquier caso, señor Ryder, usted no nos ha concedido su precioso tiempo para oír esto. Debe perdonarme. Volvamos a asuntos más importantes. Le estamos inmensamente agradecidos por haber accedido a venir a hablar con nosotros. ¡Qué drástico contraste con esa gente, con esos hombres que afirman dirigir esta comunidad! En tres ocasiones diferentes les hemos invitado a asistir a uno de nuestros almuerzos, a venir a discutir los asuntos que nos conciernen, como usted está a punto de hacer en este momento. Pero ellos ni siquiera se han dignado a considerar la idea. ¡Ni un solo segundo! Son demasiado orgullosos. Todos ellos. Von Winterstein, la condesa, Von Braun, todos ellos. Y la razón es que se sienten inseguros. En el fondo de su corazón saben que no entienden nada, y por eso se niegan a tener una discusión como es debido con nosotros. Tres veces les hemos invitado, y las tres veces se han negado rotundamente. Pero de todos modos habría sido un esfuerzo inútil. No habrían entendido ni la mitad de lo que estamos diciendo.

Me quedé de nuevo en silencio. Sentí que debía hacer algún comentario, pero pensé que sólo lograría hacerme oír si le gritaba por encima del hombro, y no estaba dispuesto a arriesgarme a apartar los ojos de los escalones. Durante los minutos que siguieron, pues, continuamos el descenso en silencio, mientras la respiración de Christoff se hacía más y más trabajosa a mi espalda. Al poco le oí decir:

– Diré, si he de ser justo, que la culpa no es suya. Hoy las formas modernas se han hecho muy complejas. Kazan, Mullery, Yoshimoto… Incluso para un músico como yo, hoy se ha vuelto difícil, muy difícil. La gente como Von Winterstein, como la condesa, ¿cómo iban a poder ponerse al día? Son territorios fuera de su alcance. Para ellos se trata sólo de ruido, de un torbellino de extraños compases. Con el paso de los años quizá se han convencido a sí mismos de que «oyen» algo en esa música, ciertas emociones, cierto sentido. Pero la verdad es que no han encontrado en ella nada en absoluto. Está fuera de su alcance. Jamás llegarán a entender cómo funciona la música moderna. En un tiempo eran Mozart, Bach, Chaikovski… Hasta el hombre de la calle sería capaz de emitir un juicio razonable sobre ese tipo de música. ¡Pero las formas modernas! ¿Cómo podría esa gente, gente sin preparación, provinciana, llegar a entender esas cosas, por mucho sentido del deber para con la comunidad que tuvieran? No, imposible, señor Ryder. No saben distinguir entre una cadencia «interrumpida» y un motivo inconcluso. O entre una armadura de tiempo fracturado y una secuencia de compases de silencio. ¡Y ahora interpretan mal toda la situación! ¡Quieren que las cosas den un giro de ciento ochenta grados! Señor Ryder, si se siente cansado podemos tomarnos un pequeño descanso.

De hecho yo ya me había parado unos segundos, porque un pájaro había revoloteado peligrosamente cerca de mi cara y casi me había hecho perder el equilibrio.

– No, no, estoy bien -le grité, reanudando el descenso.

– Estos escalones están demasiado mugrientos para que nos sentemos. Pero si quiere podemos hacer un alto y descansar de pie.

– No, de verdad, gracias. Estoy bien.

Seguimos bajando en silencio durante unos minutos. Y al cabo Christoff dijo:

– En mis momentos de mayor desapego, hasta me dan pena. No les culpo. Después de todo lo que han hecho, después de todo lo que han dicho de mí, hay veces en que veo la situación objetivamente. Y me digo: no, en realidad no es culpa suya. No es culpa suya que la música se haya hecho tan difícil y complicada. No es razonable esperar que en un lugar como éste haya alguien capaz de comprenderla. Y sin embargo esa gente, esos líderes cívicos han de hacer creer que saben lo que están haciendo. Así que se repiten ciertas cosas a sí mismos, y al cabo de un tiempo empiezan a creerse autoridades. Ya ve, en sitios como éste no hay nadie que les contradiga. Por favor, vaya con cuidado con los siguientes escalones, señor Ryder. Están un poco desmenuzados por las esquinas.

Descendí unos cuantos escalones con sumo cuidado. Luego, cuando volví a mirar hacia adelante, vi que no nos faltaba mucho para llegar abajo.

– Pero habría sido inútil -dijo la voz de Christoff a mi espalda-. Aunque hubieran aceptado nuestra invitación, habría sido inútil. No habrían entendido de la misa la media. Usted, señor Ryder, usted al menos entiende nuestros argumentos. Aunque no lográramos convencerle, usted, estoy seguro, saldría de la reunión con cierto respeto por nuestra postura. Pero, claro, esperamos convencerle. Convencerle de que, con independencia de cuál vaya a ser mi suerte personal, el actual rumbo ha de mantenerse a toda costa. Sí, usted es un músico brillante, uno de los más dotados hoy en activo en todo el mundo. Pero hasta un experto de su talla necesita aplicar su saber a las condiciones concretas de un lugar determinado. Cada comunidad posee su propia historia, sus propias necesidades concretas. La gente que en breve voy a presentarle, señor Ryder, se cuenta entre los pocos, los muy pocos en esta ciudad que uno podría calificar de intelectuales. Se han tomado la molestia de analizar las particulares condiciones actuales de esta urbe, y, lo que es más, tienen cierta idea, a diferencia de Von Winterstein y otros como él, de cómo «funcionan» las formas modernas. Con su ayuda, y del modo más civilizado y respetuoso, naturalmente, espero persuadirle, señor Ryder, de que modifique su actual postura. Ni que decir tiene que todos los que va a conocer sienten el mayor de los respetos por usted y por todo lo que usted defiende. Pero creemos que, pese a su penetrante perspicacia, es posible que existan ciertos aspectos de la situación de esta ciudad que usted aún no haya captado cabalmente. Bien, ya hemos llegado.

En realidad faltaban aún unos veinte escalones para llegar a la carretera. Christoff permaneció en silencio durante este último tramo. Y yo me sentí aliviado, porque sus últimas manifestaciones habían empezado a molestarme. Su insinuación de que yo más o menos ignoraba la situación de aquella ciudad, de que yo era una de esas personas que sacan conclusiones sin preocuparse por conocer las condiciones locales, se me antojó bastante insultante. Recordé, por ejemplo, cómo la tarde anterior, cuando bien podría haberme tomado un muy merecido descanso en el confortable atrio del hotel, había salido a la calle a recoger impresiones sobre la ciudad. Cuanto más pensaba en las palabras de Christoff, más irritado me sentía, de modo que cuando llegamos al coche y Christoff me abrió la portezuela del acompañante, subí sin dirigirle apenas la palabra.

– No estamos tan retrasados -dijo él, ocupando el asiento del conductor-. Si el tráfico no está mal, estaremos allí enseguida.

Al oírle decir esto, recordé de pronto mis otras obligaciones de la jornada. Estaba, por ejemplo, Fiona, que en cualquier momento se sentaría a esperarme en su apartamento. La situación, me daba cuenta, iba a requerir cierta firmeza por mi parte.

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