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– Inge… -dijo Trude-, pobre Fiona, ¿no ves que está muy aturdida? No le tomes el pelo. -Luego, sonriendo a Fiona, añadió-: Ya está, querida, no te preocupes.

Mientras Trude estaba diciendo esto, se agolparon en mi mente los recuerdos de la cálida amistad que nos había unido a Fiona y a mí de niños. Recordé la pequeña casita blanca donde ella había vivido, a sólo un paseo a pie por aquel camino embarrado de Worcestershire; recordé cómo nos pasábamos horas y horas jugando bajo la mesa del comedor de la casa de sus padres. Recordé las veces que yo había recorrido aquel camino hacia la casita blanca, disgustado y confuso, y cómo me consolaba ella y me hacía olvidar cualquier problema que acabara de dejar atrás. El hecho de que aquella amistad preciosa estuviera siendo objeto de burla ante mis ojos me llenó de una indignación furiosa, y aunque Inge había empezado de nuevo a hablar decidí que aquello no podía continuar un segundo más sin que yo interviniera. Decidido a no repetir mi anterior equivocación y a no andarme con rodeos, me incliné hacia adelante con ánimo resuelto, con intención de interrumpir a Inge y declarar categóricamente quién era, y luego volver a arrellanarme en el sofá mientras la conmoción se instalaba en la sala. Por desgracia, y pese al esfuerzo con que intervine a continuación, todo lo que pude articular fue una especie de gruñido ahogado, capaz sin embargo de hacer que Inge callara y que las tres mujeres se volvieran y me miraran con fijeza. Hubo un silencio violento, y al cabo Fiona, deseosa sin duda de paliar mi embarazo -y quizá renacido momentáneamente en ella su viejo sentimiento protector para conmigo-, estalló:

– ¡Vosotras… no os hacéis ni idea de lo ridiculas que parecéis en este momento! ¿Sabéis una cosa? No, ni os lo imagináis siquiera; vosotras dos… jamás podréis imaginar lo estúpidas, lo indeciblemente ridiculas que parecéis las dos en este momento… No, no sois capaces…, es típico de vosotras, ¡tan típico de vosotras! Oh, llevo tanto tiempo queriendo decíroslo a la cara…, desde que os conocí. Pues aquí tenéis, juzgad por vosotras mismas si sois o no necias. ¡Aquí tenéis la prueba!

Fiona sacudió la cabeza en dirección a mí. Inge y Trude, ambas perplejas, volvieron a mirarme. Yo hice otro concertado intento de anunciar mi identidad, pero para mi desmayo no logré articular sino otro gruñido, más vigoroso que el anterior pero no más coherente. Aspiré profundamente, sentí que me invadía el pánico, y volví a intentarlo de nuevo, y conseguí tan sólo emitir un nuevo, más prolongado, tenso y forzado sonido. -¿Pero qué diablos está diciendo ésta, Trude? -dijo Inge-. ¿Por qué nos habla de este modo esta pequeña zorra? ¿Cómo se atreve? ¿Qué diablos le pasa?

– Es culpa mía -dijo Trude-. El error fue mío. Fue a mí a quien se le ocurrió invitarla a unirse al grupo. Menos mal que muestra su verdadera naturaleza antes de la llegada de los padres del señor Ryder. Tiene celos, eso es todo. Tiene celos de que hayamos conocido hoy al señor Ryder. Mientras que lo único que ella tiene son esas pequeñas y patéticas historias…

– ¿Pero qué es eso de que lo habéis conocido hoy? -tronó Fiona-. Acabáis de decir que no habéis llegado a conocerle…

– ¡Sabes muy bien que fue como si lo hubiéramos conocido! ¿O no, Trude? Tenemos perfecto derecho a decir que lo hemos conocido. Tendrás que ir haciéndote a la idea de que así son las cosas, Fiona…

– Bien, en tal caso… -Fiona casi gritaba ahora-, ¡veamos cómo vosotras os vais haciendo a la idea de esto.

Extendió los brazos hacia mí como si anunciara la más dramática de las entradas a escena. Una vez más, hice todo lo que pude para cumplir con mi deber. Y esta vez, espoleado por mi creciente frustración e ira, el sonido que emití fue más intenso que nunca, y sentí cómo el sofá se estremecía al unísono con mi esfuerzo.

– ¿Qué pasa con tu amigo? -preguntó Inge, percatándose de pronto de mi presencia.

Trude, sin embargo, seguía sin mirarme. -No tendría que haberte hecho caso nunca -le estaba diciendo con amargura a Fiona-. Tendría que haberme dado cuenta desde el principio de lo mentirosa que eras. ¡Y pensar que hemos permitido que nuestros hijos jugaran con esos arrapiezos tuyos! Seguramente serán también unos pequeños mentirosos, y puede que hasta hayan enseñado a decir mentiras a los nuestros. ¡Qué ridicula fue tu fiesta anoche! ¡Y cómo decoraste tu apartamento! ¡Qué absurdo! Esta mañana nos hemos muerto de risa al recordarlo…

– ¿Por qué no me ayudas? -gritó Fiona, dirigiéndose a mí directamente por vez primera-. ¿Qué te pasa? ¿Por qué no haces algo?

De hecho, desde mis últimos gruñidos yo no había dejado de hacer esfuerzos ni un segundo. Ahora, en el preciso instante en que Fiona se volvía hacia mí, me entrevi en el espejo de la pared de enfrente. Vi que mi cara se había vuelto de un rojo brillante, y que se había aplastado hasta hacer que mis facciones adquirieran un aire porcino, mientras mis puños, apretados a la altura del pecho, se estremecían al unísono con la totalidad de mi torso. El verme en tales condiciones hizo que me desinflara por completo, y, descorazonado, volví a hundirme en un extremo del sofá entre pesados jadeos.

– Creo, Fiona, querida -estaba diciendo Inge-, que es hora de que tú y este… amigo tuyo sigáis vuestro camino. No creo que tu asistencia esta noche sea estrictamente necesaria.

– Por supuesto que no -gritó Trude-. Ahora tenemos responsabilidades. No podemos permitirnos deferencias con avecillas con las alas rotas como ella. Ya no somos sólo un grupo de voluntarias. Tenemos cosas muy importantes que hacer, y quienes no den la talla requerida tendrán que dejar el grupo.

Vi que las lágrimas asomaban a los ojos de Fiona. Volvió a mirarme, ahora con acritud creciente, y pensé que debía intentar una vez más revelar mi identidad, pero el recuerdo de la imagen que acababa de ver en el espejo me hizo desistir. En lugar de ello, me levanté tambaleante y busqué la salida del apartamento. Me encontraba aún falto de aliento a causa del esfuerzo, y cuando llegué a la puerta de la sala me vi obligado a detenerme unos segundos para apoyarme contra el quicio. A mi espalda, pude oír cómo las dos mujeres seguían hablando acaloradamente. Y en un momento dado, oí que Inge decía:

– Y qué persona más desagradable ha traído a tu apartamento…

Hice un esfuerzo y atravesé el pequeño recibidor y, tras unos instantes de frenética manipulación de los cerrojos de la puerta principal, conseguí salir al pasillo del edificio. Empecé a sentirme mejor casi de inmediato, y me dirigí hacia la escalera ya con el porte más sereno.

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