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La masa humana aplaudía y lanzaba vítores, y una parte de ella empezó a entonar una canción -una especie de balada de oscilante melodía y letra húngara- al son de la música de los zíngaros. La canción fue ganando paulatinamente a los presentes, y pronto fue entonada por todo el mundo. Gustav, encima de la mesa, procedía a descolgarse la bolsa de golf, que cayó con un ruido metálico. Esta vez no hizo ademán de empujarla hacia el borde de la mesa, sino que permaneció con los brazos en alto unos segundos -ahora hasta este gesto pareció costarle un gran esfuerzo-, y se apresuró a bajarse de la mesa. Corrieron en su ayuda numerosas manos, y Boris contempló cómo su abuelo volvía a poner pie, sano y salvo, sobre el suelo del café.

El local entero parecía ahora volcado en la canción. La balada poseía una tonalidad nostálgica, y los presentes, mientras la cantaban, empezaron a enlazarse los brazos y a balancearse juntos. Uno de los violinistas zíngaros se subió a la mesa, y al punto se le unió un segundo, y ambos se pusieron a presidir la improvisada fiesta, moviéndose al ritmo de la música de sus propios instrumentos.

Boris se abrió paso a empujones entre la gente y se acercó a su abuelo, que permanecía de pie recuperando el resuello. Extrañamente, pese a haber centrado la atención de todo el mundo hasta hacía sólo unos segundos, nadie parecía mirar cómo abuelo y nieto se fundían ahora en un fuerte abrazo, con los ojos cerrados, sin tratar en absoluto de ocultarse su inmenso alivio. Tras lo que pareció un tiempo interminable, Gustav sonrió a Boris, pero el chico siguió abrazando con fuerza, sin abrir los ojos, a su abuelo.

– Boris -dijo Gustav-. Boris, hay algo que tienes que prometerme.

El chico no respondió, siguió abrazado a su abuelo.

– Boris, escucha. Eres un buen chico. Si alguna vez me sucede algo, si algo llega a sucederme, tendrás que ocupar mi lugar. ¿Sabes?, tu madre y tu padre son buenas personas. Pero a veces todo se les hace muy duro. No son fuertes como tú y yo. Así que, ya sabes, si alguna vez me sucede algo, y ya no estoy aquí, tendrás que ser tú el fuerte. Tendrás que cuidar de tu madre y de tu padre, hacer que la familia se mantenga fuerte, y unida. -Gustav dejó de abrazar a Boris, y le sonrió-. ¿Vas a prometérmelo, Boris?

Boris pareció pensar en ello, y al cabo asintió con la cabeza, muy serio. Luego, al instante siguiente, la masa humana pareció tragárselos y dejé de verlos. Alguien me tiraba de la manga y me rogaba que me cogiera de su brazo y cantara con todos.

Miré a mi alrededor y vi que los demás violinistas se habían unido a la pareja que tocaba y bailaba encima de la mesa, y que el local entero cantaba y giraba en torno a ellos. Había entrado mucha más gente de la plaza, y el café estaba ahora abarrotado por completo. Las puertas del local estaban abiertas, y en la oscuridad del exterior entrevi gente balanceándose y cantando. Enlacé los brazos con un hombre grande -un maletero, supuse- y con una mujer gorda que probablemente procedía de la plaza, y me vi dando vueltas al recinto con ellos a ambos costados. No conocía la canción, pero pronto caí en la cuenta de que la mayoría de la gente tampoco sabía la letra, ni se hallaba familiarizada con la lengua húngara, y que tan sólo articulábamos vagas aproximaciones fonéticas de las palabras correctas. El hombre y la mujer que evolucionaban a mi lado, por ejemplo, cantaban cosas totalmente diferentes, y ninguno de los dos parecía vacilar o sentirse violento en absoluto. De hecho, tras un momento de atención, llegué a la conclusión de que pronunciaban palabras sin sentido, pero ¿qué más daba?, y antes de que pasara mucho tiempo, y ganado por la atmósfera reinante, me sorprendí yo también cantando con palabras que imaginaba aproximadas a las húngaras. No sabría decir por qué, pero la cosa funcionaba -las palabras salían de mí cada vez con mayor y más grata soltura-, y al poco me vi cantando con emoción genuina.

Al final, quizá veinte minutos después, vi que la masa humana empezaba a hacerse menos compacta. Vi que los camareros recogían las sillas y las llevaban a sus primitivos emplazamientos. Éramos muchos, sin embargo, los que seguíamos dando vueltas al recinto, cantando con pasión y con los brazos enlazados. Los zíngaros seguían encima de la mesa, sin dar la menor muestra de desear poner fin a la fiesta. Mientras giraba en torno al local, llevado por los suaves empujones y tirones de mis compañeros, sentí que alguien me daba unos golpecitos en el hombro, y al volver la cabeza vi que el hombre a quien antes había tomado por propietario del café me estaba sonriendo. Era un hombre larguirucho, y mientras yo seguía balanceándome y girando, él fue desplazándose a mi lado afablemente, encorvado y con un arrastrar de pies que evocaba vagamente a Groucho Marx.

– Señor Ryder, parece usted muy cansado. -Prácticamente me gritaba al oído, pero yo alcanzaba a oírle a duras penas por encima de la canción y los violines-. Y aún le queda esa importante velada por delante… Por favor, ¿por qué no descansa unos minutos? Disponemos de una cómoda pieza en la trastienda, y mi mujer ha preparado el sofá con unas mantas y unos cojines, y ha encendido la estufa de gas. Se sentirá muy cómodo. Podrá hacerse un ovillo y dormir un rato. La pieza es pequeña, es cierto, pero está apartada, allá al fondo, y es muy tranquila. Nadie le molestará, nos ocuparemos de ello. Estará estupendamente. La verdad, señor, creo que con la velada que le espera debería usted aprovechar el poco tiempo que le queda. Por favor, sígame por aquí. Parece usted tan cansado…

Estaba disfrutando enormemente con la canción y la compañía, pero hube de admitir que me encontraba exhausto y que la sugerencia de aquel hombre era de lo más sensata. La idea de un breve descanso, cuanto más pensaba en ella, más me atraía, y mientras el propietario iba girando en pos de mí por el local yo empezaba a sentir una honda gratitud hacia él, no sólo por su amable ofrecimiento, sino también por habernos brindado el marco de su maravilloso café, y por su generosidad para con los maleteros, un grupo humano claramente subvalorado en la comunidad. Me solté de la cadena humana, sonriendo en señal de adiós a mis compañeros de derecha e izquierda, y dejé que el propietario del café -que me había puesto una mano sobre el hombro- me guiara hacia la puerta que llevaba a la trastienda.

Me condujo a través de una habitación a oscuras, donde pude distinguir montones de mercancías apiladas contra las paredes, y abrió una puerta que dejaba entrever una luz tenue y cálida.

– Aquí es -dijo el propietario, invitándome a entrar-. Échese ahí en el sofá. Deje la puerta cerrada, y si tiene demasiado calor ponga el gas al mínimo. No se preocupe, no existe el menor peligro.

La estufa era la única fuente de luz del cuarto. A su fulgor anaranjado pude distinguir el sofá, que olía a viejo -aunque no desagradablemente-, y antes de que pudiera darme cuenta la puerta se cerró y me quedé a solas. Me tendí en el sofá, que tenía la largura justa para que pudiera echarme con las piernas encogidas, y me tapé con la manta que la mujer del propietario había dejado a un lado para que no tuviera frío.

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