Boris y Gustav dejarían que los maleantes se tomaran todo el tiempo que quisieran para rehacer su formación. Y una vez que les llegara la tromba humana, abuelo y nieto, un equipo perfectamente coordinado, se las verían con eficiencia, casi con tristeza, con los atacantes que les caerían encima por todos lados. Momentos después el ataque habría terminado, pero no…, un último bandido surgiría sigiloso de las sombras blandiendo un ominoso cuchillo. Gustav, que estaría más cerca, le lanzaría un rápido golpe al cuello y la batalla habría terminado definitivamente.
Boris y su abuelo emplearían unos callados minutos en examinar con gravedad los cuerpos esparcidos a su alrededor. Luego Gustav, paseando su experimentada mirada por última vez por el campo de batalla, dirigiría un gesto de asentimiento a su nieto y ambos se alejarían con expresión de quienes han cumplido con su deber pero que no han disfrutado haciéndolo. Subirían la breve escalera hacia la puerta del viejo apartamento, echarían un último vistazo a los derrotados malhechores callejeros -algunos de ellos empezarían a gemir o se arrastrarían por el suelo maltrechos- y Gustav anunciaría:
– Todo ha pasado ya. Se han marchado.
Sophie y yo saldríamos nerviosos al recibidor, y Boris entraría detrás de su abuelo y diría:
– La cosa no ha terminado todavía. Atacarán de nuevo. Quizá antes del amanecer.
Tal evaluación de la situación -tan obvia para abuelo y nieto que ni se habían molestado en comentarla entre ellos-, sería acogida por Sophie y por mí con irreprimible angustia.
– ¡No, no puedo soportarlo! -se lamentaría Sophie, y estallaría en sollozos.
Yo la estrecharía entre mis brazos tratando de consolarla, pero mis facciones delatarían palmariamente mi propia angustia. Testigos de tan patético espectáculo, Boris y Gustav no mostrarían ni un ápice de desdén. Gustav me pondría una tranquilizadora mano en el hombro, y diría:
– No te preocupes. Boris y yo estaremos aquí. Y después de este ataque, todo habrá acabado.
– Es cierto -corroboraría Boris-. No aguantarán otra batalla. -Y, volviéndose a su abuelo, añadiría-: Abuelo, antes de que vuelvan a atacar quizá debería tratar de hacerles entrar en razón. Quizá debería darles una última oportunidad.
– No te harán caso -diría Gustav, sacudiendo la cabeza con aire grave-. Pero tienes razón. Deberíamos darles una última oportunidad.
Sophie y yo, muertos de miedo, nos refugiaríamos en el fondo del apartamento, abrazados y llorando. Boris y Gustav se mirarían, dejarían escapar un suspiro de cansancio, descorrerían el cerrojo de la puerta y saldrían al exterior. El pasillo estaría oscuro, en silencio, vacío. -Tal vez convendría dormir un poco -diría Gustav-. Duerme tú primero, Boris. Te despertaré si les oigo llegar.
Boris asentiría y se sentaría en el escalón de arriba y, con la espalda apoyada contra la puerta, se dormiría enseguida.
Al rato sentiría un golpecito en el hombro y se despertaría inmediatamente y se pondría en pie. El abuelo estaría ya frente a los maleantes callejeros, que se estarían agrupando en el pasillo, a unos metros de ellos. Serían más numerosos que nunca: la última escaramuza les habría llevado a reclutar en los más ocultos rincones de la ciudad hasta al último sicario disponible. Y ahora estarían todos allí, ataviados con sus desgarrados ropajes de cuero, sus guerreras del ejército, sus cinturones bárbaros…, armados con barras metálicas y cadenas de bicicleta… Su particular sentido del honor les habría impedido llevar armas de fuego. Boris y Gustav bajarían despacio la escalera en dirección a ellos, tal vez haciendo una pausa tras descender dos o tres escalones. Boris, entonces, a una señal de su abuelo, empezaría a hablar, y su potente voz resonaría entre los pilares de hormigón:
– Hemos combatido contra vosotros muchas veces. Ahora habéis venido muchos más, ya veo. Pero todos sabéis, en el fondo de vuestro corazón, que no podéis vencernos. Y mi abuelo y yo, en esta ocasión, os advertimos que algunos saldréis seriamente maltrechos. Esta pelea no tiene sentido. Seguro que hubo un día en que tuvisteis un hogar. Madre y padre. Quizá hermanos y hermanas. Quiero que entendáis lo que está pasando. Estos ataques vuestros, vuestro continuo asedio a nuestro apartamento, han hecho que mi madre no pare de llorar ni un momento; está siempre tensa e irritable, y muchas veces me riñe sin motivo. Y han hecho también que mi padre tenga que salir de viaje durante largas temporadas, a veces al extranjero, y eso a mi madre no le gusta. Ése es el resultado de vuestro hostigamiento. Quizá lo hagáis simplemente porque tenéis el ánimo exaltado, o porque venís de hogares rotos y no sabéis hacer otra cosa. Por eso intento haceros comprender lo que realmente está pasando, las consecuencias reales de vuestra conducta impropia. Lo que puede suceder es que un día mi padre ya no vuelva a casa nunca más. E incluso que tengamos que marcharnos definitivamente del apartamento. Por eso he traído aquí a mi abuelo, apartándole de su importante trabajo de encargado en un gran hotel. No podemos consentir que sigáis haciendo lo que estabais haciendo. Por eso os hemos combatido. Ahora que os he explicado las cosas, tenéis la oportunidad de reflexionar y de retiraros. Si no lo hacéis, a mi abuelo y a mí no nos quedará más remedio que volver a pelear. Haremos lo posible por dejaros inconscientes sin causaros daños duraderos, pero en las grandes peleas ni siquiera nosotros, con toda nuestra pericia, podemos garantizar que nuestros adversarios no acaben con serias magulladuras, e incluso con huesos rotos. Así que aprovechad la oportunidad y retiraros.
Gustav esbozaría una leve sonrisa de aprobación ante el parlamento de su nieto, y luego ambos estudiarían de nuevo las bestiales caras de los pandilleros. Muchos de ellos se estarían mirando unos a otros con semblante indeciso, y reconsiderarían la situación más por miedo que por buen juicio. Pero los líderes -personajes horrendos y ceñudos- lanzarían una especie de rugido de guerra que poco a poco iría prendiendo entre sus filas. Y luego se lanzarían al ataque. Boris y su abuelo se aprestarían rápidamente a repeler la agresión: pegarían espalda contra espalda, avanzarían en perfecta formación, emplearían su personal método de lucha, híbrido de karate y otras técnicas marciales. Los maleantes callejeros les caerían encima desde todas direcciones, y saldrían despedidos por el aire, caerían rodando, recularían dando tumbos y lanzando gruñidos de perplejo horror…, hasta que el suelo, una vez más, acabaría cubierto de cuerpos inconscientes. Boris y su abuelo se quedarían quietos, atentos, expectantes por espacio de unos instantes, y al cabo los malhechores empezarían a moverse, y unos gemirían y otros sacudirían la cabeza tratando de averiguar dónde se encontraban. Gustav, entonces, daría un paso hacia adelante y diría:
– Marchaos. Que éste sea el final. Dejad en paz este apartamento. Este hogar fue muy feliz hasta que empezasteis a sembrar el terror en él. Si volvéis, mi nieto y yo no tendremos más remedio que empezar a romper huesos.
Pero este discurso apenas sería necesario. Los pandilleros sabrían que esta vez habían sido derrotados por completo, y que podían considerarse afortunados por no haber salido tan mal parados. Lentamente, empezarían a ponerse en pie con gran trabajo y se alejarían cojeando, apoyándose unos en otros en grupos de dos o de tres, gimiendo de dolor…
Una vez que los maleantes se hubieran alejado, Boris y Gustav se mirarían con satisfacción callada, se volverían y subirían la escalera hacia el apartamento. Al entrar, Sophie y yo -habríamos contemplado toda la escena desde la ventana- los acogeríamos con júbilo.
– Gracias a Dios que todo ha acabado -diría yo, lleno de excitación-. Gracias a Dios.
– Estoy preparando un banquete para celebrarlo -anunciaría Sophie, radiante de felicidad, con el semblante liberado ya de la tensión de las horas pasadas-. Te estamos tan agradecidos, Boris. A ti y al abuelo. ¿Qué tal si esta noche jugamos a algún juego de mesa?
– Tengo que irme -diría Gustav-. Tengo montones de cosas que hacer en el hotel. Si se presenta otro problema, hacédmelo saber. Pero estoy seguro de que la cosa acaba aquí.
Nos despediríamos de Gustav en la escalera; luego, después de cerrar la puerta, Boris, Sophie y yo nos dispondríamos a pasar juntos la velada. Sophie entraría y saldría de la cocina mientras preparaba la cena, y cantaría en voz baja, para sí misma, y Boris y yo estaríamos tumbados en el suelo de la sala, ensimismados sobre un tablero. Luego, al cabo de quizá una hora de juego, aprovechando un momento en que Sophie estuviera fuera de la sala, miraría de pronto a Boris con expresión grave y le diría en voz baja:
– Gracias por lo que has hecho, Boris. Ahora todo podrá ser como antes. Las cosas podrán volver a ser como antes.
– ¡Mira! -me gritó Boris, y entonces vi que de nuevo estaba a mi lado y que señalaba con el dedo hacia más allá de la pared-. ¡Mira! ¡Es tía Kim!
En efecto, en el terreno circular que se extendía abajo una mujer nos hacía señas y trataba frenéticamente de atraer nuestra atención. Llevaba una rebeca verde, que mantenía apretada al cuerpo con las manos, y el pelo le ondeaba a derecha e izquierda, muy desordenado. Al darse cuenta de que por fin la habíamos visto, gritó algo que se perdió en el viento.
– ¡Tía Kim! -gritó Boris.
La mujer seguía gesticulando, y volvió a gritar algo.
– Bajemos -dijo Boris, y echó a andar otra vez lleno de entusiasmo.
Seguí a Boris, que bajó corriendo varios tramos de escaleras de hormigón. Cuando llegamos abajo, el viento nos azotó de inmediato con violencia, pero Boris se las arregló incluso para dedicar a la mujer el simulacro de la bamboleante toma de tierra de un paracaidista.
Tía Kim era una mujer robusta, de unos cuarenta años, cuyo rostro un tanto severo se me antojaba decididamente familiar.
– Debéis de estar sordos, los dos -dijo cuando nos acercamos a ella-. Os vimos bajar del autobús y os estuvimos llamando y llamando, y nada… Luego bajé a buscaros y ya no estabais.
– Oh, querida… -dije-. No oímos nada, ¿verdad, Boris? Debe de ser este viento. ¿Así que… -dije echando una mirada a mi alrededor- estabais viéndonos desde tu apartamento?
La mujer robusta apuntó vagamente hacia una de las innumerables ventanas que daban al terreno circular.
– Os estuvimos llamando y llamando… -dijo. Luego, volviéndose a Boris, añadió-: Tu madre está arriba, jovencito. Está ansiosa por verte.