– Una estatua. Una estatua de bronce. Propongo que levantemos una estatua a Bruno. Así podremos recordarle siempre. Algo grande y digno. En la Walserstrasse, por ejemplo. Señor Von Winterstein -dijo, dirigiéndose al hombre de rostro severo-, decidamos aquí mismo, esta noche, levantar una estatua a Bruno.
Alguien gritó: «¡Hagámoslo, hagámoslo!», y al punto se alzó un clamor de voces de asentimiento. No sólo el hombre de rostro severo sino todos los demás dirigentes cívicos de la mesa de Brodsky parecieron acusar un desconcierto súbito. Intercambiaron entre ellos varias miradas de pánico antes de que el hombre de rostro severo alcanzara a decir sin levantarse:
– Por supuesto, señor Haller: consideraremos detenidamente su propuesta. Junto con otras ideas encaminadas a conmemorar del mejor modo posible…
– ¡Esto está yendo demasiado lejos! -le interrumpió de pronto una voz de hombre desde el otro extremo del recinto-. Qué idea más absurda. Una estatua para ese perro… Si ese animal merece una estatua de bronce, nuestra tortuga Petra merece otra cinco veces más grande. También ella tuvo un cruel final. Es absurdo. Y además ese perro atacó a la señora Rahn a principios de año…
El resto de su protesta fue ahogado por un fragor de voces que recorrió el comedor de extremo a extremo. Durante un instante pareció que todo el mundo gritaba al mismo tiempo. El hombre que había hablado, aún en pie, se volvió hacia un compañero de mesa y se puso a discutir con él de forma furibunda. En medio del creciente caos, vi que el señor Hoffman me hacía señas con la mano. O, mejor, describía en el aire un extraño Movimiento circular -como si estuviera limpiando una ventana invisible-, y recordé vagamente que se trataba de una seña que el solía utilizar con frecuencia. Me levanté y me aclaré la garganta de modo enfático.
En el comedor se hizo un silencio casi inmediato, y todos los ojos se volvieron hacia mí. El hombre que había protestado contra la estatua del perro dejó de discutir con su compañero de mesa y se apresuró a sentarse. Volví a aclararme la garganta, y me hallaba a punto de iniciar la alocución cuando de pronto caí en la cuenta de que tenía abierta la bata, y de que estaba exhibiendo todo el frente desnudo de mi cuerpo. Sumido en la confusión, vacilé unos instantes, y volví a sentarme. Y casi inmediatamente después una mujer se puso de pie en el fondo del comedor y dijo con voz estridente:
– Si una estatua no resulta conveniente, ¿por qué no le dedicamos una calle? A menudo hemos cambiado los nombres de las calles para conmemorar a nuestros muertos. Señor Von Winsterstein, no creo que sea mucho pedir. Podíamos llamarla Meinhardstrasse. O incluso Jahnstrasse.
Se alzó un coro de aprobación ante la idea, y pronto los comensales, todos a un tiempo, comenzaron a aventurar otros nombres a voz en cuello. Los dirigentes cívicos volvieron a sentirse enormemente incómodos.
Un hombre alto y con barba, que ocupaba una mesa cercana a la mía, se levantó de la silla y dijo con voz atronadora:
– Estoy de acuerdo con el señor Hollánder. Esto está yendo demasiado lejos. Claro que todos sentimos mucho lo que le ha pasado al señor Brodsky. Pero seamos sinceros: ese perro era una amenaza, tanto para otros perros como para los humanos. Y si el señor Brodsky le hubiera cepillado el pelo de cuando en cuando, y le hubiera hecho tratar la infección de piel que llevaba años padeciendo…
La voz del hombre fue ahogada por una oleada de airadas protestas. Se oyeron gritos de «¡Qué vergüenza!» y «¡Es indignante!» por todas partes, y varias personas dejaron sus mesas para ir hacia el ofensor con ánimo de echarle una reprimenda. Hoffman me dirigía de nuevo su seña, frotando el aire con fiereza y con una horrible mueca en la cara. Yo oía al hombre barbado, que atronaba por encima de quienes le vituperaban: -¡Es la verdad. Esa criatura era una ruina repugnante! Me cercioré de que mi bata se mantenía concienzudamente atada, y me hallaba a punto ya de volver a levantarme cuando vi que el señor Brodsky, inopinadamente, se agitaba en su silla y se ponía en pie.
Al hacerlo, la mesa hizo un ruido, y todas las cabezas se volvieron hacia él. En un abrir y cerrar de ojos, quienes habían dejado sus mesas volvieron a ellas y el silencio reinó de nuevo en el comedor.
Por un momento pensé que Brodsky iba a desplomarse sobre la mesa. Pero mantuvo el equilibrio, y se quedó estudiando el recinto unos instantes. Cuando habló, percibimos en su voz una ligera ronquera.
– ¿Pero bueno…? ¿Qué es esto? -dijo-. ¿Piensan que ese perro era tan importante para mí? Está muerto, eso es todo. Yo quiero una mujer. A veces uno se siente solo. Quiero una mujer. -Hizo una pausa, y pareció perderse en sus pensamientos. Luego añadió ensoñadoramente-: Nuestros marinos. Nuestros marinos borrachos. ¿Qué habrá sido de ellos? Ella era joven entonces. Joven y tan bella… -Volvió a sumirse en sus pensamientos, con la mirada fija en las lámparas que colgaban del alto techo, y por segunda vez pensé que iba a desplomarse sobre la mesa. Hoffman debió de temer algo semejante, porque se levantó de inmediato y, colocándole una benéfica mano en la espalda, le dijo algo al oído. Brodsky no respondió enseguida. Pero luego dijo en un susurro-: Ella me amó en un tiempo. Me amó más que a nada en el mundo. Nuestros marinos borrachos. ¿Dónde están ahora?
Hoffman lanzó una campechana carcajada como si Brodsky hubiera dicho una agudeza. Sonrió abiertamente a la audiencia y volvió a susurrar algo al oído de Brodsky. Brodsky, finalmente, pareció recordar dónde estaba y, volviéndose ligeramente hacia el director de hotel, permitió que éste le persuadiera de que volviera a sentarse.
Hubo unos instantes de silencio en los que nadie se movió de su silla. Luego, la condesa se levantó esbozando una vivaz sonrisa.
– Damas y caballeros, en este punto de la velada, ¡tenemos preparada una muy grata sorpresa! Ha llegado esta tarde, y aún debe de estar cansado, pero ha aceptado ser nuestro invitado sorpresa. ¡Sí, amigos! ¡El señor Ryder está aquí, entre nosotros!
La condesa hizo un gesto ampuloso en dirección a mí, y el comedor se llenó de exclamaciones expectantes e inquietas. Antes de que yo pudiera hacer nada, mis compañeros de mesa se habían abalanzado hacia mí tratando de darme un apretón de manos. Y al instante siguiente la gente me rodeaba, exultante de satisfacción, y tendía la mano para que se la estrechara.
Respondí tan cortésmente como pude a sus solícitas tentativas, pero cuando miré por encima de mi hombro -aún no había tenido ocasión de levantarme de la silla- vi que una muchedumbre se arremolinaba a mis espaldas, empujando a los de delante y poniéndose de puntillas. Comprendí que tendría que hacerme con el control de la situación si no quería que ésta degenerara en un caos. Con tanta gente en pie, decidí que lo mejor que podía hacer era elevarme sobre todas las cabezas subiéndome a algún pedestal. Me aseguré rápidamente de que la bata seguía bien cerrada y me subí a la silla.
El clamor cesó al instante: la gente se había quedado inmóvil para mirarme. Desdé mi nueva situación de privilegio, vi que aproximadamente la mitad de los comensales había dejado su mesa para acercarse a la mía, y decidí empezar a hablar.
– ¡Barras de cortinas que se caen! ¡Roedores envenenados! ¡Partituras mal impresas…!
Vi que una figura se abría paso hacia mí entre los grupos de gente inmóvil. Al llegar, la señorita Collins se acercó una silla de la mesa que tenía al lado, se sentó en ella, alzó la vista y se dispuso a observarme. Algo en el modo en que lo hizo me distrajo lo bastante como para hacerme perder el hilo de lo que decía. Al verme vacilar, cruzó una pierna sobre la otra y dijo en tono preocupado:
– ¿No se encuentra bien, señor Ryder? -Estoy bien, gracias, señorita Collins.
– Espero -continuó ella- que no se haya tomado muy a pecho lo que le he dicho hace un rato. He querido buscarle para pedirle disculpas, pero no he podido encontrarle por ninguna parte. Puede que le haya hablado de forma mucho más mordaz de lo que debía. Espero que me perdone. Es que aún hoy, cuando me encuentro con alguien de su renombre, las cosas rae vuelven de pronto en oleadas y me sorprendo adoptando ese tono…
– No se preocupe, señorita Collins -dije con voz queda, sonriéndole-. Por favor, no se preocupe. No me he molestado en absoluto. Si me marché un tanto bruscamente fue porque pensé que quizá quisiera usted charlar a solas con Stephan.
– Es muy generoso de su parte mostrarse tan comprensivo -dijo la señorita Collins-. Siento de verdad haberme enfadado un poco. Pero debe creerme, señor Ryder, no se ha tratado sólo de un enfado. Le aseguro que me gustaría sinceramente ayudarle. Me entristecería profundamente verle cometer una y otra vez los mismos errores. Quería decirle que, ahora que nos conocemos, me complacería mucho recibirle en mi casa para tomar el té cualquier tarde. Me haría muy feliz conversar con usted sobre cualquier asunto que pueda tener en mente. Tendría usted en mí un oído receptivo, se lo aseguro.
– Muy amable de su parte, señorita Collins. Estoy seguro de que lo dice de corazón. Pero, si me permite decirlo, al parecer sus pasadas experiencias han hecho que no tenga usted muy buena disposición para con las, como usted las ha llamado, personas de mi renombre. No estoy muy seguro de que disfrutara usted de mi compañía.
La señorita Collins pareció dedicar unos instantes de reflexión a mis palabras. Y luego dijo:
– Me hago cargo de sus recelos. Pero creo que sería perfectamente posible que llegáramos a tener una relación civilizada. Si le parece, podría ser sólo una visita breve. Y si ve que le resulta grata, podría volver siempre que quisiera. También podríamos dar un corto paseo juntos. El Sternberg Garden está muy cerca de mi apartamento. Señor Ryder, he tenido mucho tiempo para reflexionar sobre mi pasado, y hoy estoy dispuesta a dejarlo definitivamente atrás. Me gustaría mucho poder volver a echar una mano a alguien como usted. No le prometo, claro está, respuestas a todas las preguntas. Pero le escucharé con actitud sumamente receptiva. Y puedo asegurárselo: no lo idealizaré ni caeré en el sentimentalismo respecto a usted como a otra persona con menos experiencia que yo podría sucederle.
– Pensaré detenidamente en su ofrecimiento, señorita Collins -le dije-. Pero no puedo evitar pensar que me está usted confundiendo con alguien que ciertamente no soy. Lo digo porque el mundo está lleno de individuos que se creen genios de un tipo o de otro, cuando en realidad no se distinguen sino por una colosal inepcia para organizar sus propias vidas. Pero, quién sabe por qué, siempre hay un montón de gente como usted, señorita Collins, gente bienintencionada, gente que arde en desos de correr a redimir a esa clase de personas. Puede que resulte jactancioso, pero le aseguro que yo no soy uno de ellos. De hecho puedo decir con plena confianza que a estas alturas de mi vida no necesito en absoluto que me rediman.