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La señorita Collins llevaba unos instantes sacudiendo la cabeza. Y al cabo dijo:

– Señor Ryder, me causaría una enorme tristeza que siguiera usted cometiendo una equivocación tras otra. Y haber estado todo el tiempo sin hacer nada más que mirarle. De veras pienso que podría ayudarle en su actual situación apurada. Está claro que cuando estaba con Leo -dirigió un vago gesto hacia Brodsky-, yo era demasiado joven, no sabía apenas nada y no podía ver las cosas, ver lo que estaba sucediendo. Pero he tenido muchos años para pensar en todo esto. Y cuando oí que iba a venir usted a la ciudad, me dije que ya era hora de aprender a contener la amargura. Me he hecho vieja, pero aún estoy muy lejos de estar acabada. Hay ciertas cosas en la vida que he llegado a entender bien, muy bien, y aún no es tarde para intentar ponerlas en práctica. Es con este espíritu con el que le invito a visitarme, señor Ryder. Vuelvo a pedirle disculpas por haber sido un poco seca con usted antes. No volverá a suceder, se lo prometo. Por favor, diga que vendrá.

Mientras la oía hablar, la imagen de su sala de estar -la luz tenue y acogedora, las gruesas y ajadas cortinas de terciopelo, el mobiliario destartalado…- fue haciéndose nítida ante mis ojos, y por espacio de un breve instante la idea de reclinarme en uno de sus sofás, lejos de las tensiones de la vida, se me antojó particularmente tentadora. Inspiré profundamente y dejé escapar un suspiro.

– Tendré muy en cuenta su amable invitación, señorita Collins -dije-. Pero de momento lo que habré de hacer es acostarme y dormir un poco. Tiene que darse cuenta de que estoy viajando desde hace meses, y de que desde mi llegada no he disfrutado ni de un instante de descanso. Estoy tremendamente cansado.

Al acabar de decirlo, volví a sentir el cansancio. Me picaba la piel de debajo de los ojos, y me froté la cara con la palma de la mano. Seguía frotándome la cara cuando sentí que alguien me tocaba el codo y me decía:

– Le acompañaré al hotel, señor Ryder. Stephan tendía un brazo para ayudarme. Apoyé una mano sobre su hombro y me bajé de la silla.

– Yo también estoy cansado -dijo Stephan-. Le acompañaré dando un paseo.

– ¿Dando un paseo?

– Sí, voy a quedarme a dormir en una de las habitaciones. Suelo hacerlo cuando entro a trabajar por la mañana temprano. Sus palabras me desconcertaron. Luego, al mirar más allá de los grupos en pie y sentados, más allá de los camareros y las mesas, al mirar hacia donde el vasto comedor se perdía en la oscuridad, caí de pronto en la cuenta de que estábamos en el atrio del hotel. No lo había reconocido porque horas antes, poco después de mi llegada, había entrado en él por el extremo opuesto. En algún punto de la oscuridad del fondo se encontraría la barra donde había tomado café y hecho mis planes para la jornada.

Pero no tuve oportunidad de detenerme en tal descubrimiento, porque Stephan me conducía hacia la puerta con sorprendente insistencia.

– Volvamos enseguida, señor Ryder. Además, hay algo de lo que quiero hablarle.

– Buenas noches, señor Ryder -me dijo la señorita Collins al pasar a su lado a grandes pasos.

Miré hacia atrás para desearle buenas noches, y lo habría hecho de forma menos precipitada si Stephan no me hubiera instado a que siguiera caminando. Mientras nos abríamos paso a través del comedor los comensales me deseaban buenas noches desde todas partes, y aunque yo les sonreía y les saludaba con la mano de la mejor forma que podía, era consciente de que mi salida no estaba resultando tan airosa como habría deseado. Pero era obvio que Stephan estaba realmente preocupado y, pese a verme devolviendo los saludos a derecha e izquierda y por encima del hombro, tiró de mi brazo y dijo:

– Señor Ryder, he estado pensando. Tal vez estoy sobrevalorándome, pero creo que tendría que ensayar la pieza de Kazan. He recordado su consejo de antes: que debería seguir con lo que tenía preparado. Pero la verdad es que he estado pensando y creo que me siento capaz de llegar a dominar Pasiones de cristal . Creo que ahora está dentro de mis posibilidades, lo creo de verdad. El problema es el tiempo. Pero si me pongo a ello con todas mis fuerzas, si ensayo por la noche y demás, creo que seré capaz de hacerlo.

Habíamos entrado en la zona oscura del atrio. Los tacones de Stephan producían un eco en el espacio vacío, y el sonido apagado de mis zapatillas servían de contrapunto a sus pasos. En algún punto a nuestra derecha pude vislumbrar en la penumbra el mármol de la gran fuente, ahora silenciosa y quieta. -No es asunto mío, lo sé -dije-, pero yo en su lugar seguiría con lo que iba a tocar en un principio. Es lo que usted eligió, y eso debería bastarle. En cualquier caso, opino que es un error ambiar de programa en el último momento…

– Pero, señor Ryder, usted no lo entiende. Se trata de mi madre. Ella…

– Me hago cargo de todo lo que me contó antes. Y, como digo, no quiero interferir. Pero, con el debido respeto, opino que en la vida llega un momento en el que uno debe mantenerse fiel a las propias decisiones. Un momento en el que uno ha de decirse: «Éste soy yo, y esto es lo que he decidido hacer.»

– Señor Ryder, aprecio lo que me está diciendo. Pero pienso que quizá lo dice… (ya sé que me está aconsejando con la mejor de las intenciones), que quizá dice lo que me está diciendo porque no cree que un aficionado como yo sea capaz de llegar a interpretar aceptablemente a Kazan, máxime con el poco tiempo que me queda… Pero ya ve, he estado pensando seriamente en ello durante la cena, y de veras creo…

– No me ha entendido -dije, con un punto de impaciencia-. Creo que no ha entendido lo que quiero decir. Lo que intento decirle es que debe plantarse.

Pero el joven parecía no escucharme.

– Señor Ryder -continuó-, me doy cuenta de lo horriblemente tarde que es y de lo cansado que debe de estar. Pero me pregunto si no me concedería unos minutos, pongamos… quince. Podríamos ir a la salita y podría tocarle un poco de Kazan, no toda la pieza, sólo un fragmento. Y luego usted podría aconsejarme sobre si tengo alguna posibilidad de salir bien parado el jueves por la noche. Oh, disculpe…

Habíamos llegado al fondo del atrio, e hicimos una pausa en la oscuridad mientras Stephan abría las puertas que daban al pasillo. Miré hacia atrás y vi que la zona donde habíamos estado cenando era poco más que un lejano e iluminado estanque en medio de la oscuridad. Los invitados parecían haberse sentado de nuevo a sus mesas, y alcancé a divisar las figuras de los camareros yendo de un lado para otro con sus bandejas.

El pasillo estaba muy poco iluminado. Stephan cerró las puertas del atrio a nuestra espalda y caminamos uno al lado del otro en silencio. Al rato, después de que el joven me hubiera lanzado una o dos miradas de soslayo, pensé que tal vez estaba aguardando a mi decisión. Suspiré y dije:

– Me gustaría de veras ayudarle. Siento una gran comprensión solidaria ante la situación en que se encuentra. Sólo que ya es tan tarde…

– Señor Ryder, me doy perfecta cuenta de que está cansado. ¿Puedo hacerle una sugerencia? ¿Qué le parece si entro en la salita solo y usted se queda en la puerta y me escucha? Así, en cuanto haya oído lo bastante para formarse una opinión, podrá irse tranquilamente a la cama. Yo no sabré, por supuesto, si usted se ha ido o no, de modo que seguiré con el incentivo de tocar lo mejor que pueda hasta el final, que es exactamente lo que necesito. Mañana por la mañana podrá usted decirme si tengo alguna posibilidad de salir airoso el jueves por la noche.

Pensé sobre ello.

– Muy bien -dije al cabo-. Su propuesta me parece bastante razonable. Conviene a las necesidades de ambos. Muy bien, haremos lo que ha dicho.

– Qué amabilidad de su parte, señor Ryder. No sabe la ayuda que me presta. Me encontraba en tal dilema…

En su agitación, el joven había apretado el paso. El pasillo dobló una esquina y se sumió en una completa oscuridad, hasta el punto de que a medida que lo recorríamos deprisa hube de extender la mano una o dos veces por miedo a topar con algún muro en cualquier momento. Aparte de la del fondo, donde las puertas acristaladas que daban al vestíbulo del hotel dejaban traslucir algo de luz, en el pasillo no había iluminación alguna. Tomaba nota mentalmente del detalle para comentárselo a Hoffman la próxima vez que le viera cuando Stephan dijo:

– Ya hemos llegado.

Y se detuvo. Entonces caí en la cuenta de que estábamos ante la puerta de la salita.

Las llaves tintinearon en las manos de Stephan, y cuando la puerta se abrió por fin no vi más allá de ella sino negrura. Pero el joven dio un paso decidido hacia el interior, y luego asomó la cabeza al pasillo para mirarme.

– Si me concede unos segundos para encontrar la partitura… -dijo-. Tiene que estar por aquí, encima del taburete del piano, pero hay tanto desorden…

– No se preocupe, no me iré hasta que pueda formarme una opinión.

– Es tan amable de su parte, señor Ryder. No tardaré ni un segundo.

La puerta se cerró con un chasquido y por espacio de un instante no hubo sino silencio. Permanecí de pie en la oscuridad, mirando de cuando en cuando hacia el fondo del pasillo y la luminosidad del vestíbulo.

Por fin Stephan acometió el primer movimiento de Pasiones de cristal . Tras los acordes iniciales, me sorprendí escuchando con más y más intensidad. Se hacía patente de inmediato que el joven no conocía bien la pieza, y sin embargo, bajo su inseguridad y rigidez, percibí una imaginación, una originalidad y una sutileza emocional que me sorprendieron por completo. Incluso en su forma bruta, la ejecución de Kazan por Stephan parecía ofrecer ciertas dimensiones jamás exploradas por la gran mayoría de los intérpretes.

Me incliné aún más hacia la puerta, esforzándome por captar cada indeciso matiz. Pero entonces, hacia el final del movimiento, la fatiga me envolvió de pronto y recordé lo tarde que era. Se me ocurrió que en rigor no era necesario escuchar más: con el adecuado tiempo de ensayo, aquella pieza de Kazan estaba decididamente dentro de sus posibilidades. Me volví y empecé a alejarme despacio hacia la luminosidad del vestíbulo.

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